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Siete.

A partir de esa noche y por muchas noches más, Malinalli no pudo conciliar el sueño.

La atormentaban las imágenes de una matanza que no había visto. Desde niña, había desarrollado una técnica para conciliar el sueño que consistía en cerrar los ojos y pintar un códice utilizando la imaginación. Cuando en su mente empezaban a aparecer rostros, figuras, glifos, signos, sabía que ya se encontraba en el mundo de los sueños, en el universo fantástico que le pertenecía únicamente a ella. Ese sitio era el lugar de encuentro con sus pensamientos más luminosos, pero también con el de los más aterrorizadores. Ése era el caso después de haber escuchado la narración de lo que había sucedido en Tenochtitlan en su ausencia. Las imágenes que venían a su cabeza en cuanto cerraba sus párpados eran las de cabezas, piernas, brazos, narices y orejas volando por los aires. No había presenciado la matanza del Templo Mayor, pero tenía como antecedente la de Cholula, así que con toda claridad, su cerebro reproducía el sonido de la carne desgarrada, de los gritos, los lamentos, las detonaciones de los arcabuces, las carreras, los sonidos de los cascabeles mientras los pies huían, tratando de escalar los muros. Malinalli sentía en el centro de su cuerpo un estremecimiento y abría los ojos. Esto sucedía varias veces hasta que, agotada, el sueño la vencía.

Cuando esto pasaba, venía la peor parte. Un sueño repetitivo le aprisionaba la mente. Al inicio de la pesadilla, Malinalli era una mariposa sostenida por el viento, que observaba desde las alturas cómo danzaban los nobles y guerreros mexicas. Los veía entregados a la danza, concentrados, entrando en un estado de exaltación religiosa. Del centro del círculo en el que bailaban salía un poste de luz que unía el cielo con la tierra y desparramaba sobre los danzantes una poderosa luz amarilla que iluminaba los cuerpos adornados con sus mejores atavíos, sus mejores plumas, sus mejores pieles, pero de pronto, una lluvia de balas caía sobre ellos, les perforaba el pecho, sus corazones sangrantes se volvían de piedra y se elevaban al cielo. Malinalli, dentro de su pesadilla, se decía a sí misma:

– Los corazones de piedra también vuelan.

Al decir esto, veía una imagen fascinante y aterrorizadora que distraía su mirada: el cuerpo mutilado de la diosa Coyolxauhqui, tallado en piedra, la hermana del dios Huitzilopochtli que murió hecha pedazos cuando trató de impedir que su hermano naciera del vientre de Coatlicue, su madre, tomaba vida. Dejaba su inmovilidad para moverse y buscar unir sus partes mutiladas. Los fragmentos de las piernas y de los brazos que estaban separados se unían nuevamente al tronco y la piedra se volvía carne de tal modo que dejaba de ser escultura de piedra para volverse carne viva. Malinalli entonces hablaba nuevamente para sí misma:

– Cuando la piedra se vuelve carne, el corazón se vuelve piedra.

Como si los hubiera llamado, algunos de los corazones de piedra se le acercaban al rostro y estallaban en mil pedazos, escupiendo chorros de sangre; otros se desplomaban como granizo de piedra y varios de ellos golpeaban a Moctezuma, lo sepultaban. Las alas de mariposa de Malinalli se bañaban de sangre, se volvían pesadas y ella, incapacitada para volar, caía estrepitosamente al piso. Malinalli, entonces, convertida en una más de los danzantes, trataba de huir de los escopetazos y de la lluvia de corazones de piedra, pisando cuerpos desmembrados y escalando los muros, pero la sangre que escurría por las piedras lo hacían imposible. Sus pies y sus manos resbalaban y provocaban su caída. En ese momento, quería gritar, pedir ayuda al cielo, pero la voz no salía de su garganta; al girar su rostro, miraba cómo una lluvia de corazones de piedra caían sobre Moctezuma y lo dejaba sepultado bajo ellas; enseguida, una lluvia de espadas se dirigía al pecho de Malinalli y se encajaban en su corazón perforándolo en miles de sitios por los que comenzaban a escapar plumas preciosas ensangrentadas. En este punto, Malinalli abría los ojos con la respiración agitada y los ojos llenos de agua.

De nada le servía abrir los ojos. La pesadilla continuaba. Malinalli caminaba y no caminaba. Veía y no veía. Hablaba y no hablaba. Estaba y no estaba. Vivía los dramáticos acontecimientos que sucedieron a la matanza sin verlos, sin oírlos, sin registrarlos en su memoria. No tenía espacio en la mente para el presente, pues las imágenes del pasado, las imágenes del horror, lo ocupaban todo.

Como en sueños vivió el regreso a Tenochtitlan. Regresaron por el lago de Texcoco. La canoa en la que venía se deslizaba suavemente por las aguas. Esta vez no hubo recibimiento, no hubo escolta de nobles esperándolos, todos estaban muertos. Había pasado un mes de la matanza del Templo Mayor y aún podía percibirse el olor a muerte en el ambiente.

Conforme se adentraban a la ciudad, el corazón de Malinalli aceleraba sus latidos y hacía correr dolor por sus venas. Para evitarlo, cerraba los ojos y procuraba no pensar en nada. No quería ver los signos del desastre.

Al llegar al palacio de Axayácatl, Cortés se reunió de inmediato con Pedro de Alvarado para pedirle explicaciones. Lo había dejado al mando porque pensaba que podía manejar perfectamente a los tenochcas, quienes veían en él a una representación de Tonatiuh, la deidad solar. Cuando se dirigían a él no lo hacían por su nombre sino por el de «Sol». Pero Cortés no contaba con que la responsabilidad que le dejaba iba a resultar superior a él. El miedo a perder el control lo empujó a organizar la matanza.

Era verdad que desde que los españoles habían llegado a Tenochtitlan, los orgullosos tenochcas los miraban con recelo. No entendían la conducta de su gobernante. Moctezuma, como monarca, se había caracterizado por su valentía, su sabiduría, su enorme religiosidad y la firmeza con su mano dura para controlar el imperio. Ante los españoles, en cambio, se mostraba débil y sumiso, por lo que los tenochcas no salían de su asombro.

La gente en las calles se preguntaba si Moctezuma había perdido la razón, si Tenochtitlan se encontraba sin cabeza, sin dirigente y no tardó en aparecer un movimiento de resistencia encabezado por los señores Cacama, de Tezcoco, Cuitláhuac, de Iztapalapa, y Cuauhtémoc, el hijo de Ahuizotl.

Desde ese punto de vista, resultaba lógico que Pedro de Alvarado, ante el temor de una insurrección que no pudiera controlar con los pocos hombres que le habían dejado, decidiera asesinar a los mejores guerreros y los nobles más destacados que participarían en la celebración.

La matanza provocó la tan temida insurrección. Cortés le pidió a Moctezuma que le hablara a su pueblo desde la azotea del palacio para que se apaciguara. Pero el gobernante no fue bien recibido por su gente. Los tenochcas, exaltados, le lanzaron insultos y piedras. Moctezuma recibió tres pedradas. Los españoles dijeron que éstas fueron la causa de su muerte, pero según los testimonios de los indígenas, fue asesinado por los propios españoles.

Malinalli no entró en el juego de explicaciones. No dijo nada. El impacto de haber sido la última en mirar a los ojos del emperador antes de que se lo llevaran a sus habitaciones la mantuvo viviendo en un tiempo que no era ese tiempo. Se preguntaba si su pesadilla era parte de la realidad o la realidad parte de la pesadilla. Y ella, ¿en dónde estaba? Aún sin saberlo, vio cómo los mexicas eligieron como nuevo emperador a Cuitláhuac, el hermano de Moctezuma, quien de inmediato organizó a su gente para enfrentar a Cortés y sus hombres. Lo hizo tan bien que obligó a los españoles a iniciar la retirada. Trataron de huir por la noche, cuando la ciudad estuviera en calma y así poder llevarse con ellos el gran tesoro que habían acumulado.

El único momento en que Malinalli reaccionó y se instaló en el presente fue cuando estaban huyendo. Los tenochcas venían tras ellos. Una de sus flechas hirió al caballo que siempre había sido su aliado, el que había estado con ella en su bautizo, en la matanza de Cholula, en el combate contra Pánfilo de Narváez, su amigo eterno e incondicional. Cuando Malinalli lo vio caer herido, el tiempo se detuvo. Los sonidos de la batalla se congelaron en el aire. Ya no escuchó nada. Todo lo que la rodeaba desapareció del campo de su mirada. Sólo el caballo existía, sólo el caballo moría. Malinalli sintió un dolor profundo. No quiso dejarlo ahí tirado, agonizando; no quería que fuera alimento para los gusanos. Se abrazó a él. En sus ojos vio el miedo, el dolor, el sufrimiento. De inmediato los relacionó con los ojos que Moctezuma tenía cuando cayó herido por las piedras. Había bondad en esos ojos. Había grandeza. Había señorío. Malinalli tomó con fuerza la macana con la que combatía a los tenochcas y le asestó al caballo un golpe mortal en la cabeza. Luego sacó de sus ropas un cuchillo y en un acto de locura procedió a cortarle la cabeza. Quería llevarla con ella, quería hacerle los honores que se merecía.

Estaba tan enfrascada en su labor, que perdió de vista que estaban huyendo, que la batalla seguía, que su vida corría peligro. Juan Jaramillo fue el que se dio cuenta de que un tenochca tomaba a Malinalli por el cabello con la intención de degollarla. Jaramillo disparó su arcabuz contra él y lo mató, luego corrió, tomó a Malinalli, quien aún no terminaba de cortar la cabeza del caballo, y la arrastró a la fuerza hasta las afueras de la ciudad, donde se sentaron a llorar su derrota. Malinalli, nuevamente ausente, permaneció recargada en el hombro que Jaramillo le ofrecía. Había mostrado gran fuerza y valentía esa noche.

Malinalli lamentaba no haber podido llevarse con ella la cabeza del caballo; Cortés, todo su tesoro.

Cortés, derrotado, se refugió en Tlaxcala, donde se recuperó y reunió nuevas fuerzas. Mientras tanto, una epidemia de viruela negra, portada por los esclavos cubanos que venían con los españoles, hizo estragos en la población. Una de las víctimas fue el mismo Cuitláhuac, quien falleció por esta causa.

Entonces subió al trono el joven Cuauhtémoc. Una de sus primeras acciones fue mandar ejecutar a seis hijos de Moctezuma que intentaban someterse a los españoles. A pesar de la epidemia, dio órdenes y tomó medidas para la defensa de la ciudad. Sabía que Cortés, apoyado por los tlaxcaltecas, planeaba un nuevo asalto a Tenochtitlan.

Cortés hizo construir trece bergantines para controlar la ciudad desde los lagos que la rodeaban. Se le unieron guerreros de Cholula, Huexotzingo y Chalco. Según sus propios cálculos, logró juntar más de setenta y cinco mil hombres.

Cuauhtémoc enfrentó la llegada atacando a los españoles cuando transitaban por las calles desde las azoteas de las casas. Cortés ordenó que se destruyeran las casas y así se dio inicio a la destrucción de la ciudad.