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Ahí supo Malinalli que el precio de las mantas de algodón y de los huipiles había subido porque los tlaxcaltecas, desde que se habían aliado con Cortés, habían roto su pacto de colaboración y habían dejado de dar tributo. Ahí supo de la indignación que provocó en la población el hecho de que Cortés no sólo hubiera sido recibido como gran señor por parte de Moctezuma sino que le permitiera adueñarse de todos los tesoros del palacio de Axayácatl sin mover un solo dedo. Cortés y sus hombres no sólo habían dispuesto de las joyas de los antiguos gobernantes sino de las del mismo Moctezuma. Su tesoro personal, el que había acumulado en sus años de reinado y que incluía los más bellos trabajos en arte plumario y en oro -en forma de penachos, pectorales, ajorcas, narigueras, tobilleras, rodelas, coronas, bandas para las muñecas y cascabeles de oro para los tobillos-, fue objeto de la rapiña.

En el patio del palacio de Axayácatl, los españoles se dedicaban a arrancar el oro de los finos trabajos de pluma y los fundían en lingotes. Al finalizar el día, el patio del palacio parecía un gallinero donde habían desplumado aves preciosas. Volaban plumas por el aire, huérfanas de arte. Volaban por todos lados junto con los sueños de quienes las habían imaginado, quienes las habían elaborado. Algunos sirvientes respetuosamente las recuperaban y al día siguiente las llevaban al mercado para venderlas como las plumas que pertenecieron a uno de los penachos -de Moctezuma, de su padre, Axayácatl, o de cualquier otro rey-; la gente las compraba y las valoraba, pero al hacerlo su indignación crecía y crecía, junto con el precio de los cuchillos y flechas de obsidiana.

Ahí, en el mercado, Malinalli palpó la inconformidad de los orgullosos tenochcas que no entendían, que no se explicaban cómo era posible que el emperador Moctezuma, el gran señor, no pudiera controlar la enfermedad del oro que aquejaba a los extranjeros. Los comentarios, cuchicheos y exclamaciones de enojo subieron de tono dramáticamente el día en que los españoles tomaron como rehén a Moctezuma, a manera de represalia por la muerte que cuatro de sus compañeros sufrieron a manos de Quauhpopocatzin, el señor de Nauhtlan, quien quiso demostrar que los extranjeros no eran dioses, que morían como cualquiera de ellos, pero con menos honor. Ese día, las flechas de obsidiana, las macanas y los escudos se pusieron a la alza. Los tenochcas se preparaban para la guerra.

El mercado, como corazón, como ente viviente, tenía vida propia: dormía, despertaba, hablaba, amaba, odiaba. Si despertaba con ánimos de guerra, se le sentía enfurecido, grosero, violento. Si, por el contrario, despertaba en paz, se le escuchaba alegre, risueño, danzante. Los cambios podían darse de un día para otro, y a partir de que Cortés apresó a Moctezuma, el mercado entró en un juego vertiginoso de acontecimientos. Cuando en una ceremonia Moctezuma juró obediencia al rey Carlos y aceptó su soberanía sobre la nación mexicana, el mercado explotó en injurias, hubo llantos de rabia y dolor. Cuando Cortés prohibió los sacrificios humanos y en un acto de" violencia subió al templo de Huitzilopochtli, se enfrentó con los sacerdotes que lo custodiaban, los venció y luego, con la ayuda de una barra de hierro, golpeó la máscara de oro que cubría la cabeza del ídolo y lo destrozó, colocando en su lugar una imagen de la Virgen María, el mercado mostró todos los rostros de la indignación.

Los puestos donde vendían pellas de copal fueron de los más visitados. Todo el mundo quiso comprar incienso para realizar en sus hogares una ceremonia de desagravio. El mercado respiraba odio, pero a los pocos días recuperó la tranquilidad. Cortés, para calmar los ánimos, autorizó que se llevara a cabo la fiesta de Toxcatl, la celebración mayor que el pueblo mexica realizaba año tras año en honor de su dios Huitzilopochtli. El mercado de inmediato suspiró y se relajó. Los preparativos para la celebración de la fiesta comenzaron. El amaranto, que servía para elaborar las esculturas comibles de dios, subió por los cielos, lo mismo que las plumas de colibrí que se utilizaban para decorarlo. La deidad solar de los mexicas, Huitzilopochtli, había nacido de una pluma que se depositó en el vientre de la señora Coatlicue, su madre, y por esta razón se le representaba con las más bellas plumas.

Malinalli también estaba entusiasmada con la fiesta. Era la primera vez que la iba a poder presenciar.

Lo que más la atraía era que Cortés había prohibido los sacrificios humanos durante la celebración, así que no habría espectáculos de sangre. Había oído que se trataba de una ceremonia imponente en la que participaban todos los nobles y grandes guerreros. Ejecutaban la danza del culebreo frente al Templo Mayor como una invocación a la energía de Coatlicue, la madre de Huitzilopochtli. Tras muchas horas de danza, los danzantes entraban en una especie de trance, de exaltación del espíritu, por medio de la cual se ponían en comunión con las fuerzas generadoras de la vida y, así, la danza se realizaba en dos planos: se danzaba en la tierra y en el cielo. La serpiente danzaba y volaba.

Malinalli consideraba un privilegio poder observar la celebración. Le gustaba estar en la gran Tenochtitlan, ser parte de ella. A veces, cuando regresaba del mercado no podía evitar pensar en lo diferente que habría sido su destino si en vez de haber sido regalada a los mercaderes de Xicalango, la hubieran destinado al servicio de Moctezuma: le habría encantado ser una de sus cocineras. Tener el privilegio de preparar para él uno de los más de trescientos platillos que día con día se cocinaban en su palacio. Seducirlo con sus artes culinarias de tal manera que en vez de probar su platillo y desecharlo para que sus súbditos se alimentaran de él, se viera obligado a comerlo todo, cautivado por la mezcla de sabores.

También hubiera sido muy interesante ser una de las artesanas que imaginaban joyas para él, que jugaban con los metales, que derretían el oro y la plata para convertirlos en tobilleras, brazaletes, orejeras y nariceras. Aunque pensándolo bien, el arte plumario hubiera sido, aparte de un honor, su actividad predilecta. Fabricar las capas y los penachos que el gran señor iba a usar cuando presidiera alguna ceremonia en el Templo Mayor. ¡Hacer que las plumas -esas sombras de los dioses- se convirtieran en soles que deslumbraran al mismo sol, al señor Huitzilopochtli!

Malinalli decidió entonces ponerle a uno de sus huipiles un bordado de plumas especial para la ocasión. Se dirigió al puesto donde vendían plumas preciosas cuando vio que la gente se arremolinaba en torno a un hombre. Se trataba de uno de los tantos corredores que llegaban desde la costa trayendo el pescado fresco para la mesa de Moctezuma. A gritos, informaba a todos que habían llegado unos barcos con otros españoles que decían venir en busca de Cortés.

Malinalli se enteró así, antes que Cortés, de la llegada de Pánfilo de Narváez.

Pánfilo llegaba en mal momento, la situación política era muy delicada. Sin embargo, Cortés no tenía otra alternativa que detenerlo, atajarlo, impedir que lo apresara y lo colgara acusado de insurrección por haber desobedecido a Diego Velázquez, gobernador de Cuba, quien había enviado a Cortés en un viaje de exploración y no de conquista.

Antes de irse a combatir a Narváez, Cortés dejó a Pedro de Alvarado a cargo de la ciudad. Cuando Cortés le informó a Malinalli que tenían que abandonar la ciudad para ir a combatir a Pánfilo de Narváez, ella se disgustó sobremanera. Muchas veces en su vida había tenido que abandonar lo que más quería o más le gustaba. Partir de cero para comenzar una y otra vez a crear un mundo nuevo. Abandonarlo todo para tenerlo todo. Pero al llegar a Tenochtitlan pensó que su peregrinaje había concluido. Que por fin podría echar raíces, así, tranquilamente, sin ruido y sin tumulto. En paz. No contaba con que las cosas se iban a complicar a grados inimaginables.

Cortés salió de Tenochtitlan rumbo a Cempoallan, donde Narváez se había establecido. Al llegar, se enteró de que Narváez se encontraba parapetado en el templo mayor del lugar. Como Cortés conocía bien la zona, decidió atacar por la noche, cuando menos lo esperaran. Una lluvia tropical pareció que lo iba a hacer cambiar de planes, pero sucedió todo lo contrario. Decidió atacar como la lluvia, inesperada e intempestivamente. Envió a ochenta hombres hacia el Templo Mayor y dejó al resto de la armada, a Malinalli, a los caballos y las provisiones en las afueras de Cempoallan.

Para Malinalli, aquélla fue una noche tormentosa en todos los sentidos. Ese día había comenzado a menstruar, los caballos lo sentían y se mostraban inquietos. Se tuvo que alejar de ellos y de los hombres para limpiar sus ropas manchadas de sangre y evitar que los caballos se alebrestaran. Malinalli pensaba que era más bien la luna y no el sol la que se alimentaba de sangre y que lo hacía de la sangre de todas las mujeres que menstruaban, porque había observado que siempre que menstruaba, había luna llena y fue así como comprendió que el ritmo lunar era exactamente igual que su ritmo menstrual. La luz de la luna expandía la sangre en sus espacios íntimos. La luz de la luna -la luz que esa noche iba a alumbrar el triunfo o la tragedia, la plenitud o la derrota, el éxtasis o la muerte-, la luz plateada que provocaba que el mar se extendiera, que todos los líquidos del cuerpo adquirieran sentido y cantaran un himno sangrante para inaugurar de nuevo la vida, para regenerarla, era la única que podía convertirse en su aliada.

Ofrendó su sangre a la luna para que esa noche estuviera del lado de Cortés, a pesar de estar oculta en una manta de nubes grises. No quería ni siquiera imaginar lo que pasaría con ella si resultaba vencido. Al parecer la luna la había escuchado y recibido su ofrenda. Había contemplado el éxtasis de sus líquidos y respondido favorablemente. Esa noche de mayo, Cortés tomó a Narváez por sorpresa y lo derrotó contundentemente a pesar de haber atacado con menos de trescientos hombres contra los ochocientos que Narváez comandaba, la mayoría de los cuales, después de la batalla, se unieron a Cortés, deslumbrados por las historias que habían escuchado acerca de que en Tenochtitlan abundaba el oro para todos.

Sin embargo, Cortés no tuvo tiempo para celebrar la victoria pues le llegaron informes de que los mexicas se habían sublevado en Tenochtitlan, debido a que Pedro de Alvarado había llevado a cabo una masacre en el Templo Mayor.