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Había apoyado la frente en los vidrios, deshecho, sintiendo que después de lo que había dicho, mi amor, mi alma, mi vida, se derrumbaban para siempre jamás.

Pero era menester concluir y me volví: ella estaba a mi lado, y en sus ojos-como en un relámpago, de felicidad esta vez-vi en sus ojos resplandecer, marearse, sollozar, la luz de húmeda dicha que creía muerta ya.

– ¡María Elvira!-exclamé, grité, creo.-¡Mi amor querido! ¡Mi alma adorada!

Y ella, en silenciosas lágrimas de tormento concluído, vencida, entregada, dichosa, había hallado por fin sobre mi pecho, postura cómoda a su cabeza.

* * * * *

Y nada más. ¿Habrá cosa más sencilla que todo esto? Yo he sufrido, es bien posible, llorado, aullado de dolor, y debo creerlo porque así lo he escrito. ¡Pero qué endiabladamente lejos está todo eso! Y tanto más lejos porque-y aquí está lo más gracioso de esta nuestra historia-ella está aquí, a mi lado, leyendo con la cabeza sobre la lapicera, lo que escribo. Ha protestado, bien se ve, ante no pocas observaciones mías; pero en honor del arte literario en que nos hemos engolfado con tanta frescura, se resigna como buena esposa. Por lo demás, ella cree conmigo que la impresión general de la narración, reconstruída por etapas, es un reflejo bastante acertado de lo que pasó, sentimos y sufrimos. Lo cual, para obra de un ingeniero, no está del todo mal.

En este momento María Elvira me interrumpe para decirme que la última línea escrita no es verdad: Mi narración no sólo no está del todo mal, sino que está bien, muy bien. Y como argumento irrefutable, me echa los brazos al cuello y me mira, no sé si a mucho más de cinco centímetros.

– ¿Es verdad?-murmura-o arrulla, mejor dicho.

– ¿Se puede poner arrulla?-le pregunto.

– ¡Sí, y esto, y esto! Y me da un beso.

¿Qué más puedo añadir?

FIN

1917