Salió por fin y se detuvo en la linde; pero era imposible permanecer quieto bajo ese sol y ese cansancio; marchó de nuevo. Al calor quemante que crecía sin cesar desde tres días atrás, agregábase ahora el sofocamiento del tiempo descompuesto. El cielo estaba blanco y no se sentía un soplo de viento. El aire faltaba, con angustia cardíaca que no permitía concluir la respiración.
Míster Jones se convenció de que había traspasado su límite de resistencia. Desde hacía rato le golpeaba en los oídos el latido de las carótidas. Sentíase en el aire, como si de dentro de la cabeza le empujaran violentamente el cráneo hacia arriba. Se mareaba mirando el pasto. Apresuró la marcha para acabar con eso de una vez… y de pronto volvió en sí y se halló en distinto paraje: había caminado media cuadra, sin darse cuenta de nada. Miró atrás y la cabeza se le fué en un nuevo vértigo.
Entretanto, los perros seguían tras él, trotando con toda la lengua de fuera. A veces, agotados, deteníanse en la sombra de un espartillo; se sentaban precipitando su jadeo, pero volvían al tormento del sol. Al fin, como la casa estaba ya próxima, apuraron el trote.
Fué en ese momento cuando Old, que iba adelante, vió tras el alambrado de la chacra a míster Jones, vestido de blanco, que caminaba hacia ellos. El cachorro, con súbito recuerdo, volvió la cabeza y confrontó.
– ¡La Muerte, la Muerte!-aulló.
Los otros la habían visto también, y ladraban erizados. Vieron que atravesaba el alambrado, y un instante creyeron que se iba a equivocar; pero al llegar a cien metros se detuvo, miró el grupo con sus ojos celestes, y marchó adelante.
– ¡Que no camine ligero el patrón!-exclamó Prince.
– ¡Va a tropezar con él!-aullaron todos.
En efecto, el otro, tras breve hesitación, había avanzado, pero no directamente sobre ellos como antes, sino en línea oblicua y en apariencia errónea, pero que debía llevarlo justo al encuentro de míster Jones. Los perros comprendieron que esta vez todo concluía, porque su patrón continuaba caminando a igual paso como un autómata, sin darse cuenta de nada. El otro llegaba ya. Hundieron el rabo y corrieron de costado, aullando. Pasó un segundo, y el encuentro se produjo. Míster Jones se detuvo, giró sobre sí mismo y se desplomó.
Los peones, que lo vieron caer, lo llevaron a prisa al rancho, pero fué inútil toda el agua; murió sin volver en sí. Míster Moore, su hermano materno, fué de Buenos Aires, estuvo una hora en la chacra y en cuatro días liquidó todo, volviéndose en seguida. Los indios se repartieron los perros que vivieron en adelante flacos y sarnosos, e iban todas las tardes con hambriento sigilo a comer espigas de maíz en las chacras ajenas.