Se me hacía tarde, como casi siempre, a las diez y media de la noche ya me había despedido de Félix y de Lola y cruzaba de nuevo la ciudad en un taxi igual que veinticuatro horas antes en Madrid, me palpaba los bolsillos en busca del carnet de identidad, del pasaporte, de la tarjeta de crédito, no confiaba en mi reloj y le preguntaba la hora al taxista, llegué a la estación y me pareció que era mucho más temprano de lo que indicaban los relojes porque se veía muy poca gente en el vestíbulo, y el expreso de Madrid ni siquiera estaba en el andén, habría que esperar, pero ya eran casi las once, qué raro, y la taquilla continuaba cerrada, y también el puesto de periódicos, y el bar, ya preveía la catástrofe, quién me mandaba fiarme de los trenes españoles, un empleado con la gorra en la nuca y un cigarrillo en los labios me dijo, mirándome como a un idiota, que cómo era posible que no me hubiera enterado, que había huelga de maquinistas. Pero yo tenía que irme, tenía que estar en el palacio de Congresos a las nueve de la mañana y no podía permitirme el gasto de un viaje en taxi, alquilaría un coche, si es que encontraba en Granada una de esas agencias de alquiler que están abiertas las veinticuatro horas, subí por la avenida de la estación buscando un bar donde hubiera teléfono y me crucé con la mujer que arrastraba la maleta, más despeinada y más vieja, con los zapatos más torcidos, hablando sola, al verme se paró y me hizo una señal para que me acercara, es mi sino, no tuve el valor de pasar de largo y me detuve, aunque jurándome que por nada del mundo le llevaría la maleta. «Oiga, perdóneme, podría usted decirme dónde está la cuesta Marañas? Yo no sé lo que han hecho con las calles, seguro que las han cambiado de sitio, o las habrán quitado, yo vivo en la cuesta Marañas pero no me acuerdo de dónde es, y lo malo es que tampoco me acuerdo de cuál será mi casa, así que como no encuentre a alguien que me conozca tendré que dormir en un portal. Su cara me suena. ¿Usted no me conoce?» Siguió hablando sola cuando escapé de ella y no quise ni volverme, pero no olvidaba su cara, pensé que se parecía un poco a mi abuela Leonor, y de hecho era la cara de mi abuela la que recordaba luego, después de medianoche, mientras conducía por la carretera de Madrid el Ford Fiesta que logré alquilar después de una serie de peripecias angustiosas y me preguntaba si aquella mujer habría encontrado a alguien que la guiara hasta la cuesta Marañas.

Tomé un par de cafés antes de salir, pero tenía sueño, me pesaban los párpados, me hipnotizaban los faros de los coches que venían de frente y las líneas blancas de la carretera, me dolían las vértebras de la nuca y los músculos del cuello y me daba miedo apoyar la cabeza en el respaldo, me mantenía rígido, apretaba muy fuerte el volante y pisaba el acelerador con una sensación de abandono y peligro, fijo en la línea blanca que parecía aproximarse velozmente hacia mí desde la oscuridad y se perdía luego en el retrovisor, cada minuto más aprisa y más lejos en la noche sin luna, entre colinas sombrías y rápidas hileras de olivos, tan fugaces como las imágenes que me provocaba el acecho del sueño, la mujer de la maleta caminando por los alrededores de la estación de Granada, el pelo blanco de mi abuela Leonor, aquella loca que subía al anochecer por la calle del Pozo con un adoquín escondido bajo la toquilla negra, las luces en las esquinas, las misma luces que yo veía ahora delante de mí, casas de campo abandonadas junto a la carretera, mi abuelo Manuel caminando de noche por una serranía muy próxima a los paisajes nocturnos que yo atravesaba medio siglo después a ciento veinte kilómetros por hora, un jinete con el que soñaba algunas veces, el tío Pepe cuando se volvió de la guerra, Miguel Strogoff en la portada de un libro que me compró mi madre para un cumpleaños, me daba cuenta de que iba a dormirme, sacudía la cabeza, reducía velocidad porque había visto delante de mí las luces traseras de un camión, me daba tiempo a adelantarlo, cambié la marcha y percibí en las plantas de los pies la vibración del motor y mientras adelantaba el camión me sentí suspendido entre la vida y la muerte, fuera del tiempo y de la realidad, como soñando que volaba, no volvía de visitar a Félix ni viajaba a Madrid para trabajar a la mañana siguiente como traductor simultáneo, tan sólo era la silueta de un hombre que conduce un automóvil y es alumbrada por los faros de otro que se cruza con él, escuchaba voces y canciones en la radio y la tenue luz verdosa y la aguja del sintonizador moviéndose de una emisora a otra como si yo atravesara todas las voces de la noche me hacían acordarme del severo aparato con cortinillas bordadas que había en casa de mis padres, muy alto, sobre una repisa de ladrillo encalado, tenía que subirme al sillón donde me daban la comida para alcanzar los mandos, y se oía un rumor de lluvia y de cascos de caballos y era que empezaba el serial de «El coche número trece», o que un jinete cabalgaba en una noche de lluvia y de truenos lejanos. Cada vez más aprisa, de una emisora a otra, ráfagas de canciones abolidas por un leve movimiento de los dedos, luces deslumbrándome, un indicador en un desvío a la derecha, Mágina, 54 kilómetros, pero en seguida quedó atrás, y yo conducía despejado y eufórico, con esa lucidez peligrosa que se parece tanto a la de la cocaína y que le llega a uno cuando ha logrado resistir la primera oleada del sueño. Ahora me acuerdo y no estoy seguro de saber explicártelo, era una mezcla de cobardía y de temeridad, un entusiasmo sin propósito, tan vertiginoso y tan vacío como la carretera que se prolongaba en línea recta delante de mí cuando pasé Despeñaperros hacia las tres de la madrugada y la aguja alcanzó la señal de los ciento treinta kilómetros en los primeros llanos de La Mancha, veía claridades rojizas en el horizonte y pensaba que ya iba a amanecer, pero eran luces de ciudades, había encontrado una emisora donde sonaba una canción de Otis Redding y repetía en voz alta la letra sin acordarme todavía de su título, levanté instintivamente el pie del acelerador al acercarme a la señal de una curva pronunciada a la izquierda y entonces vi los faros del camión y comprendí en un instante de verdadera claridad y terror que si no me apartaba iba a morir aplastado bajo sus ruedas, pero pisaba el freno y mi velocidad no disminuía, los faros amarillos me herían los ojos y el morro blanco del camión ocupaba todo el espacio del parabrisas, me estremeció el claxon y durante menos de un segundo una serenidad despojada y absoluta borró la angustia de morir. Tal vez giré el volante con los ojos cerrados. Cuando terminaron las sacudidas y volví a abrirlos el coche estaba parado, pero la radio aún seguía encendida y sonaba la misma canción que empecé a oír cuando entraba en la curva. Lo más raro no era estar vivo todavía, era que Otis Redding continuara cantando My girl como si en el último minuto no hubieran pasado años enteros.

Sube por la avenida Lexington abrigado como un esquimal y renegando de su suerte, del ruido y del humo del tráfico y del viento mojado de aguanieve que lo sorprende en todas las esquinas, hace más frío aún que en Chicago, lleva guantes forrados, bufanda, un chaquetón a cuadros rojos y negros, dos pares de calcetines, y como aquí no lo conoce nadie, se ha comprado un gorro de lana y unas orejeras, pero da igual, sigue muriéndose de frío, tendría que haberse quedado mirando la televisión en el hotel, le sale de la boca un vaho tan espeso como el que sube de las alcantarillas y de las resquebrajaduras del asfalto, se le ha puesto roja la nariz y tiene una gota helada en la punta, igual que el tío Rafael, que en paz descanse, quién iba a decirle al pobre que alguien se acordaría de él en Nueva York tantos años después de su muerte. Hace más frío que en la batalla de Teruel, los mendigos inflados de hojas de periódicos y harapos y envueltos en jirones de plástico caminan tan encorvados y lentos como las últimas tropas de Napoleón en la retirada de Rusia, como deportados a Siberia, así iría el invierno pasado por estas mismas calles sin corazón mi amigo Donald Fernández, con lo orgulloso que estaba cuando le concedieron la nacionalidad norteamericana, y junto a las aceras hay un barro infame de nieve pisada y aplastada por neumáticos de coches, se descuida uno y resbala al cruzar un semáforo y esta gente lo arrolla con menos miramiento que una manada de bisontes. Eso decía Donald, si te paras te aplastan, si tropiezas ya no te vuelves a levantar. Pues nada, hombre, piensa, aunque algunas veces olvida toda precaución y se le escapan palabras en voz alta, como a los negros orates que piden limosna agitando monedas diminutas de cobre en vasos de papel, ya has vuelto a Nueva York, como quien dice, ya estás de nuevo en la cima del mundo, en la Cloaca Máxima, te quejarás de la vida, a punto de celebrar tu trigésimo quinto cumpleaños, o treinta y cincoavo, como dirá sin duda el dinámico preboste que te hizo viajar desde Madrid a uno de los lugares más perdidos de la tierra para servirle de intérprete y de duplicador en inglés de sus discursos, está encantado el tipo, lo rejuvenece Manhattan, se ha inventado sobre la marcha un compromiso ineludible para no tomar el vuelo directo de Chicago a Madrid y quedarse unos pocos días más en Nueva York, pues Wagner sigue rugiendo en el Metropolitan tan implacablemente como las tormentas sobre el lago Michigan y él no quiere perdérselo, sobre todo ahora que ya no dice el Metropolitan, desde luego, sino el Met, se ha aprendido todas las abreviaturas y los giros adecuados, habla con desenvoltura del MOMA y de Las Gemelas y al referirse al vestíbulo del hotel no dice el hall, sino el lobby, se ha hecho una autoridad en sobreentendidos neoyorquinos y en nombres de tiendas, de restaurantes, de discotecas, de clubs de jazz, de galerías del Soho, no descansa, y hasta asegura con suficiencia de experto que el Village ya no es lo que era, y como ha descubierto que gracias a la huella de España en América lo entienden casi todos los camareros, botones y taxistas, ha decidido prescindir de su intérprete, que ahora, libre como un pájaro, más solo que un perro, vestido de lapón, desconsolado y aburrido bajo los precipicios de ladrillo sucio de la avenida Lexington y los mástiles tremendos de las banderas, se arrepiente de haber regresado a Nueva York y a la tarea absurda de seguir llamando por teléfono a una casa que no sabe donde está y en la que nunca hay nadie.

Antes de salir del hotel ha llamado de nuevo e incluso ha reunido el coraje suficiente para dejar en el contestador su número de teléfono y el de la habitación, así como una advertencia melancólica, Allison, soy yo, el pesado de siempre, me voy esta tarde a Madrid, a las seis y media, aunque más que la proposición de una cita era ya una despedida, ni siquiera eso, uno no puede despedirse de alguien con quien no se ha encontrado. Camina maldiciendo a Nueva York y a todas las ciudades donde sea invierno, riñe consigo mismo, con su sombra, piensa en inglés con un feroz acento americano, / wanna fly away, se acuerda de Lou Reed, que cuando canta parece que camina solo por estas mismas calles, y su sombra le responde en español, lo que tú quieres es salir pitando, lo provee de versos de canciones con una erudición desvergonzada que no hace ascos al bolero, ni a la canción española, ni a las rumbas más lumpen, tanto viajar y ver mundo y aprender idiomas para esto, para languidecer de abandono y melancolía en una habitación desde cuya ventana lo único que se ve de Nueva York son las armazones metálicas de un aparcamiento y mirar en la televisión abyectos concursos para matrimonios felices y películas de Imperio Argentina y Miguel Ligero que aparecen por sorpresa en el canal latino, más solo que un viajante: pues eso es lo que eres, se le burla la sombra, un viajante lunático de palabras, persiguiendo siempre como un galgo las palabras de otros, ebrio de sentimientos de películas y de canciones vulgares, asesinado suavemente por ellas, dame veneno que quiero morir, es como si llevara en la cabeza una radio donde las emisoras se confunden, Lou Reed, Juanito Valderrama, Antonio Molina, adiós mi España preciosa, la tierra donde nací, bonita alegre y graciosa, como una rosa de abril, canta la sombra para abochornarlo de nostalgia en la esquina de la Quinta Avenida y Central Park, y entonces el aguanieve se hace más densa y la sombra sin escrúpulos adquiere la voz de Armando Manzanero y susurra con una dulzura repugnante, ayer tarde vi llover, vi gente correr y no estabas tú. Ni llueve ni es por la tarde, aunque para el caso da lo mismo, unas nubes oscuras, veloces, muy bajas, cubren los últimos pisos de los rascacielos y borran las perspectivas al final de las calles, y la gente, a las doce, ya tiene la cara agria y la prisa huraña que se desbocará cuando salgan a las cinco en punto, y efectivamente hay mujeres con botas de goma que corren hacia el abrigo de las marquesinas, y desde luego no estabas tú, piensa decirle si la ve, o si en el último minuto, cuando ya tenga la maleta y la bolsa preparadas, sucumbe a la debilidad de llamar otra vez y por fin la encuentra en casa. Imagina que le habla, o que le escribe una carta muy larga, pensó hacerlo pero no sabía su dirección, aunque la sombra escéptica le advierte que tampoco le habría escrito de haberla sabido, si te conoceré yo, podías llamarla y no lo hiciste, al principio por pudor, y luego por desidia, o porque iba olvidándola, sólo se acuerda del pelo rubio cortado a la altura de la barbilla y del carmín rojo de los labios, y de la ropa que llevaba, una gabardina verde oscuro, un traje como de hombre, rayado y gris, una americana con las solapas muy anchas, se le veía el filo bordado del sujetador cuando se inclinaba hacia él durante la comida, un olor fresco y ácido a colonia. Es ahora, en América, cuando la recuerda con más intensidad y la echa dolorosamente de menos, a pesar de la sombra irónica que le murmura al oído, no te importaría tanto si hubieras pasado estos días con ella, te conozco, habrías empezado a auscultarte como un enfermo pusilánime en busca de síntomas de imperfección o de tedio, y si no hubieras podido diagnosticarlos el miedo al desengaño se habría convertido en pánico al amor, y ahora mismo, en secreto, estarías deseando marcharte lo más lejos posible, al otro lado del océano, huyendo no del sufrimiento sino de la incomodidad de la pasión, las llamadas de teléfono, las cartas leídas muchas veces, la supersticiosa reducción del mundo a una sola presencia, la vida ordenada y trivial de pronto intolerable, qué angustia, le dice la sombra aliviada, como un amigo en guardia contra sus peores costumbres, mejor así, soledad y confort y un pasaje de avión en el bolsillo, acuérdate de Félix, que dice no haber conocido nunca los trastornos sísmicos que tú llevas contándole desde los catorce años y seguramente ha gozado con Lola mucho más que tú con todo el catálogo de mujeres arrebatadoras y enigmáticas a las que has dedicado, en vano casi siempre, más energía y entusiasmo y dolor que a cualquier otro empeño de tu vida.