Pensé con remordimiento y temor que en los últimos tiempos no había cuidado su amistad, que tal vez él y yo confiábamos demasiado en la permanencia de antiguas complicidades gastadas poco a poco por la lejanía y la desidia: qué sabemos ahora el uno del otro, qué tienen que ver nuestras dos vidas. Él da clases de lingüística en la universidad, lee griego y latín, investiga no sé qué códigos o misterios sintácticos para programar ordenadores y sus dos únicas devociones aproximadamente pasionales son su diario cifrado y los compositores del barroco, pasa las Navidades y la Semana Santa en Mágina, alquila todos los veranos un pequeño chalet en la costa, me lo quedo mirando y lo veo tan distinto a mí y me pregunto siempre qué tenemos en común y por qué es mi mejor amigo desde hace casi treinta años. Sin duda él se hacía la misma pregunta aquella mañana, pero la cerveza y la música nos animaban lentamente, y recordábamos palabras como contraseñas, apodos tremendos, expresiones de Mágina, los disparates que sigue escribiendo Lorencito Quesada en Singladura, nos mirábamos de soslayo echándonos a reír, pues nos bastaban uno o dos gestos o la entonación de una frase para reconocernos, y cuando volvió Lola ya teníamos los ojos brillantes, de risa y de cerveza, porque Félix acababa de recitarme de memoria el soneto anónimo a Carnicerito de Mágina, del que yo ya ni me acordaba. Había en toda la casa una luz limpia de mañana de domingo que me parecía dotada de una transparencia semejante a la de la música que escuchábamos, unos conciertos para oboe de Haendel, me explicó Félix, una música que lo llenaba todo de una felicidad delicada y enérgica y actuaba sobre mí como aquellas cervezas un poco prematuras que estábamos bebiendo y como el sonido de la risa. Félix preparaba unos aperitivos en el mostrador de la cocina y Lola nos miraba a los dos echada en la pared, sonriendo, con los brazos cruzados y un cigarrillo en la mano, con simpatía y un poco de indulgencia, dónde vives ahora, me preguntó, con quién vives, cuántos días vas a quedarte con nosotros, y cuando le contesté que me marchaba aquella misma noche Félix movió la cabeza mientras examinaba la disposición de los vasos y los pequeños platos de las tapas que había estado preparando y dijo sin mirarme: «Nunca cambiará. Yo creo que llega a los sitios nada más que para irse cuanto antes de ellos.»

Ya no tenía duda, estaba dolido conmigo, pero jamás me lo diría, repetíamos las bromas de siempre, me hablaban de los niños y del trabajo y me preguntaban por el mío y Félix se me quedaba mirando como si no me oyera, como si buscara en mis ojos, en mi cara cansada, en los gestos nerviosos de mis manos, la respuesta a una interrogación que no era formulada con palabras y que las mías no iban a explicarle, y entonces me puse íntimamente en guardia y empecé a verme a través de sus ojos. En eso tampoco tengo remedio, puedo ser un extraño para mí mismo y observarme sin embargo desde el punto de vista de otro, no ya alguien que me conozca tanto como Félix, sino cualquier desconocido, y automáticamente tiendo a suponer que su dictamen será implacable y a darle la razón. Noté de repente que mis manos se movían con desasosiego y rapidez, que no sostenía mucho rato las miradas de ellos, que encendía un cigarrillo a los pocos minutos de apagar otro y se me acababa en seguida la cerveza del vaso, pero la atención de Félix no era reprobadora, sólo continua y minuciosa, como todos sus actos, como la manera que tiene de cortar el queso o de escribir los títulos de las piezas y los nombres de los músicos en las cintas que graba, lo veo hacer algo y me acuerdo de cuando estábamos en un pupitre de la escuela y escribía en su cuaderno rayado pasándose por los labios la punta de la lengua, una concentración absoluta y tranquila. Así es como se ha edificado la vida, sin variar nunca desde que lo conozco, pero también sin obstinarse en la rigidez de un propósito con esa voluntad que se alimenta de rencor y que tan justificadamente pudieron haberle inoculado las penurias de su infancia, su padre inmóvil en la cama por una parálisis irreversible, su madre fregando suelos y vistiéndolos a él y a sus hermanos en el ropero de Auxilio Social, de nada de eso habla, contra nada lo he visto nunca rebelarse, ni siquiera en los tiempos en que casi todos nosotros nos complacíamos en aspavientos de rebelión, pero tampoco ha claudicado ni se ha sometido, es el mismo de hace veinticinco años y del verano pasado, y ella, cuando la veo junto a él, me da la misma impresión de serenidad y permanencia, como si hubieran nacido así los dos y se hubieran limitado a seguir una especie de instinto que los protegía y los mejoraba. No se han gastado, como tú y yo, en años de extravío ni en amores estériles, no parecen haber conocido la desesperación ni la discordia, viven juntos y tienen hijos y los cuidan y van a trabajar y ven películas en la televisión después de haberlos acostado y seguramente luego se desean y se entregan, los he visto mirarse y me he fijado en cómo se rozan por casualidad y se sonríen, no con esa felicidad idiota a lo Doris Day de los recién casados permanentes que se exhiben delante de los matrimonios amigos y acaban llamándose mamá y papá, los oigo y vomito, te lo juro, sino con pudor y experiencia, como quien lleva toda su vida haciendo algo y lo hace muy bien, como un hombre y una mujer habituados a un vínculo que ha probado su eficacia a lo largo del tiempo. Tú y yo tenemos miedo, no hemos pasado juntos ni diez noches todavía, tenemos miedo de lo que el tiempo vaya a hacer con nosotros y cada hora nos parece un regalo del azar, no hemos poseído nada que no fuese frágil o que sintiéramos indudablemente nuestro, pero ellos no, yo creo que carecen del sentido de la incertidumbre como carecemos nosotros de cualquier idea de perduración. Se mudaron el año pasado a este piso de ahora, porque el anterior, con los niños, se les había quedado muy pequeño, han firmado una hipoteca y han comprado muebles nuevos a plazos y no se sienten agobiados ni atrapados, Félix me lo enseñó mientras Lola hacía la comida, y yo pensaba en mi casa, en los apartamentos donde he vivido a salto de mata en los últimos diez años, sin más pertenencias que un radiocassette, unos cuantos libros y cintas, una maleta que me prestó alguien para una mudanza y no le devolví y una bolsa de viaje, lugares tan refractarios a cualquier presencia como habitaciones de hotel, sin cuadros en las paredes ni fotografías enmarcadas en los aparadores, sin una tarjeta con mi nombre bajo la mirilla de la puerta, edificios enteros habitados por gente que vive sola, por parejas con un perro, como máximo, tabiques delgados tras los que se oyen los ruidos de alguien pero que lo confinan a uno en una distancia de monasterio tibetano, se muere uno de un colapso cardíaco mirando la televisión y tardan más tiempo en hallar su cadáver que si se hubiera perdido en el desierto de Australia.

«Y aquí mi santo santórum, como diría Lorencito Quesada», dijo Félix: su habitación, con una pared enteramente ocupada por los libros y los discos y una ventana por la que se veía una colina de casas blancas y jardines con cipreses, el equipo de música que sólo usaba él, acuarelas de Mágina y del valle del Guadalquivir desde los miradores, la mesa amplia y despejada, el ordenador donde escribe todas las tardes su diario, un almanaque de El Sistema Métrico con una foto antigua de la plaza del General Orduña. Había encontrado las acuarelas en Madrid, en un puesto del Rastro, y las consiguió por muy poco dinero, aunque el vendedor le aseguraba que eran de un pintor bastante célebre en los años treinta: acaso porque los colores estaban muy desleídos no se veía en ellas la ciudad tal como es, sino como uno puede recordarla cuando lleva fuera mucho tiempo. La conversación no se afianzaba, nos quedábamos callados y yo bebía un trago de cerveza o miraba a mi alrededor en busca de un cenicero y cuando Félix me lo ofrecía encontraba sus ojos y me parecía que estaba a punto de preguntarme algo, pero en seguida nos salvaba una broma, un juego de palabras sin demasiado éxito, casi una coartada para eludir el silencio. Él o yo empezábamos a hablar y nos dábamos cuenta de que la atención del otro era sobre todo un gesto de cortesía. Durante la comida la presencia de Lola nos tranquilizaba, y mirábamos las noticias de la televisión con el alivio de permanecer callados sin que se notara el silencio. Estaban entrevistando a un hombre de pelo rizado y gris que hablaba muy rápido y llevaba unas gafas de montura transparente. Félix dejó el tenedor, dio un golpe en la mesa y se echó a reír: «Pero míralo, si parece mentira, ¿no sabes quién es?» Yo estaba distraído y cuando miré otra vez la pantalla se veía una formación de carros de combate en el desierto. «¿De verdad que no lo has conocido? ¡El Praxis, hombre, el que nos daba literatura en el instituto! Es diputado, lo acaban de nombrar director general de no sé qué. También a él le ha entrado vocación de centinela de Occidente.» No me acordaba, y a los cinco minutos ya había vuelto a olvidarme, cómo iba yo a saber que al cabo de dos meses, ahora mismo, aquel nombre formaría parte de la trama de mi vida, y que el domingo en casa de Félix y mi secreta envidia y el peso de mi desarraigo eran al mismo tiempo los episodios de un punto final y de un preludio esbozado en la orilla del desastre. Había viajado en tren durante toda una noche para buscar a mi amigo y a medida que transcurría la tarde me ganaba la decepción de no haberlo encontrado, no por culpa suya, sino porque yo era incapaz de corregir la sensación de hallarme muy lejos y percibía gradualmente los síntomas del desasosiego, las miradas al reloj, el cálculo de las horas que me quedaban para llegar sin apuro a la estación, el deseo de estar ya en otra parte y de que Félix no se diera cuenta. Nos bebimos despacio más de la mitad de la botella de malta que yo le había regalado, y al anochecer, algo beodos, fuimos a buscar a sus hijos, y él sugirió que antes de recogerlos tomáramos una cerveza en un bar del vecindario. Saludaba a casi todo el mundo por la calle y el camarero lo llamó por su nombre. A la segunda cerveza se acodó en la barra y me habló tan serio que no reconocía del todo su voz. «No sé lo que te pasa, pero estás raro, conmigo no puedes disimular. Estás nervioso, tienes prisa, llegaste esta mañana y no ves la hora de irte. Lola también se ha dado cuenta. A lo mejor es que llevas demasiado tiempo viviendo en esos países donde no sale el sol más que en los anuncios. Yo que tú me volvía. ¿No dices que ahora trabajas por tu cuenta? Pues igual puedes ganarte la vida aquí que en Bruselas. Además hay otra cosa, y me da vergüenza decírtela. Casi no hablo con nadie, no me río con nadie. Soy el presidente de la comunidad de propietarios de mi bloque. Me acaban de reconocer el cuarto trienio. Y no debería decírtelo, pero te echo de menos. Tú a lo mejor no lo sabes, porque vives fuera y no te fijas, pero la gente que conocíamos está cambiando mucho. Es como en una película de marcianos que vi hace poco en la televisión. Los extraterrestres llegan a un pueblo y en lugar de conquistarlo con pistolas de rayos se apoderan del alma de la gente. Tú estás con tu mujer, o con algún amigo, y al principio no le notas nada, pero luego ves que tiene los ojos como vacíos y que anda un poco rígido y es que ya se ha convertido en marciano. Alguien que es todavía normal da una cabezada y cuando vuelve a abrir los ojos ya es otro, aunque sigue hablando igual y tiene la misma cara. Esta mañana, cuando te vi, me dio miedo de que tú también hubieras empezado a transformarte. Ahora me quedo más tranquilo, pero no me fío, ni siquiera de mí. ¿Vas a volver pronto?»