Me tapo los oídos por miedo a escuchar esa canción, pero el insomnio de la noche está poblado de rumores que parecen palabras susurradas en un idioma extranjero, me escondo bajo las sábanas, me tapo la cabeza con la almohada, oigo mi sangre y mi respiración, imagino que yo soy ese niño dormido al que va a picar una serpiente, que los pasos suben en mi busca y no puedo despegar los labios para llamar a mis padres, en el silencio de la calle permanece el eco de las últimas canciones que cantaron las niñas antes de retirarse a sus casas, ay qué miedo me da de pasar por aquí, si la momia estará escuchándome a mí. Cuando salimos de casa de mi abuela Leonor y estoy casi dormido en brazos de mi padre miro el volumen sombrío de la Casa de las Torres y su portalón cerrado y sus ventanales vacíos y pienso en el fantasma de la mujer a la que enterraron viva, y cuando subimos por la calle del Pozo en dirección al Altozano (me han tapado la boca con la bufanda de lana, y la chaqueta de mi padre y sus manos huelen a tabaco y a tierra húmeda y a hierba segada) oigo acercarse unos pasos y unos golpes de bastón que me obligan a cerrar los ojos como cuando estoy vislumbrando una pesadilla, porque sé que si los abro veré bajar por la acera a ese hombre ciego que lleva un abrigo muy grande y unas gafas negras y camina rozando las paredes con su mano extendida. Luego Félix me pide que le cuente una historia de miedo, sentados al atardecer en el escalón de su casa, mirando los juegos brutales de los otros, y yo le hablo de la mujer emparedada y del ciego al que le dispararon a los ojos dos balas de sal y del niño que dormía sin saber que se le estaba acercando una serpiente. Siempre quiere que le siga contando, y cuando se me acaban las historias que le he oído a mi abuelo las continúo inventando peripecias nuevas mientras hablo, acordándome de películas y de ilustraciones de libros: he descubierto que los libros están llenos de palabras y de voces silenciosas, lo sé porque mi abuelo abre de vez en cuando un gran volumen que guarda en la caja del reloj y es como si levantara la tapa de un baúl lleno de palabras. El libro tiene los cantos requemados, y mi abuelo me explica con orgullo que lo rescató de la hoguera a donde los milicianos habían arrojado todos los libros y los muebles del cortijo donde trabajaba cuando estalló la guerra. «Una gracia que hiciste», dice mi abuela Leonor, «que un poco más y te tiran también a ti a la lumbre». Cuando estoy solo busco el libro y lo pongo sobre la mesa igual que mi abuelo y recorro las páginas buscando las palabras que él dice en voz alta, pero yo sólo veo signos que no puedo descifrar, me humedezco el pulgar, como hace él, para pasar las páginas, sigo las líneas con el dedo índice de mi mano derecha, busco los grabados, que me impresionan más que las imágenes de una película, coches antiguos con los faros encendidos corriendo por una carretera al filo de un precipicio, mujeres vestidas con sombreros de plumas y abrigos de pieles, malvados con la nariz aguileña y la cara torcida que sostienen revólveres. Le hablo a Nadia en voz baja y miro frente a nosotros el grabado del jinete y aunque sé que es imposible tengo la sensación de que lo he visto hace muchos más años de lo que yo creía, en una de las páginas con los filos requemados de aquel libro que leía mi abuelo Manuel, la misma sensación de aventura y de sueño, de lejanía y viaje hacia la oscuridad por un sendero montañoso, mi abuelo atravesando la sierra de Mágina en una noche de tormenta estremecida por los aullidos de los lobos y los relinchos de los juancaballos, Miguel Strogoff perseguido por los tártaros en el primer libro que me compraron cuando supe leer, mi padre subiendo a caballo de la huerta cuando ya están encendidas las luces y apareciendo en una esquina de la calle Fuente de las Risas. Dejo a Félix, voy corriendo hacia él, descabalga de un salto, me levanta en sus brazos, noto su barba áspera en mi cara cuando me da un beso, me alza un poco más y me sienta sobre la albarda del caballo, me da miedo y vértigo, casi me caigo, soy un inútil y él seguramente lo sabe desde que nací, me dan terror los animales, hasta las lagartijas, pero él me sostiene y me pone las riendas en la mano y entonces yo también soy un jinete y me imagino que cabalgo por una película, perseguido por los indios, diciéndole adiós a Félix con la mano, un adiós muy rápido, para no caerme al suelo.

Y es ahora, mientras le hablo a Nadia, mientras las palabras vienen a mis labios tan involuntariamente y tan sin tregua ni orden como las imágenes de un sueño, cuando surge ante mí un recuerdo intacto y perdido, no un recuerdo, sino algo más poderoso y material, la sensación de ir montado en un caballo detrás de mi padre, abrazado a su cintura, apretando, porque él me lo ha dicho, las piernas y los talones contra el lomo, sintiéndome llevado y protegido por su fortaleza, dejando atrás las últimas cuestas empedradas de Mágina y descendiendo por un camino entre trigales verde claro y jaramagos: voy con él e imagino que cabalgamos hacia una aventura leída en los libros, sé que tengo ocho o nueve años y que dentro de poco abandonaremos la casa en la Fuente de las Risas y nos iremos a vivir con mis abuelos a la plaza de San Lorenzo, he visto a mi padre quedarse absorto por las noches delante de un papel en el que traza números de manera incesante, los he oído hablar de mudanza y de tierra y de miles de duros y he sabido que algo estaba a punto de sucedemos, algo más grande que la llegada de la radio o de la hornilla de butano. Bajamos por el camino, mi padre detiene el caballo junto a una casa pequeña que tiene hundido el tejado, baja de un salto, tiende la mano hacia mí y me dice que salte, no me atrevo, noto en su cara el desagrado, me ayuda a bajar, ata el caballo al tronco de un álamo seco. La casa está en ruinas, las veredas y las acequias están borradas por la hierba, el agua verde oscuro de la alberca apenas puede verse bajo las ovas y los juncos. Más allá de las terrazas abandonadas de la huerta se extienden las olivares que bajan hasta la orilla del río y en el sol de la tarde vibra el azul puro de la Sierra. Mi padre enciende un cigarrillo, pasa su mano derecha por mi hombro, me lleva por veredas umbrías bajo las copas de las higueras donde se agita con el viento suave un escándalo de pájaros. Ahora recuerdo el modo en que pisaba aquella tierra abandonada, el entusiasmo secreto con que arrancaba una mata de mala hierba y apretaba en su mano los grumos adheridos a la raíz, en cuclillas, con el cigarro en la boca, mirándome con una sonrisa de felicidad, de pasión e inocencia que hasta entonces yo nunca había visto en sus labios y en sus ojos: tenía treinta y dos o treinta y tres años y el pelo recio y ya casi blanco acentuaba la juventud de su cara cobriza. Tal vez si no hubiera visto en el baúl de Ramiro Retratista las fotografías que le hicieron cuando yo no había nacido no podría acordarme ahora de la expresión de su cara ni entender que aquel día, al pisar la tierra que había comprado y removerla con sus manos y dejarla escurrirse entre sus dedos estaba tocando la materia misma del mejor sueño de su vida.