Oigo mi voz lenta y oscurecida por el sueño, y aunque he vuelto a despertarme del todo las palabras me traen poderosas sensaciones visuales que fluyen delante de mis ojos tan detalladamente como la figura del jinete colgada enfrente de nosotros, las palabras no cuentan, invocan, la memoria es una mirada pura y arcaica que me convierte en un testigo inmóvil de lo que estoy diciendo, y me oigo hablar igual que me oye Nadia, abrazado a ella en la serenidad de un viaje que sólo ahora he sabido o me he atrevido a emprender, cobijado y en paz, abandonado entre la conciencia y el sueño, como cuando iba con mis padres al cine y me asombraban en la pantalla el tamaño y los colores de las cosas y a punto de dormirme mi madre me tomaba en sus brazos y yo me iba durmiendo con los ojos entornados mientras veía la película, como cuando salíamos tarde de casa de mis abuelos, una noche de invierno, el frío de la calle me daba en la cara, recién salido del calor del brasero, de tanto sueño que tenía se me doblaban las piernas, y mi padre me cogía en brazos y me envolvía la cara en una bufanda de lana y me decía, cierra la boca, no vaya a entrarte el frío, la lana suave y picante humedecida por el vaho del aliento, la felicidad de ser llevado y abrigado y de ir mirando las luces en las esquinas y en el interior de las casas, en los comedores de donde viene el rumor de platos y conversaciones de la cena, de programas de radio donde sonaban pasodobles taurinos, los pasos de mis padres resonando en la calle vacía mientras me conducen al refugio seguro, blando y caliente de mi cama, las casas más altas de noche, sobrecogedoras como siluetas de gigantes, y en el duermevela del niño que apoya la cara en el hombro de su padre las voces y las imágenes de la visita inmediata disgregándose ya en materiales de sueños, un hule donde está dibujado el mapa de España y Portugal, una habitación a oscuras donde arde una mariposa de aceite sobre el mármol de una mesa de noche en recuerdo de las ánimas del purgatorio, una alacena con rejilla de alambre cuyo interior huele a especias y a tajadas de lomo sumergidas en manteca y de la que saldrá un lobo con las fauces abiertas en el transcurso de una pesadilla. Era, igual que ahora, la delicia y la intriga de extrañarlo todo y de no ser casi nada y casi nadie, una presencia al margen de las vidas de los mayores, que hablaban en torno a la mesa camilla o a la lumbre en un idioma todavía muy poco conocido y en una dimensión inaccesible del espacio, la mesa donde apoyaban los codos y cuya superficie yo apenas alcanzaba a ver alzándome de puntillas, los aparadores donde ponían las cosas para que yo no las tirara, las estanterías más altas de la alacena, la repisa sobre la que estaba la radio, muy grande, iluminada de noche, con algo de capilla o de sagrario, el reloj de pared cuya puerta abría mi abuelo todas las noches para darle cuerda ceremoniosamente con una llave tan dorada como el péndulo que yo miraba hipnotizado a través del cristal, viendo durante un segundo mi cara borrosa en su bruñida superficie y escuchando el ritmo de sus engranajes. Era vivir una vida clandestina en un reino de gigantes, hecho colosalmente a la medida de su estatura, moviéndome por lugares que ellos pisaban y no veían, tan lejanos y altos, ceñudos, deshechos por el trabajo, complacientes conmigo o silenciosos de ira, incomprensibles, misteriosamente dignos de piedad, tan severos y enigmáticos en sus conversaciones que yo espiaba con la misma impunidad que un gato y sin comprender mucho más de lo que un gato habría comprendido, arrodillado en los rincones, persiguiendo una pelota o una bola de goma bajo las tarimas de los braseros, queriendo alzarme para abrir una puerta, colándome donde ellos no me veían en los dormitorios con las cortinas echadas, en los graneros donde jugaba a nadar en un océano de trigo, en las cámaras con orzas olorosas a manteca y aceite y jamones crudos enterrados en sal, en las mismas habitaciones que ellos ocupaban y que para mí eran varias veces más grandes, con las paredes mucho más altas, con las oquedades de sombra mucho más temibles. Gateaba entre sus piernas, me introducía bajo las faldillas escuchando sus relatos sin fin sobre las cosechas y la guerra o una cualquiera de sus admoniciones, ten cuidado, no vayas a quemarte en el brasero, no te asomes a la puerta de la calle, no te acerques al gato, que te puede arañar, apártate de la lumbre, vete de la cocina, que puedes quemarte con el aceite de la sartén, no prendas papeles en la lumbre, que te mearás por la noche, no arrastres latas a patadas, que se morirá tu madre, no le des vueltas al paraguas, no dejes monedas en la mesa cuando vas a comer. Alzaba las faldillas, miraba en torno a la mesa el conciliábulo irreal de varios pares de piernas y de zapatos, veía los ojos fosforescentes del gato, que me miraba como si reconociera a un semejante y se frotaba contra las piernas de alguien, tal vez mi madre o mi abuela Leonor, y las brasas candentes bajo la ceniza tenían un resplandor de diamantes o de lava, sobre todo cuando alguien removía el brasero con la paleta y provocaba una incandescencia que me hacía acordarme de las erupciones de volcanes que había visto en el cine. Algunas mujeres se ataban a las piernas cartones con cintas de goma para que el calor del brasero no les llenara la piel de unos sarpullidos que llamaban cabrillas. Cerrando los ojos jugaba a que era invisible, escondiéndome en un baúl vacío del pajar jugaba a que estaba muerto o no había nacido o me había marchado de mi casa y podía oír sin embargo sus conversaciones sobre mí, su angustia por mi muerte o mi ausencia, oía pasos acercándose, oía la voz de mi madre o de mi abuela Leonor que me llamaban por todas las habitaciones de la casa, desde el portal, subiendo por las escaleras, temblando yo al oírlas acercarse, igual que los héroes de las películas cuando estaban escondidos en la selva y los perseguían los malvados con cintas negras en el pelo, dientes apretados y blancos y espadas curvas de piratas malayos, o golpeando tambores febriles en las aventuras de Tarzán, que me gustaban sobre todo por las piernas blancas y desnudas y los pies descalzos de Jane, me daban ganas de levantarle la breve falda de piel, de introducir mi mano en su escote tan cálido, no tienes remedio, dice Nadia riéndose, espiaba y juzgaba a los mayores como a los habitantes de esos mundos muy lejanos de la Tierra en los que sucedían algunas novelas de la radio y películas en blanco y negro cuyo recuerdo no me dejaba luego dormir, decidía en secreto no atender sus llamadas porque me había cambiado de nombre, elegía ser un niño perdido en un bosque y amenazado por un lobo y unos minutos después yo era el lobo o el árbol de copa inalcanzable bajo el que el niño dormía, me transmutaba en un jinete, en una serpiente, en un juancaballo, me tendía debajo de la cama y cerraba los ojos y era aquella mujer a la que según mi abuelo habían enterrado viva en el cementerio, subía a las habitaciones más altas y al abrir una alacena era mi abuelo o el médico don Mercurio y la pistola de juguete o el almirez que llevaba en la mano eran una lámpara de petróleo con la que iba a alumbrar a la emparedada de la Casa de las Torres.

Nos habíamos mudado del cuarto de la viga y ahora vivíamos en una casa que se me antojaba inacabable, en otra calle que daba a los terraplenes de las huertas y al valle del Guadalquivir, pero yo casi nunca me asomaba a la puerta, y cuando lo hacía era para sentarme en el escalón a esperar a mi padre, quieto siempre, dócil, paciente, cobarde, mirando con envidia y terror a los otros niños desconocidos que jugaban, mordiendo un hoyo de pan y aceite rebosante de azúcar o una onza de chocolate. El chocolate había que comérselo muy despacio, bocados chicos y mucho pan, repetía mi madre, no sólo para que durara más, sino porque si uno se lo comía demasiado aprisa podía hacerle daño en el estómago. En todas las cosas usuales se escondían propiedades maléficas: el agua demasiado fría del botijo podía matarlo a uno de calenturas, entre el musgo de los tejados se criaban serpientes venenosas que algunas veces caían a la calle y a las que sólo podía inmovilizar y volver inofensivas el quinto hijo de una descendencia de varones, si uno era capaz de contar todas las estrellas en una noche de verano lo mataba Dios, si no se apagaba el brasero antes de irse a dormir la candela soltaba un humo que envenenaba a la gente dormida. Todos los niños de la calle me parecían más grandes que yo, y si me invitaban a jugar con ellos era para engañarme, decía mi madre, para quedarse con mis bolas relucientes de níquel o con los tebeos recién comprados del Capitán Trueno que miraba apasionadamente mucho antes de aprender a leer. Aún no conocía a Félix, que era casi tan callado y tan miedoso como yo, que vivía al fondo de un corral de vecinos, en unas habitaciones umbrías en las que nunca me atreví a entrar, porque en una de ellas estaba siempre acostado su padre, inválido, rígido sobre la cama, quejándose del dolor que le había paralizado los huesos y que lo estaba matando tan despacio que tardó veinte años en morir. Me asomaba a la puerta, esperaba sentado, notando el frío de la piedra en las nalgas, pero el tiempo era eterno, mi padre no venía nunca, cuando se encendían las luces en las esquinas y el aire estaba oscuro y olía a humo y se escuchaban las campanas de la oración en las iglesias y los balidos de las cabras que volvían del campo era que mi padre estaba a punto de volver y que iba a empezar la novela en la radio, entraba en casa, en el portal empedrado, me asomaba con miedo al corredor de sombra que daba a las cuadras y al corral, olía a piedra húmeda y a estiércol, era como la boca de aquel túnel por el que caminaba un niño en una película, y el suelo era de piedra, no de losas ni de adoquines, sino una superficie ondulada de piedra viva, eso le decían, nacida y crecida allí como una criatura mineral, brillante de humedad como el lomo de una ballena, saltaban chispas cuando la golpeaban los cascos del caballo, ya en la noche cerrada, cuando mi padre había venido y volcaba en el portal una carga de hierba que llenaba toda la casa de un olor a savia y a tallos segados. Había espigas que pinchaban las manos y unas flores verdes que llamaban panecitos o plátanos y que dejaban en la boca un jugo muy dulce, pero no era bueno comer hierba, ni los tallos más tiernos, al que comía hierba se le hinchaba el vientre y se caía muerto en mitad de la calle, como en el año del hambre, decían, y yo imaginaba inacabablemente todo un año angustioso sin comer, un año que entonces contenía el tiempo inmóvil de la eternidad. Exploraba la casa, invisible, sin que mi madre lo supiera, porque en realidad no era yo quien estaba allí ni ellos eran mis verdaderos padres, me deslizaba en la penumbra mientras mi madre, sentada junto a la ventana, cerca de la radio iluminada, cosía algo, el hilo tenso extendido hacia arriba y la punta de la aguja brillando entre sus dedos, la luz verdosa de la radio, la luz azulada de la hornilla de gas, el invento del siglo, había dicho mi abuelo Manuel cuando la vio, un adelanto prodigioso, ya no hacía falta levantarse al amanecer para traer leña de la cuadra ni soplar hasta quedar exhausto, y la casa no se llenaba de olor a humo, el olor de la pobreza, decían, una mañana mi padre volvió del mercado antes de su hora de costumbre y con él venía un hombre vestido con un mono azul que traía una gran caja de cartón y de su interior salió aquella cosa blanca que resplandecía y que luego empezó a despedir fuego, no el fuego amarillo, naranja, rojo y violento de la leña, sino un fuego de color azul, una lumbre circular, domesticada, muy tenue, que se encendía aproximándole una cerilla, que silbaba antes de brotar y dejaba un olor muy pesado en el aire: había que tener mucho cuidado, les oí decir, que el niño no toque los mandos, que no se os olvide nunca apagarlo, porque nos envenenaríamos y nos moriríamos todos, como aquella mujer de la que contaban que había muerto mientras dormía por culpa de una hornilla de butano, se le olvidó apagarla y el gas estuvo saliendo toda la noche, silbando, como una serpiente, subiendo despacio por las escaleras, como esa niebla letal que mataba a los egipcios en «Los diez mandamientos». Un día me llevaron de la mano a una casa en la que ya se habían congregado todas las vecinas y mi madre me tomó en brazos para que viera un mueble nuevo instalado sobre un aparador: una especie de radio, forrada de madera brillante, con botones blancos y una pantalla gris y convexa que de pronto se inundó de una luz que hería los ojos y en la que apareció, como en un cine diminuto, una mujer rubia que leía sin mirar las hojas de papel desplegadas ante ella y pronunciaba todas las eses. Se produjo un parpadeo de blancos y grises, la mujer rubia ya no estaba, se veía a un matador hincando el estoque en la cerviz de un toro y todas las vecinas aplaudieron.