«Atronando de gloria las Españas», decidió el inspector, sin ver ni oír a la guardesa, «el fuego del valor en las entrañas». «Y de cuerpo pues será como usted, poquita cosa, pero muy concertada, aunque tampoco la he visto bien, porque parece que está sentada en un sillón, ni asomarme adentro he querido, por miedo a estropear algo, a los muertos no hay que tocarlos hasta que el juez diga que los levanten, claro que ella no está tendida, y a mí me parece que tampoco está muerta, cómo va a estarlo, si tiene la piel tan suave como un melocotón, pero muy pálida, eso sí, como la cera, será porque esas damas he oído yo decir que tomaban vinagre…» «¡Del olvido las torvas espadañas!», casi gritó de entusiasmo el inspector, y temiendo no acordarse luego de un endecasílabo tan indiscutible volvió a su escritorio y lo anotó en el margen de un oficio, fingiendo que apuntaba algún detalle de la declaración de la guardesa. Una hora después, extenuado por la imposibilidad de no seguir repitiendo en silencio palabras absurdas terminadas en «añas» y de lograr que la guardesa ajustara su narración a un orden cronológico, el inspector Florencio Pérez oprimió enérgicamente varios timbres, sostuvo dos conversaciones telefónicas colgando luego el auricular con la adecuada violencia, se puso la gabardina y el sombrero y dio orden de preparar un automóvil adscrito al parque de la comisaría, al objeto de presenciarse con la mayor prontitud en el lugar de los hechos, según explicó más tarde en un informe cuya redacción le costó más desvelos que la primera estrofa del soneto al general Orduña, a la cual añadió en los sótanos de la Casa de las Torres un verso que terminaba en «telarañas», por las muchas que tuvo que apartar con infinita repugnancia de su cara y sus manos cuando procedió a la detenida inspección ocular de lo que llamó en su informe el escenario del crimen, no tanto porque creyera que se había cometido uno como por el escrúpulo de no repetir al cabo de sólo cuatro líneas «el lugar de los hechos».

En sus memorias constan los nombres de los testigos que bajaron con él al sótano donde había aparecido la mujer incorrupta: el médico don Mercurio y su cochero Julián, el forense Galindo, Medinilla, el escribiente del juzgado, que con los años llegó a regentar una opulenta gestoría y a convertirse en procurador en Cortes por el tercio sindical, el guardia Murciano, la guardesa contumaz, y por último Ramiro Retratista y su ayudante Matías, que era sordomudo desde que pasó un día entero sepultado bajo los escombros de una casa hundida por un obús. Para escarnio del inspector, en cuanto llegó don Mercurio, a quien por cierto nadie había llamado, los otros se inclinaron con reverencia unánime ante su autoridad y a él dejaron de verlo, como si no existiera, como si no fuera él quien ostentaba en ese momento y en la Casa de las Torres la máxima jerarquía. «Se trata de un caso insólito de momificación», dijo el forense cuando la guardesa cerró las puertas de la calle y las voces de la vecinas se escucharon con la lejana confusión de un zureo de palomas. «No creo que sea más insólito que yo mismo», dijo don Mercurio, parado junto al inspector como si no lo viera, admirando distraídamente las columnas de mármol y los arcos inseguros del patio: «A mi edad comprenderán ustedes que de lo que más entiende uno es de momias.» «Por la ropa que lleva yo diría que fue emparedada hará sesenta o setenta años.» En los casos desesperados el inspector Florencio Pérez procuraba restablecer su tambaleante autoridad con un matiz científico. «¡Sesenta años!», la guardesa gritó como si reprobara una blasfemia, haciendo sonar amenazadoramente el manojo de llaves. «Sesenta siglos más bien, desde que hicieron la casa. Sería cautiva de los moros…» «No diga usted disparates, señora», Medinilla, el escribiente del juzgado, que era soplón de la secreta, esgrimió ante la guardesa su cartapacio abierto y la estilográfica con la que hacía como que tomaba notas, «que yo aquí lo apunto todo, y luego consta».

Caminaban sorteando estatuas despedazadas y montones de escombros sobre los que crecían malvas y jaramagos, y al llegar al hueco abovedado bajo la escalinata con peldaños de mármol los pasos y las voces adquirieron una resonancia de cripta. «Cuidado con los escalones», dijo la guardesa, «que son muy traicioneros». Bajó delante el inspector, que llevaba una poderosa linterna con acanaladuras cromadas, y ya nadie habló, ni la guardesa, mientras cruzaban sótanos y corredores que conducían a otros sótanos idénticos, ocupados por muebles grandes como catafalcos y armazones podridos de carruajes barrocos. Cuando la linterna alumbró el nicho que un albañil había descubierto del todo la guardesa se santiguó con un rápido garabateo piadoso y todos, salvo don Mercurio, se mantuvieron a una cierta distancia, mirando las sombras que desplazaba sobre los muros el círculo de luz, en medio de los cuales, como una imagen de cera en una hornacina, con la majestad de una estatua egipcia de advocación desconocida, con las manos cruzadas sobre el regazo de un vestido a la moda del Segundo Imperio y la nuca apoyada en un sillón de respaldo muy alto, la muchacha incorrupta miraba al vacío con sus ojos azules a los que la linterna arrancaba destellos de vidrio. Pero no había en ella nada sobrecogedor, sino más bien una especie de naturalidad imperturbable, como si en vez de llevar setenta años emparedada se acabara de sentar en el sillón de un gabinete para recibir con sosiego a sus amigos más íntimos, que por respeto no se le acercarían hasta no ser llamados uno a uno por ella.

Sin volverse, como un cirujano absorto en la dificultad de una operación, don Mercurio requirió sus gafas, su maletín, la luz. A su lado, muy atento, obedeciendo instantáneamente los gestos de sus manos, Julián se inclinaba para mirar a la muchacha y obligaba a los otros a guardar la distancia que seguía apartándolos de don Mercurio. Era Julián quien sostenía ahora la linterna, pues el inspector Florencio Pérez se la había entregado con una docilidad que él mismo consideró íntimamente imperdonable, y durante más de un minuto, hasta que la guardesa encendió su farol de petróleo, sólo la figura de la muerta, resplandeciente y lívida, con el cabello polvoriento brillando en torno a su cara como una gasa negra, permaneció fuera de la oscuridad que envolvía a los otros, sombras cobardes que se rozaban sin reconocerse y se oían respirar mientras la silueta pequeña y jorobada de don Mercurio se movía despacio ante el nicho iluminado, haciendo rápidos ademanes como de liturgia o de conjuro con sus dedos extendidos, que rozaban sin tocarla la cara de la momia y al enredarse a uno de los bucles de sus sienes levantaron una tenue nube de polvo que hizo toser al medico y a su ayudante.

«Observe, Julián», dijo don Mercurio, «que esta joven no se resistió al emparedamiento. ¿La encerraron aquí después de narcotizarla y cuando despertó fue presa de un colapso que ni siquiera le dio tiempo a un movimiento de pánico? Examine las falanges de sus dedos – y don Mercurio se quitó las gafas de pinza y adhirió al cuévano amarillo de su ojo izquierdo una lupa diminuta, aunque muy potente: todos los enterrados vivos presentan en la exhumación señales muy parecidas. Unas gastadas, falanges rotas, torsión antinatural de los miembros. Ojos desorbitados, mandíbulas abiertas, desencajadas por los gritos de terror. Esta señora o señorita no. Observe su posición: tranquilidad perfecta. Las singulares condiciones ambientales de esta cripta obraron el prodigio que a esa pobre mujer le ha parecido un milagro. Un hecho infrecuente, pero no excepcional, como muy bien saben los arqueólogos y las autoridades eclesiásticas. ¿Qué me dice, Julián?» Al cochero la sabiduría de don Mercurio le producía a veces una felicidad muy próxima a la congoja del llanto: «Qué me va a parecer, que es usted una eminencia, don Mercurio.» «No me dé coba, Julián, que ya tengo un pie en la frontera del gran enigma y me son indiferentes las vanidades del mundo. Hechos, Julián, facts, que dicen los ingleses.» «Prudencia, don Mercurio», dijo Julián, mirando de soslayo a los otros, «que hay por aquí mucho partidario de las potencias del Eje». Don Mercurio acercó ahora su lente a una pupila de la muchacha muerta, como un oftalmólogo que le examinara la vista. «Llevo un cuarto de siglo siendo aliadófilo, Julián. No querrá usted que a un paso de la tumba me haga partidario del Kaiser.» «Si ya no hay Kaiser, don Mercurio», dijo el escribiente, que se les había acercado con su instintiva cautela de soplón, «ahora quien manda en Alemania es el Führer».

«Pues vaya diferencia», el médico ni siquiera se volvió. Requiriendo a Julián para que aproximara más la lámpara había rozado los pómulos de la momia con el dedo índice de la mano derecha y se frotaba su yema lenta y delicadamente con la del pulgar para percibir con exactitud la textura del polvo que lo manchaba, sutil como el de las alas de una mariposa. Parecía que estuviera tocando el mármol de una estatua o la superficie de un lienzo que temiera dañar con el roce de sus dedos, incluso con la cercanía de su aliento. Con la punta de un pañuelo limpió la medalla que relucía en el escote de la muerta y sopló muy suavemente en el pequeño cristal que protegía una imagen color sepia de Cristo coronado de espinas. Luego dio unos pasos atrás, siempre mirando a la muchacha, y al devolver la lupa a Julián, que la guardó escrupulosamente en el maletín, antes de ajustarse de nuevo sobre la corva nariz los lentes de pinza, se frotó los ojos y por un momento pareció mucho más viejo y más débil, como si una fatiga repentina le acentuara la joroba o estuviera a punto de sufrir un desmayo. Julián, que adivinaba en seguida sus estados de ánimo y las vacilaciones alarmantes de su salud, entregó al inspector la linterna y dejó en el suelo el maletín, preparándose para sostener con discreción aquel cuerpo tan liviano como un muñeco de paja, arrimándose a él, como hacía otras veces, para evitar que se cayera, porque temía que si dejaba que don Mercurio se deslizara hasta el suelo se le desarmaría para siempre. Pero el médico sólo tanteó imperceptiblemente el aire en busca del brazo de su cochero, y al encontrarlo cerró en torno a él su mano derecha con una fuerza que ya no era más que pura obstinación, y un segundo más tarde, como si al apretarle el brazo hubiera recibido una parte del vigor de su pulso, volvió a erguir la cabeza, se puso el sombrero e hizo frente con su irónica gallardía de siempre a las miradas interrogativas y un poco amedrentadas de los otros.

«En mi opinión», dijo, «y a reservas de lo que tenga que decir mi docto colega, a quien al fin y al cabo corresponde el dictamen del foro, lo más prudente sería no mover el cuerpo. Como usted, tan acertadamente, mi querido inspector, conjeturaba, esta joven fue emparedada aquí hace unos setenta años. Lo sé, para mi desgracia, porque me acuerdo de que así se vestían las jóvenes de buena familia en mi primera juventud. ¿Y quién nos asegura que no se deshará en polvo cuando intentemos trasladarla, por mucho cuidado que pusiéramos? Le supongo al tanto, inspector, de los trabajos del llorado egiptólogo mister Cárter, a quien por cierto tuve el honor de ser presentado hace mucho años en Madrid. Momias que se mantuvieron en perfecto estado de conservación durante cuatro milenios pueden quedar dañadas irreparablemente por una claridad excesiva, un cambio brusco de temperatura o un aire ligeramente húmedo».