Fue Lorencito Quesada quien descubrió y quiso revelar al mundo, o a Mágina, las memorias inéditas del inspector y luego subcomisario Florencio Pérez, y quien buscó, sin fruto alguno, dinero y patrocinio para publicarlas, movido por un entusiasmo que jamás conoció el desaliento ni el éxito. Puede que nadie más que él en la ciudad tuviera noticias o sospechas de la vocación literaria del policía jubilado, que se había pasado la vida escribiendo versos y enviándolos, firmados con seudónimo, a casi todos los concursos de la provincia, obteniendo muy de tarde en tarde alguna flor natural que nunca recogió, por falta de valor y exceso de vergüenza, por un temor lacerante al ridículo que se le fue agravando con los años y lo llevó, casi en el lecho de muerte, a la tentación de quemar toda su obra tan laboriosamente mecanografiada en los reversos de los formularios oficiales, igual que había hecho o mandado hacer Virgilio. Hasta la época de su jubilación siempre se había abstenido de la prosa, por considerarla, como le confesó una vez a Lorencito Quesada, un género menor, pero cuando se quedó sin nada que hacer y se supo amenazado por una desidia y una melancolía que proliferaban sombríamente sin la distracción diaria del trabajo tuvo la ocurrencia de emprender la redacción de sus memorias, y entonces, si no las ganas de vivir, se le acentuó el miedo supersticioso a la muerte, pues temió que le llegara antes de que diera fin al relato de su vida. Era viudo, vivía en casa de una hija cuyo marido, un magnate de los videoclubes locales, lo desdeñaba abiertamente, tenía otro hijo inspector en Madrid, y un tercero, el menor, que de muchacho iba para seminarista, pero que inexplicablemente se echó a perder, se dejó el pelo por los hombros y decidió convertirse en vocalista de conjunto moderno. Cuando se jubiló, el subcomisario había esperado en vano que sus antiguos subordinados le rindieran un emotivo homenaje, o al menos que le regalaran una placa conmemorativa. Pero sólo Lorencito Quesada, atento a todo, le dedicó un artículo en Singladura , y él le escribió una carta de lacrimosa gratitud, guardó el recorte en una carpeta azul y se encerró en aquella especie de trastero donde su hija y su yerno lo tenían confinado con una máquina de escribir de segunda mano y un paquete de solicitudes en blanco del carnet de identidad que había sacado de la comisaría no sin un cierto sonrojo. Sólo cuando se puso seriamente a escribir se dio cuenta con estupor y desconsuelo de que no le había ocurrido casi nada en la vida. Así que la tarea que había imaginado agotadora se reveló muy pronto liviana y trivial, y en apenas un año de escribir todos los días tuvo contados los setenta de su vida entera, y una mañana, veinte minutos después de sentarse ante la máquina, ya había llegado al momento justo que estaba viviendo, de manera que se quedó un rato pensativo, revisó desganadamente las anotaciones de los últimos días, puso una nueva hoja en el carro y empezó tranquilamente a contar sus recuerdos del día siguiente, con una cierta sensación primero de irrealidad y luego de fraude, como si se permitiera una trampa menor en un solitario, y después siguió escribiendo cada vez con más desenvoltura e incluso alegría, y contó el regreso de su hijo menor, la oveja negra de su casa y la amargura de su vejez, que venía arrepentido, con el pelo cortado, con corbata y pidiéndole perdón, después de vivir durante varios años en una comuna de Ibiza, y luego un viaje a Madrid en el que paraba en la misma pensión donde solía hospedarse antes de la guerra y navegaba en barca por el Retiro y comía gambas a la plancha en la taberna del Abuelo y daba gracias al Cristo de Medinaceli por el regreso de su hijo pródigo: cuando murió, a principios de junio, sus memorias llegaban a los primeros días de la siguiente Navidad, en vísperas del homenaje que el Círculo Cultural y Recreativo de Mágina le ofrecía en el teatro Ideal Cinema con motivo de sus bodas de oro con la policía y la literatura.

A medida que el manuscrito se aventuraba en el porvenir y en la mentira iba volviéndose más lujosamente detallado, a diferencia de la narración de los hechos reales, en la que se advertía una apresurada o desengañada sequedad: el hallazgo de la mujer incorrupta no ocupaba más de media holandesa y carecía de toda revelación sorprendente, ya fuera porque el inspector había olvidado los pormenores o porque, como sospechó literariamente Lorencito, poderosos intereses ocultos lo seguían obligando cuarenta anos después a mantener el secreto. Ya entonces, en los primeros tiempos de su carrera, tenía el inspector la cara ensimismada de pena y laboriosa arrogancia que muestra en las fotos de Ramiro Retratista y que se mantuvo invariable hasta su vejez. «Míralo», dice Nadia, acordándose, reconociéndolo, casi con ternura, aunque hace dieciocho años que lo vio por primera y única vez, cuando ya era un viejo policía desolado que se negaba al oprobio de la jubilación. Separa la fotografía de las otras, se la muestra a Manuel, que permanece tras ella en silencio y ha empezado suavemente a abrazarla, sus dos manos buscando bajo la blusa. «No cambió nunca», dice Nadia, tenía la cara como hecha de rudo cartón, el pelo hincado hasta la mitad de la frente, planchado hacia atrás con brillantina y levantándose rebelde en tiesos mechones que no había modo de domar, las cejas como un doble arco negro, las facciones cuadradas y blandas, el labio inferior grueso y caído del que le colgaba siempre una colilla de picadura apagada, el mentón siempre oscuro, aunque se afeitaba dos veces al día, una cara imposible, pensaba él con dolor, tan imposible como su nombre, Florencio Pérez Tallante, un nombre tan desastroso para policía como para poeta, una ruina y una losa de nombre. Ramiro Retratista lo fotografió en el mismo lugar donde lo vería Nadia muchos años más tarde y casi en la misma actitud, sentado tras la mesa, bajo el crucifijo y la estampa de Nuestro Padre Jesús y el retrato de Franco, el teléfono a su derecha y la escribanía a su izquierda, la mano en la barbilla, como si quisiera parecerse a la efigie de un hombre pensativo. Estaba aburriéndose y contando sílabas con los dedos en su despacho de la plaza del General Orduña, junto a la torre del reloj, cuando un guardia entró para decirle que una mujer con aire y maneras de loca había venido a dar parte de la aparición de un cadáver no identificado, seguramente el de un cautivo del dominio rojo, sepultado tras el martirio en el sótano infame de alguna checa clandestina. Como primera precaución, y sin haberla visto ni escuchado todavía, el inspector Florencio Pérez, partidario siempre de medidas enérgicas, ordenó el arresto inmediato de la mujer delatora, pero cuando el guardia salía para cumplir la orden, que al propio inspector le había parecido de una sequedad y decisión admirables, la puerta del despacho se abrió del todo y la guardesa irrumpió en él, alzando el brazo derecho en un atrabilario arriba España y agitando tan ruidosamente como una cadena de penal el manojo de llaves que traía atado a la cintura. «Iba a avisarle al párroco de San Lorenzo», dijo tumultuosamente, sin dar tiempo ni a que el inspector pusiera en práctica un rapto de indignación, «pero me acordé de que ya no hay, y me dije, Gabriela, da parte en la perrera, que aquello es más autoridad».

Que a la comisaría le llamaran en Mágina la perrera sumía al inspector Florencio Pérez en un estado próximo a la mortificación: que una mujer desmelenada, con un ruinoso tabardo sobre los hombros, un manojo de llaves y unas hediondas botas de agua se colara en su propio despacho a esa hora tranquila de la mañana que él solía consagrar dulcemente a no hacer nada y a medir endecasílabos, le hablara a gritos y no diera muestras de miedo a su autoridad, pronunciando de paso la palabra perrera, estuvo a punto de producirle un colapso cardíaco. Un mediocre puñetazo en la mesa tuvo la virtud de volcar el cenicero sobre las hojas de los expedientes -entre las cuales solía esconder el inspector borradores de sonetos-, pero no mejoró en nada su opinión de sí mismo. No servía para ese trabajo, solía confesarle a su amigo de la infancia, el teniente Chamorro, a quien de vez en cuando se veía en la luctuosa obligación de detener, le faltaba carácter. «Señora», dijo, levantándose, limpiándose la ceniza que le manchaba el pantalón y las solapas, como a don Antonio Machado, «compórtese o la encierro por desacato y tiro a un pozo la llave». «Eso hicieron con ella», dijo la guardesa, cuyo aliento olía fétidamente a goma y a alcantarilla, como las botas de agua, «la encerraron en un calabozo y no tuvieron que echar la llave, porque le tapiaron la puerta para que no saliera nunca más». «Hombre, eso tampoco es», murmuró humanitariamente el guardia, pero no tan bajo que el inspector no lo oyera: «Usted habla cuando se le pregunte, Murciano», dijo con severidad, «salga y espere mis órdenes». El guardia tenía cara de campesino y carecía de porte para llevar un uniforme que le venía grande, y cuando adoptaba la posición de firmes el tres cuartos gris le caía a lo largo de su cuerpo mezquino como un lastimoso faldón. «¿Entonces no me llevo a esta mujer en calidad de detenida?» «En calidad de nada, Murciano», dijo el inspector, irritado porque un subalterno se apropiara de las queridas fórmulas del lenguaje oficial, «salga usted y no me caliente la cabeza, que ya le diré yo lo que hay que hacer cuando haya procedido al interrogatorio». «¿Así que no me va a encerrar en la perrera?» La guardesa volvió a acercarse al inspector, las manos juntas, como si rezara, como si estuviera a punto de caer de rodillas: «Si ya lo decía yo, si tiene cara de bueno, si parece un chiquillo», «¡Señora!» El inspector se puso en pie, comprobando una vez más que no era tan alto como se imaginaba en momentos pasajeros de euforia, y su segundo puñetazo en la mesa le deparó un agudo dolor en la mano, pues había golpeado el filo metálico de un pisapapeles que representaba la basílica de Monserrat. Lo sopesó mecánicamente, acordándose con inquietud de la facilidad con que cualquier objeto podía ser usado como arma homicida. «Siéntese», volvió a dejar el pisapapeles en la mesa, «cállese, no diga nada mientras yo no le pregunte, y hágame el favor de hablar con el debido respeto».

Pero era inútil, pensaba, nadie le tuvo nunca consideración, ni los delincuentes ni los subordinados, nadie, ni sus hijos, que después de su muerte le entregaron a Lorencito Quesada sus memorias sin mirarlas siquiera, como papel viejo que se regala a un trapero. Para tranquilizarse, el inspector lió un desmañado cigarrillo y mientras pasaba la lengua por el filo engomado del papel se quedó mirando, al otro lado de los cristales del balcón, la estatua del general Orduña, a quien esa misma mañana había empezado a escribirle un soneto. «El bronce inmortal de tus hazañas», murmuró con disgusto, pero sin rendirse, «el bronce inmemorial de tus hazañas». Con los dedos de la mano izquierda tamborileaba en el cristal contando las sílabas, tan absorto, tan desesperado por las dificultades de la rima que tardó en darse cuenta de que la guardesa, a sus espaldas, continuaba hablando sin esperar sus preguntas, sin el menor respeto a su autoridad: «… morena, sí señor, pero con los ojos azules, muy grandes, como si estuviera asustada. como se quedan las personas cuando les da un aire y ya no hablan ni conocen, con la raya en medio, como las damas antiguas, con moñetes y tirabuzones, con un vestido negro de mucho escote, negro o azul marino, o morado, no pude verlo bien porque el hueco está muy oscuro y yo no he querido abrirlo más para no tocar nada hasta que ustedes dispongan, y lleva un escapulario al cuello, en eso sí que me he fijado, yo creo que es un escapulario de Nuestro Padre Jesús…»