Изменить стиль страницы

– Entonces, ¿vendrá usted?… -preguntó tímidamente Clara.

– Digamos que encuentro argumentos de peso para hacerlo. Ya le he dicho a su marido que le daré una respuesta como mucho en una semana. Mañana me voy, pero no tardaré en llamarles. Esta tarde haremos fotos de las tablillas. Quiero llevármelas para estudiarlas con detenimiento. Siento irme sin conocer a su abuelo.

– Está enfermo, no se encuentra en condiciones de recibir a nadie. O está en el hospital o, en casa, acostado. Lo siento, porque a él también le hubiera gustado conocerle.

– Sería interesante que me contara cómo y en qué circunstancias encontró las primeras tablillas.

– Ya se lo hemos contado nosotros -respondió con prudencia Clara.

– Sí, pero no es lo mismo. Perdone que insista, pero si en algún momento mejora, me gustaría verle.

– Se lo diremos -respondió Ahmed-; a él y a sus médicos, que son los que deciden.

Yves Picot sentía curiosidad por conocer al abuelo de Clara. Tenía la impresión de que le daban excusas para que no se produjera el encuentro con el anciano, circunstancia que aumentaba aún más su curiosidad. Si decidía regresar insistiría; de momento, tenía que aceptar las explicaciones que le daban.

Ahmed envolvió cuidadosamente las tablillas. Sabía que Tannenberg se las reclamaría en cuanto regresara a la Casa Amarilla. El anciano no se separaba de ellas, hasta había mandado instalar en su dormitorio una caja fuerte para guardarlas. Sólo Fátima entraba en el cuarto de Tannenberg, que sólo se fiaba de ella. Años atrás, un criado que acababa de entrar a trabajar en la Casa Amarilla recibió una paliza por haberse introducido en la habitación de Tannenberg. El hombre no tenía nada que confesar, así que a pesar de los golpes recibidos nada pudo decir, pero fue despedido sin contemplaciones.

Las tablillas eran para Tannenberg una especie de talismán. Las había convertido en una obsesión, y esa obsesión la había heredado Clara.

Una vez envueltas las tablillas, las depositó en una caja metálica acondicionada para su transporte.

– ¿Por qué no habrá querido Picot cenar con nosotros esta noche? -preguntó Clara más para sí misma que a su marido.

– Mañana se marcha a primera hora. Estará cansado.

– ¿Crees que volverá?

– No lo sé; si yo fuera él, no lo haría.

En el rostro de Clara afloró una mueca de espanto. Parecía como si la hubieran golpeado.

– Pero ¿qué dices? ¿Cómo puedes decir eso?

– Es la verdad. ¿Crees que merece la pena venir a un país sitiado a buscar tablillas?

– No se trata de buscar tablillas, se trata de encontrar el Génesis según Abraham. Es como si alguien le hubiera dicho a Schliemann que no merecía la pena buscar Troya o a Evans que renunciara a encontrar Cnossos. ¿Qué te pasa, Ahmed?

– ¿No lo ves, Clara? ¿No ves lo que le está pasando a este país? No ves el hambre de los otros porque tú no lo sufres. No ves la angustia de las madres que saben desahuciados a sus hijos o maridos por falta de medicinas, porque a tu abuelo no le faltan. En la Casa Amarilla el tiempo no existe.

– ¿Qué te pasa conmigo, Ahmed? ¿Qué me reprochas? Empezaste a comportarte así en Roma, y desde que hemos regresado te noto cada día más a disgusto e incómodo conmigo. ¿Por qué?

Se miraron midiéndose el uno al otro, evaluando el desencuentro acaso irreversible que se había producido entre ellos, sin saber en qué momento ni por qué.

– Ya hablaremos. Éste no me parece el mejor momento.

– Sí, tienes razón, vámonos.

Salieron del despacho. En el antedespacho aguardaban cuatro hombres armados, los mismos que acompañaban a Clara dondequiera que fuera.

Cuando llegaron a la Casa Amarilla cada uno buscó un lugar donde poder estar lejos del otro. Clara se fue a la cocina en busca de Fátima. Ahmed se encerró en su despacho. Colocó en la cadena de música la Heroica de Beethoven, se sirvió un whisky con hielo y, sentado en un sillón con los ojos cerrados, intento recomponerse por dentro. Sólo tenía una solución: dejar la Casa Amarilla para siempre e irse al exilio o continuar muriéndose por dentro poco a poco. Si se quedaba tendría que hacer un esfuerzo con Clara; ella no admitía nada a medias, y menos aún los sentimientos. Pero ¿podría él continuar viviendo con ella como si no sucediera nada, como si a él no le sucediera nada?

Abrió los ojos y se encontró a Alfred Tannenberg mirándole fijamente. La mirada del anciano era despiadada y brutal.

– Dime, Alfred.

– ¿Qué pasa?

– ¿Qué pasa? ¿A qué te refieres?

– ¿Dónde está la caja con las tablillas?

– ¡Ah, la caja! Perdona que no te la haya llevado inmediatamente. Me he venido directo a mi despacho, me duele la cabeza y estoy cansado.

– ¿Problemas en el Ministerio?

– Es el país quien tiene problemas, Alfred. Lo que ahora suceda en el Ministerio de Cultura es irrelevante. Pero no, no tengo problemas; en realidad, no tengo trabajo. No hay nada que hacer por mucho que mantengamos la pantomima de que vivimos en la normalidad.

– ¿Vas a empezar ahora a criticar a Sadam?

– Daría lo mismo si lo hiciera, salvo que alguien me denuncie y termine en alguna cárcel.

– No nos conviene que maten a Sadam. A nuestro negocio le viene bien que las cosas continúen como están.

– Eso es imposible, Alfred, ni siquiera tú vas a poder cambiar el curso de la historia. Estados Unidos va a invadir Irak y se quedará con el país; a los estadounidenses les pasa lo que a ti: les viene bien para sus negocios.

– No, no lo harán, Bush es un bravucón que gasta su energía en amenazas. Pudieron acabar con Sadam durante la guerra del Golfo y no lo hicieron.

– O no pudieron o no quisieron. Pero da igual lo que hicieran entonces; ahora atacarán.

– Te he dicho que eso no sucederá -afirmó con ira Tannenberg.

– Sí, sí sucederá. Y nos arrasarán. Nosotros combatiremos; primero contra ellos, luego entre nosotros, suníes contra shiíes, shiíes contra kurdos, kurdos contra cualquier otra facción, da lo mismo. Estamos sentenciados.

– ¡Pero cómo te atreves a decir estos disparates! -gritó Tannenberg-. ¡Ahora resulta que tienes el don de la profecía y nos condenas a todos!

– Tú lo sabes mejor que yo. Si no lo supieras, no estarías forzando la excavación en Safran. No estarías cometiendo los errores que sabes que cometes, no te habrías puesto al descubierto como lo has hecho. Siempre he admirado tu inteligencia y tu sangre fría; no me decepciones diciendo que no va a pasar nada, que esto es una crisis política más.

– ¡Cállate!

– No, es mejor que hablemos, que digamos en voz alta lo que no nos atrevemos ni a pensar, porque sólo así podremos evitar cometer más errores de los necesarios. Necesitamos ser francos el uno con el otro.

– ¿Cómo te atreves a hablarme así? Tú no eres nadie, eres lo que yo he querido que seas.

– Sí, en parte tienes razón. Soy lo que tú has querido que sea, no lo que quiero ser yo. Pero estamos en el mismo barco. Te aseguro que no me gusta navegar contigo en esta travesía, pero ya que no tengo otro remedio, intento evitar el naufragio.

– Di lo que tengas que decir. Puede que sea lo último que digas en esta casa.

– Quiero saber qué has planeado. Tú siempre tienes una vía de escape. Y no entiendo qué pretendes. Aun en el caso de que Picot venga a excavar, contaremos como mucho con seis meses, y en ese tiempo es imposible obtener resultados. Lo sabes como yo.

– Estoy protegiendo a Clara, le estoy salvando la vida y le estoy dando un lugar en el futuro. Hago bien en hacerlo, porque veo que tú no eres el hombre que la puede proteger.

– Clara no necesita que nadie la proteja. Tu nieta vale más de lo que tú estás dispuesto a reconocer. No me necesita, ni a mí ni a nadie; lo único que necesita es liberarse de ti, de mí, de todos nosotros, salir de este agujero.

– Te estás volviendo loco -la voz de Tannenberg volvía a ser dura como el hielo.

– No, estoy más cuerdo que nunca. Imagino que estás forzando las cosas porque sabes igual que yo que a Irak le quedan pocos meses de ser un país, un país como lo hemos conocido, y el futuro será, usaré un adjetivo benevolente, cuanto menos incierto. Por eso te estás preparando para regresar a El Cairo. No te vas a quedar aquí cuando empiecen a bombardear, cuando los americanos «pasen lista» a los amigos de Sadam. Pero mientras, has organizado una buena haciendo público que puede haber una Biblia de Barro .

– Es la herencia de Clara. Si encuentra la Biblia de Barro no tendrá que preocuparse el resto de su vida por nada. Obtendrá el reconocimiento internacional, será la arqueóloga que siempre ha querido ser.

– ¿Y qué papel te has reservado tú?

– Yo me estoy muriendo. Lo sabes bien. Tengo un tumor que está devorándome el hígado. Ya no tengo nada que ganar ni que perder. Moriré en El Cairo, puede que dentro de seis meses, quizá menos. Exigí a los médicos que me dijeran la verdad; pues bien, la verdad es que me muero. Tampoco es una gran novedad puesto que voy a cumplir ochenta y siete años. Pero no me moriré sin encontrar la Biblia de Barro . Aunque este país entre en guerra, sobornaré a quien haga falta para tener hombres que trabajen día y noche en Safran. No descansarán hasta encontrar las tablillas que estamos buscando.

– ¿Y si no existen?

– Están ahí, lo sé.

– Pueden estar hechas añicos. Entonces, ¿qué harás?

Tannenberg se quedó en silencio sin ocultar el odio inmenso que empezaba a sentir contra Ahmed.

– Te diré lo que voy a hacer: voy a comenzar a proteger a Clara. No me fío de ti.

El anciano dio media vuelta y salió de la estancia. Ahmed se pasó la mano por la frente. Estaba sudando. La discusión con el abuelo de Clara le había dejado exhausto.

Se sirvió otro whisky y se lo bebió de un trago. Escanció otro, pero éste decidió tomarlo poco a poco, pensando.