Los hechos ocurrieron así: llegué una tarde cansado, derrumbado, derrotado, sin un carajo de ganas de vivir. Yo no resisto una ciudad con treinta y cinco mil taxis con el radio prendido. Aunque vaya a pie y no los tome, sé que ahí van con su carraca, pasando noticias de muertos que no son míos, de partidos de fútbol en los que nada me va, y declaraciones de funcionarios mamones de la teta pública que están saqueándome a mí, Colombia, el país eterno. "Yo te los quiebro -me repite Alexis-, decíme cuál". Nunca digo. ¡Para qué! Eso es tirarle a langostas con escopeta. "Niño -le dije a Alexis-, préstame tu revólver que ya no aguanto. Me voy a matar". Alexis sabe que no bromeo, su perspicacia lo siente. Corrió al revólver y para que no me quedara una sola bala se las vació al televisor, lo único que encontró: estaba hablando el presidente, para variar. Que no sé qué, que el peso de la ley. Fue lo último que dijo esta cotorra mojada, y nunca más volvió a abrir su puerco pico en mi casa. Después silencio, silencio en mis noches calladas que están cantando las cigarras, arrullándome el oído con su eterna canción, que oyó Hornero.

Mayor error no pude cometer con la quiebra de ese televisor. Sin televisor Alexis se quedó más vacío que balón de fútbol sin patas que le den, lleno de aire. Y se dedicó a lo que le dictaba su instinto: a ver los últimos ojos, la última mirada del que ya nunca más.

Las balas para recargar el revólver se las compró este su servidor, que por él vive. Fui directamente a la policía y les dije: "Véndanmelas a mí, que soy decente. Aparte de unos cuantos libros que he escrito no tengo prontuario". "¿Libros de qué?" "De gramática, mi cabo". ¡Era un sargento! Este desconocimiento mío de las charreteras era vivida prueba de mi verdad, de mi inocencia, y me las vendió: un paquetote pesado. "¡Uy, vos sí sos un verraco! -me dijo Alexis-. Consigámonos una subametralladora". "Niño, 'consigámonos' somos muchos. A mí no me incluyas". ¡Pero cómo no incluir en el amor!

Los próximos muertos de Alexis fueron tres soldados. íbamos por el parque de Bolívar, el principal, cuando los vimos de lejos en una requisa. Si Alexis traía el fierro, lo mejor era desviarnos. "¿Y por qué?" "Hombre, niño, porque nos van a requisar y te lo van a quitar. ¿No ves que somos sospechosos?" Me incluí en el "somos" por delicadeza; aquí nadie sospecha de los viejos, que ya están probados: atracadores viejos no los hay, unos con otros hace mucho que se mataron, pues si bien es cierto que perro no come perro, atracador sí atraca a atracador. "Desviémonos". Que no, y seguimos. Y claro, nos detuvieron. Más les valía no haber nacido. ¡Tas! ¡Tas! ¡Tas! Tres tiros en las puras frentes y tres soldados caídos, tiesos. ¿Cuándo sacó Alexis el revólver? Ni alcancé a ver. Los soldados me iban a requisar a mí ya que me metí en el charco a alborotar los tiburones, para seguir con mi niño. Ya no siguieron. Aunque en su ultimísimo instante en vida querían, ya no pudieron. Los muertos no requisan. De un tiro en la frente a cualquiera le borran la computadora.

Era tan asombroso el suceso, tan imprevisto el suceso que no sabía qué hacer. Alexis tampoco. Se quedó viendo los cadáveres como hipnotizado, mirándoles los ojos. "Se me hace que lo mejor es que nos vamos yendo, niño, a almorzar".

Aquí el almuerzo era a las doce, pero con este cambio de las costumbres se ha ido pasando para la una y media. Alexis se guardó el revólver y seguimos caminando como si nada. Es lo mejor en estos casos: como si nada. Correr es malo. El que corre pierde la dignidad y se cae y lo agarran. Además, aquí desde hace mucho, pero mucho es mucho, ya nadie persigue ladrones. En mi niñez, recuerdo, los transeúntes viles, amparados por la dizque ley, solían correr tras el ladrón. Hoy nadie. El que lo alcance se muere, y el alma colectiva, gregaria, ruin, la jauría cobarde y maricona ya lo sabe. ¿Muchas ganas de perseguir? Se queda quietecito y nada vio, si quiere seguir viendo. Policías en torno no había y mejor para ellos: tres tiros le quedaban a mi niño en el fierro para ponerles a otros tantos en la frente su cruz de ceniza. Para morir nacimos.

Almorzamos sancocho, que es lo que se come aquí. Y para abrir más el apetito, cada quien una Pilsen, y no es propaganda porque son muy malas, es la pura verdad. Una cerveza Pilsen nos tomamos y yo pedí para el sancocho un limón. A todo le pongo. "Y nos trae, señorita, unas servilletas, caramba, ¿o con qué cree que nos vamos a limpiar?" Esta raza es tan mezquina, tan mala, que aquí las servilletas de papel las cortan en ocho para economizar: ponen a los empleados cuando no hay clientes a cortarlas: pa que trabajen, los hijueputas. Así es aquí.

Me limpié con el papelito la boca y se me embarraron los dedos… ¿Y en los sanitarios? En los sanitarios (le voy a explicar a usted porque es turista extranjero) no pueden poner papel higiénico porque se roban el rollo: cuando inauguraron el aeropuerto nuevo de Medellín, que costó una millonada, un solo día lo pusieron y nunca más. Fue la multitud novelera con sus niños a conocerlo y se robaron hasta los sanitarios. Ah, y los maleteros, o sea los que cargan las maletas, son los que inician los robos. Que ese "man" que va allá trae un fajo de billetes y dos maletadas de contrabando: en cualquiera de las tres bajadas del aeropuerto a Medellín lo bajan.

La otra vez, cuando volvía de Suiza, vi a un cristiano bajando a pie por una de esas carreteras como si anduviera en Grecia en una playa nudista, o sea como Dios lo echó al mundo a funcionar. Mi taxista no lo quiso recoger no fuera a ser un gancho para robarle el taxi. ¡Y yo convencido de que los taxistas eran los atracadores! No señor, o sí señor, aquí la vida humana no vale nada.

¿Y por qué habría de valer? Si somos cinco mil millones, camino de seis… Imprímalos en billetes a ver qué quedan valiendo. Cuando hay un cinco -digamos seis- con nueve ceros a la derecha, uno es un cero a la izquierda. Vale más un mono tití, de los que quedan pocos y son muy bravos. Nada somos, parcerito, curémonos de este "afán protagónico" y recordemos que aquí nada hay más efímero que el muerto de ayer. ¿Quién sabe de los tres soldaditos del parque que dizque nos iban a requisar? No salieron ni en El Colombiano , y el que no sale en El Colombiano es porque sigue vivo o está muerto. ¿Y "parcerito" qué es? Es aquel a quien uno quiere aunque uno no se lo diga aunque él bien que lo sabe. Sutilezas de las comunas, pues.

La fugacidad de la vida humana a mí no me inquieta; me inquieta la fugacidad de la muerte: esta prisa que tienen aquí para olvidar. El muerto más importante lo borra el siguiente partido de fútbol. Así, de partido en partido se está liquidando la memoria de cierto candidato a la presidencia, liberal, muy importante, que hubo aquí y que tumbaron a bala de una tarima unos sicarios, al anochecer, bajo unas luces dramáticas y ante veinte mil copartidarios suyos en manifestación con banderas rojas. Ese día puso el país el grito en el cielo y se rasgaba las vestiduras. Y al día siguiente ¡goool! Los goles atruenan el cielo de Medellín y después tiran petardos o "papeletas" y "voladores", y uno no sabe si es de gusto o si son las mismas balas de anoche. Se oyen tiros en la oscuridad, por aquí, por allá, y uno antes de volverse a dormir se pregunta: "¿A quién habrán sacado ya de la fiesta?" Después usted vuelve a las ondas alfa, beta, gamma del sueño, arrullado por los tiros.

Dormirse con tiroteo es mejor que con aguacero. Se siente uno tan protegido en su cama… Y yo con Alexis, mi amor… Alexis duerme abrazado a mí con su trusa y nada, pero nada, nada le perturba el sueño. Desconoce la preocupación metafísica.

Mire parcero: no somos nada. Somos una pesadilla de Dios, que es loco. Cuando mataron al candidato que dije yo estaba en Suiza, en un hotel con lago y televisor. "Kolumbien" dijeron en el televisor y el corazón me dio un vuelco: estaban pasando la manifestación de los veinte mil en el pueblito de la sabana y el tiroteo. Cayó el muñeco con su afán protagónico. Muerto logró lo que quiso en vida. La tumbada de la tarima le dio la vuelta al mundo e hizo resonar el nombre de la patria. Me sentí tan, pero tan orgulloso de Colombia… "Ustedes -les dije a los suizos- prácticamente están muertos. Reparen en esas imágenes que ven: eso es vida, pura vida".

El próximo muertico de Alexis resultó siendo un transeúnte grosero: un muchachote fornido, soberbio, malo que es lo que es esta raza altanera. Por Junín, sin querer, nos tropezamos con él. "Aprendan a caminar, maricas -nos dijo-. ¿O es que no ven?" Yo, la verdad, veo poco, pero Alexis mucho, ¿o si no cómo esa puntería? Pero esta vez, para variar, bordando sobre el mismo tema su consabida sonata no le chantó el pepazo en la frente, no: en la boca, en la sucia boca por donde maldijo. Y así, quién lo iba a creer, la última palabra que dijo el vivo fue "ven", como pueden ver volviendo a ver su frase. Nunca más vio. A estos muertos se les quedan los ojos abiertos sin ver. Y ojos que no ven, aunque uno los vea, no son ojos, como atinadamente observó el poeta Machado, el profundo.

Cuando el incidente íbamos para la Candelaria y para la Candelaria seguimos, sin más preámbulos, en el tropel. Esta iglesia es la más hermosa de Medellín, que tiene ciento cincuenta y que las conozco yo: cien con Alexis, esperando a veces horas enteras a que las abran. Pero la Candelaria nunca la cierran. Tiene a la entrada en la nave izquierda un Señor Caído de un dramatismo hermoso, doloroso, alumbrado siempre por veladoras: veinte, treinta, cuarenta llamitas rojas, efímeras, palpitando, temblando, titilando rumbo a la eternidad de Dios. Dios aquí sí se siente y el alma de Medellín que mientras yo viva no muere, que va fluyendo por esta frase mía con los ciento y tantos gobernadores que tuvo Antioquia, a tropezones, como don Pedro Justo Berrío, quien sigue afuera, en su parque, en su estatua, bombardeado por las traviesas e irreverentes palomas que lo abanican y demás. O como don Recaredo de Villa a quien, apuesto, usted no ha oído ni mencionar. Yo sí, lo conozco. Yo sé más de Medellín que Balzac de París, y no lo invento: me estoy muriendo con él.