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– No sé si es acertado dejar que usted la vea -dijo la monja-. Quiero decir dejar que ella lo vea a usted.

– Entonces, ¿usted sabe quién soy? -preguntó.

La monja frunció los labios; no disminuyó por esta razón la frialdad con que estudiaba a su interlocutor. En esta frialdad no había trazas de animadversión: sólo curiosidad y cautela por partes iguales.

– Todo el mundo sabe quién es usted, señor Bouvila -dijo en voz muy baja, casi con coquetería. Cada una de sus facciones revelaba una cualidad de su carácter: desprendimiento, dulzura, paciencia, fortaleza, etcétera; su cara entera era un emblema-. La pobre ha sufrido mucho -añadió cambiando de tono-. Ahora pasa la mayor parte del tiempo tranquila; sólo recae de cuando en cuando y aun eso por pocos días. En estas ocasiones vuelve a creerse una reina y una santa. Onofre Bouvila movió la cabeza en señal de asentimiento: Estoy al corriente de la situación, dijo. En realidad se había enterado hacía muy poco. Durante los meses inacabables de convalecencia, durante el período en que su vida arrancada "in extremis" de las garras de la muerte parecía sustentada precariamente por una tela de araña le habían ocultado la verdad: cualquier trastorno puede serle fatal, habían dicho los médicos. Pero no pudieron evitar que acabara enterándose indirectamente. Un día de otoño en que combatía el tedio hojeando revistas en un extremo del salón, junto al ventanal cerrado, con las piernas cubiertas por una manta de alpaca, leyó la noticia de la boda. Al principio le pasó por alto su significado: casi todo le pasaba por alto desde hacía tiempo.

Una doncella retiró las revistas que había dejado caer al suelo y corrió las cortinas para que el sol de tarde que empezaba a entrar a través de los cristales no le diera en la cara. Cuando la doncella se hubo ido apoyó la mejilla en el antimacasar: estaba recién planchado y aún conservaba el olor a albahaca fresca. Así se dejó invadir por la somnolencia. Por primera vez en su vida ahora dormía muchas horas; cualquier actividad sencilla le fatigaba; por fortuna estos sueños eran siempre placenteros. Esta vez, sin embargo, se despertó sobresaltado. No sabía cuánto rato había dormido, pero a juzgar por la posición de la línea que dibujaba el sol en las losas de mármol, poco. Durante unos minutos estuvo tratando de identificar la razón de su inquietud: ¿Es algo que he leído en las revistas?, se preguntaba. Hizo sonar la campanilla que siempre tenía al lado: la doncella y la enfermera acudieron con expresión asustada. No me pasa nada, coño, les dijo irritado ante esta muestra oficiosa de solicitud; sólo quiero que me traigan las revistas que estaba leyendo hace un rato.

Mientras la doncella iba en busca de las revistas la enfermera le tomó el pulso: era una mujer enjuta y avinagrada. Con estos viragos me castiga mi mujer, le decía a Efrén Castells cuando éste iba a visitarle. ¿Qué quieres?, replicaba el gigante con severidad, ¿un pimpollo y que te vuelva a dar un síncope?

Miraba a todas partes para cerciorarse de que nadie les oía y agregaba: Si te hubieras visto como te vi yo cuando fui a recogerte al prostíbulo no dirías estas cosas. Bah, deje de mirar si estoy vivo o muerto y límpieme las gafas con esa gasa que le asoma por el bolsillo, rezongó retirando la mano. La enfermera y él se miraron un instante con aire de desafío. A esto he llegado, pensó: a pelearme con solteronas. Luego ordenó que descorrieran las cortinas y le dejaran en paz.

Febrilmente buscó la noticia de la boda. Soy muy feliz, había declarado la estrella al corresponsal de la revista. James y yo viviremos la mayor parte del año en Escocia; allí James tenía un castillo. James era un aristócrata inglés apuesto y adinerado. Se habían conocido a bordo de un transatlántico de lujo; sí, había sido amor a primera vista, confesaron ambos luego; durante unos meses prefirieron mantener el noviazgo en secreto para eludir el acoso de la prensa; durante estos meses él le enviaba todos los días una orquídea a su habitación:

esto era lo primero que ella veía al abrir los ojos. La boda tendría lugar antes del invierno en un lugar que no querían revelar; luego nos espera una larga luna de miel por países exóticos, puntualizaba. Soy muy feliz, repetía. Con tal motivo anunciaba su retirada definitiva del cine.

– ¿Dónde está? -le preguntó a bocajarro aquella misma tarde a Efrén Castells. El gigante se quedó desconcertado.

– Está todo lo bien que se puede estar, créeme -le dijo-.

El sitio es muy agradable; no parece un sanatorio -luego, sintiéndose acusado implícitamente por el silencio hosco de su amigo, se defendió montando en cólera-. No me mires con esta cara, Onofre, por lo que más quieras: tú habrías hecho lo mismo, ¿qué otra salida nos quedaba? Desde el principio sabías tú mejor que nadie que esta aventura tenía que acabar así, la cosa viene de antiguo -le contó cómo las cosas habían ido de mal en peor desde el traspaso de los estudios cinematográficos. Pronto comprendieron que Honesta Labroux no estaba dispuesta a acatar órdenes de nadie, salvo de él; pero él se había ido para no volver. Ahora una película que antes se rodaba en cuatro o cinco días exigía varias semanas de rodaje: los problemas se multiplicaban. Al final había intentado matar a Zuckermann. Un día en que él la había tratado con más crueldad que de ordinario ella sacó una pistola del bolso y disparó contra el director. La pistola era una antigualla, sabe Dios de dónde la habría sacado; le había estallado en la mano: de puro milagro no le voló su propia cabeza. Después de este incidente todos convinieron en que no había más remedio que encerrarla. Onofre asintió sombríamente.

Desaparecida Honesta Labroux la industria cinematográfica que él había creado empezó a declinar. Probaron otras actrices, pero todas fracasaron; ahora las películas resultaban difíciles de amortizar donde antes habían rendido beneficios enormes. El público prefería sin lugar a dudas las películas que llegaban de los estados Unidos; el propio Efrén Castells hablaba con entusiasmo de Mary Pickford y de Charles Chaplin.

Ya habían decidido cerrar los estudios, liquidar la sociedad y dedicarse a la importación de películas extranjeras. Deja que ellos se rompan la mollera y arriesguen el dinero, dijo Efrén Castells. Onofre Bouvila se subió la manta de alpaca hasta el pecho y se encogió de hombros: todo le daba igual.

– Venga -dijo la monja súbitamente. Había estado cavilando y esta decisión era el resultado de sus cavilaciones: de su forma de hablar se desprendía que estaba acostumbrada a tratar con personas cuya comprensión no precisaba. Siguiendo a la monja desembocó en una sala de regulares dimensiones; estaba amueblada con sencillez y parecía limpia y confortable, pero rezumaba olor a enfermedad y decadencia. Por la ventana entraba la claridad delicada de un mediodía de invierno. En la sala hacía bastante frío. Tres hombres de edad indefinida jugaban a las cartas en torno a una mesa camilla; dos de estos hombres llevaban boina y los tres llevaban bufandas arrolladas al cuello. En otra mesa adosada a la pared y cubierta de un mantel azul que colgaba hasta tocar el suelo había un nacimiento: las montañas eran de corcho; el río era de papel de estaño; la vegetación eran unas placas de musgo; las figuritas de barro no guardaban mucha proporción entre sí. Al lado de la mesa había un piano vertical cubierto por una funda de lona.

– Los propios pacientes han hecho este belén -dijo la monja. Al oír esto los tres hombres suspendieron el juego y sonrieron en dirección a Onofre Bouvila-. En la nochebuena, después de la misa del gallo hay una cena comunitaria; quiero decir que pueden asistir a ella también los familiares y allegados que lo deseen. Ya me figuro que éste no es su caso, pero se lo digo igualmente.

Onofre advirtió que todas las ventanas tenían rejas.

Salieron de allí por una puerta distinta; esta puerta llevaba a otro pasillo. Al llegar al final de este segundo pasillo la monja se detuvo.

– Ahora tendrá que esperar aquí un momento -dijo-. Los hombres no pueden entrar en el ala de las mujeres y viceversa:

nunca se sabe en qué estado los vamos a encontrar.

La monja lo dejó allí solo. Rebuscó en todos los bolsillos, aun sabiendo la inutilidad de este gesto; los médicos le habían prohibido fumar y no llevaba nunca cigarrillos encima.

Pensó volver a la sala y pedir un cigarrillo a los jugadores.

Algo tendrán y no parecían peligrosos, se dijo. Después de todo, ¿qué pueden hacerme? Al hacerse esta reflexión escrudiñó críticamente el reflejo de su figura en el cristal de la ventana del pasillo. Allí vio un anciano diminuto, encorvado y pálido, cubierto por un gabán negro con cuello de astracán y apoyado en un bastón con empuñadura de marfil. En la mano que no tenía en la empuñadura del bastón sostenía el sombrero flexible y los guantes. Todo ello le daba un aire de filigrana no exento de comicidad. La llegada de la monja interrumpió esta contemplación desconsoladora. Ya puede venir, le dijo.

Delfina también había envejecido mucho; además de esto había enflaquecido de una manera alarmante: había recuperado la escualidez propia de su naturaleza; nadie habría reconocido en ella la actriz famosa que encandilaba al mundo, ahora sólo él podía reconocer en aquel vestigio la fámula arisca de otros tiempos. Llevaba una bata de lana gruesa sobre el camisón de franela, unos calcetines también de lana y unas pantuflas forradas de pelo de conejo. Mire quién ha venido a verla, señora Delfina, dijo la monja. Ella no reaccionó ante estas palabras ni ante su presencia; miraba un punto lejano, más allá de las paredes del pasillo: esto provocó un silencio incómodo para él. La monja sugirió que fueran a dar un paseo los dos solos. El día está fresquito, pero al sol no se estará mal, dijo; salgan al jardín: el ejercicio les hará bien a los dos. A los ojos de la monja una actriz cinematográfica debía de ser poco más que una prostituta si no su equivalente; si los dejaba salir solos al jardín era porque la decrepitud de ambos les confería una inocencia renovada, pensó Onofre mientras conducía a Delfina por el pasillo hacia el jardín.

Esta operación resultó muy ardua y prolongada; ella andaba muy envarada y con lentitud extrema; cada movimiento suyo parecía ser el fruto de un cálculo complicadísimo y una decisión ponderada y no carente de riesgo. Ya he dado medio paso, parecía ir diciendo cada vez, bueno, ahora daré otro medio.

Gracias a esta parsimonia el jardín, que no era muy extenso, parecía enorme. No le falta razón, pensaba Onofre; si no va a pasar jamás de la tapia del jardín, ¿a qué apurarse? Era él quien se fatigaba de resultas de aquella lentitud exasperante.