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– Para que me recuerde -dijo Larsen, sin acercarse-; para que la abra y mire en el espejo, esos ojos, esa boca. Puede ser que entienda, mirándose, que no es posible vivir sin usted.

La voz había sonado rota y convincente, lejana, y era probable que ella -mientras miraba la boca entreabierta en el espejo, mientras balanceaba frente a la polvera los dientes apretados- imaginara una noche sin Larsen, una noche con Larsen perdido para siempre. Pero él estaba avergonzado de su actitud, de la distancia, de la pierna doblada, del sombrero apoyado en el vientre; sufría, consciente de su torpeza, incapaz de corregir el fracaso de sus gestos, admirando la exactitud de las palabras que acababa de decir.

– Es linda, es linda -con las dos manos apoyó la polvera en el pecho para protegerla del frío, miró desafiante a Larsen-. Ahora es mía.

– Es suya -dijo Larsen-, para que me recuerde -no se le ocurrieron frases hermosas y útiles, aceptó que el final de la historia fuese aquel encuentro de la mujer con la caja dorada, en un principio de noche de invierno, a la luz de siete velas quemándose en el frío. Dejó el sombrero sobre la mesa y se acercó con una sonrisa obsequiosa y triste.

– Si usted supiera… -comenzó sin plan. Ella retrocedió sin mover las piernas, inclinando hacia atrás el cuerpo, los hombros encogidos para defender la polvera.

– No -gritó; en seguida se puso a murmurar, hechizada, cantando-: No, no, no -pero apenas Larsen le tocó los hombros, dejó caer el regalo y le ofreció la boca. Con la cabeza junto a la base del candelabro, ella estuvo riéndose, llorando sin queja. Los pasos y las voces de Josefina, las carreras y los jadeos del perro los rodeaban amenazantes mientras se incorporaban.

Ella hizo girar los ojos y trató de llorar un poco más; una manga tocó la llama y Larsen interpuso su mano. Se estaba oliendo el vello chamuscado mientras tanteaba el suelo para buscar la polvera.

Josefina se acercaba en la sombra prometiendo cosas al perro. Larsen recogió el sombrero y besó la frente de la mujer.

– Ni en el más feliz de mis sueños -mintió con ardor.

Mientras se acercaba en la noche a la casilla, hundiendo la cabeza en el abrigo del cuello y el pañuelo, se le hizo imposible alegrarse de su victoria, no pudo siquiera evocarla como victoria. Se sentía empobrecido, incapaz de jactancia, incrédulo, como si no fuera cierto que hubiera besado a Angélica Inés entre los titilantes rombos dorados de las velas; o no se tratara, en realidad, de una mujer; o no fuera él quien lo había hecho.

Desde hacía muchos años, abrirse paso en una mujer no era más que un rito indispensable, una tarea a ser cumplida, a pesar o al margen del placer, con oportunidad, con eficiencia. Lo había hecho, una vez y otra, sin preocupaciones ni problemas, como el patrón que paga un salario; reconociendo su deber, confirmando la sumisión ajena. Pero siempre, aun en los casos más tristes y forzados, había extraído del amor plenitud y un desvaído orgullo. Aun en aquellas ocasiones en que le era necesario exagerar el cinismo y la torcedura de su sonrisa frente a los amigos silenciosos, falsamente desinteresados, que en las reuniones de madrugada bostezaban sin sueño al llegar la mujer de Larsen. Y luchaban contra el silencio, torpes, con la primera frase de sentido heroico que podían componer o recordar: «Es problemática la inclusión de Labruna».

Ahora no; ahora no había sitio para el orgullo o la vergüenza, estaba vacío, separado de su memoria. Escupió ruidoso cuando se acabó a su izquierda el paredón de ladrillos de los fondos del astillero; vio la luz caliente de la fogata, su reflejo en las chapas del cobertizo. Volvió a escupir mientras doblaba, mientras componía la cara, mientras un viento helado y tranquilo traía un murmullo de música y el olor del asado y las ramas ardiendo.

«Todas son locas», pensó, aliviándose.

Avanzó deslumbrado, tanteando los ladrillos sinuosos entre el fango, con la cabeza, alzada, con una expresión de júbilo y bondad que fue creciendo desde la oscuridad a la hoguera. Se acercaba a la fiesta y él la había pagado.

– Buenas noches la compañía -gritó cuando lo descubrieron. Atravesó los saludos para acariciar los hocicos de los perros.

Después de la comida estuvo un momento a solas en la casilla con la mujer; entregó la polvera con el mismo aire de nostalgia y arrepentimiento con que acariciaba a los perros. Sólo dijo:

– Para que me recuerde, para que la abra y se mire en el espejo.

Despeinada y huraña, oscurecida, con su viejo abrigo de hombre cerrado hasta el mentón por un alfiler enorme, deformada por la gran barriga, limitando con los brillos grasosos de su cara una sabiduría que era inútil e imposible transmitir, la mujer protestó con indolencia, sonrió burlándose, miró paciente y cariñosa, como si Larsen fuera su padre, su hermano mayor, un poco fantástico, bueno en el fondo, tolerado.

– Gracias, es linda -dijo; la abrió y estuvo paseando su pequeña nariz resuelta en el espejo-. Para lo que me va a servir… Es cómico que me haya regalado esto. Pero hizo bien, no importa. Si me hubiera preguntado le habría dicho que no quiero nada, pero creo que después le habría pedido una polvera como ésta -la cerró por el gusto de oír el chasquido del resorte a la altura de su oreja, movió en la luz el brillo de oro y la forma de corazón del escudo en la tapa y se guardó la polvera en un bolsillo-. Ya debe estar el agua para el café. ¿Qué quiere? ¿Quiere que le dé un beso?

Lo ofrecía sin secreto, sin rencor. Larsen encendió un cigarrillo y le hizo una pequeña sonrisa extasiada. Jugó un instante a creer, desesperado y contenido: «Esto sí que es una mujer. Si estuviera bañada, vestida, pintada. Si yo me la hubiera encontrado hace años». Acentuó el éxtasis, lo hizo melancólico.

– No, gracias, señora; no quiero nada.

– Entonces vaya afuera a conversar y les llevo el café.

Él alzó los hombros y salió de la casilla con su aire definitivo, transportando en el frío, por segunda vez en la noche, la sensación de un triunfo complicado e inservible.Tomaron el café junto a la fogata y continuaron sirviéndose vino de la damajuana, charlando de política, de fútbol, de buenos negocios ajenos. La mujer ya estaba durmiendo con los perros en la casilla cuando Gálvez se desperezó y alzó la sonrisa.

– Tal vez no lo crea -dijo, y miró rápidamente a Kunz-. Pero al viejo Petrus yo puedo mandarlo a la cárcel cuando quiera.

Mientras se agachaba para encender el cigarrillo en la brasa de una ramita, Larsen preguntó indiferente:

– ¿Y por qué lo va a meter preso? ¿Qué va ganando, aunque pueda?

– Son cosas -dijo el alemán con suavidad-. Es algo de contar.

Larsen esperaba, inmóvil en su cajón, el cigarrillo colgándole con indolencia de la cara. Kunz tosió y uno de los perros apareció corriendo, lamió la grasa que rodeaba el asador, hizo sonar, cauteloso, un hueso. Cantaba lejos un gallo, la noche verdadera se hacía sensible y próxima cuando Larsen vio, de reojo, la curva de la gran sonrisa blanca de Gálvez elevándose hacia el cielo.

– Usted no cree -dijo Gálvez con tristeza. «No es una sonrisa, ni está contento ni se burla, nació así, con los labios abiertos y los dientes apretados»-. Pero puedo.

Sin suerte, trató Larsen de recordar cuándo y a quién y dónde había escuchado aquella nota de odio impuro, de sosiego, de imperio. En la voz de una mujer, sin duda, amenazándolo a él o a cualquier amigo, prometiendo implacables venganzas remotas.

Gálvez continuaba sonriendo hacia arriba. Larsen escupió el cigarrillo y estuvieron los tres mirando el cielo negro de la noche de invernó, el camino de limaduras de plata, la insistencia de las estrellas aisladas que exigían un nombre.