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Se sentía aprensiva e incómoda, irritada contra el niño, contra la mucama y contra sí misma. ¿Qué debía hacer? ¿Hablar con Fonchito y reprenderlo? ¿Amenazarlo con decírselo todo a Rigoberto? ¿Cuál sería su reacción? ¿Sentirse herido, traicionado? ¿Mudaría violentamente en odio el amor que ahora le tenía?

Jabonándose, se acarició los pechos fuertes y grandes, de pezones erectos, y la cintura todavía grácil de la que salían, como las dos mitades de una fruta, las amplias curvas de las caderas, y los muslos, las nalgas y las axilas depiladas y el cuello alto y mórbido adornado con un solitario lunar. «No envejeceré nunca», rezó, como cada mañana, al bañarse. «Aunque tenga que vender mi alma o lo que sea. No seré nunca fea ni desdichada. Moriré bella y feliz.» Don Rigoberto la había convencido de que, diciéndolas, repitiéndolas y creyéndolas, estas cosas se volvían verdad. «Magia simpatética, mi amor.» Lucrecia sonrió: su marido sería un tanto excéntrico, pero, la verdad, una no se aburría con un hombre así.

Todo el resto del día, mientras daba instrucciones al servicio, iba de compras, visitaba a una amiga, almorzaba, hacía y recibía llamadas, se preguntaba qué hacer con el niño. Si lo delataba a Rigoberto, se convertiría en su enemigo y, entonces, la vieja premonición del infierno doméstico se haría realidad. Tal vez lo más sensato era olvidar la revelación de Justiniana y, adoptando una actitud distante, ir paulatinamente socavando esas fantasías que, sin duda sólo a medias consciente de que lo eran, había forjado el niño con ella. Sí, eso era lo prudente: callar y, poco a poco, distanciarlo.

Esa tarde, cuando Alfonsito, al volver del colegio, se acercó a besarla, le apartó al instante la mejilla y se enfrascó en la revista que hojeaba, sin preguntarle por sus clases ni si tenía tareas para mañana. De soslayo, vió que su carita se compungía hasta el puchero. Pero no se conmovió y esa noche lo dejó comer solo, sin bajar a acompañarlo como otras veces (ella cenaba rara vez). Rigoberto la llamó un poco más tarde, de Trujillo. Todas sus gestiones habían ido bien y la extrañaba mucho. Esta noche la echaría de menos todavía más, en su triste cuartito del Hotel de Turistas. ¿Ninguna novedad en la casa? No, ninguna. Cuídate mucho, mi amor. Doña Lucrecia escuchó un poco de música, sola en su habitación, y cuando el niño vino a darle las buenas noches se las devolvió fríamente. Poco después, indicó a Justiniana que le preparara el baño de espuma que tomaba siempre antes de acostarse.

Mientras la muchacha hacía correr el agua de la bañera y ella se desvestía, el malestar que la había perseguido todo el día compareció de nuevo, acrecentado. ¿Había hecho bien tratando a Fonchito de ese modo? A pesar de ella misma, le apenaba recordar su carita decepcionada y sorprendida. Pero ¿no era ésa la única manera de acabar con una niñería que podía tornarse peligrosa?

Estaba semiadormecida en la bañera, con el agua hasta el cuello, removiendo de tanto en tanto con una mano o con un pie las volutas de jabón, cuando Justiniana llamó a la puerta: ¿podía entrar, señora? La vió acercarse, con la toalla en una mano y su bata en la otra. Tenía una expresión muy alarmada. Inmediatamente supo lo que la muchacha le iba a susurrar: «Fonchito está ahí arriba, señora». Asintió y con gesto imperioso ordenó a Justiniana que se fuera.

Permaneció inmóvil en el agua largo rato, evitando mirar al techo. ¿Debía hacerlo? ¿Apuntarlo con el dedo? ¿Gritar, insultarlo? Anticipó el estruendo detrás de la oscura cúpula de vidrio que tenía sobre la cabeza; imaginó la figurita acuclillada, su susto, su vergüenza. Oyó su grito destemplado, lo vió echándose a correr. Resbalaría, rodaría hasta el jardín con un ruido de bólido. Hasta ella llegaría el seco golpe del cuerpecillo al estrellarse en la balaustrada, al aplastar el seto de crotos, al enredarse en las brujeriles ramas del floripondio. «Haz un esfuerzo y contente», se dijo, apretando los dientes. «Evita un escándalo. Evita, sobre todo, algo que podría terminar en tragedia».

La cólera la hacía temblar de pies a cabeza y sus dientes chocaban, como si tuviera mucho frío. Súbitamente se incorporó. Sin cubrirse con la toalla, sin encogerse para que aquellos ojitos invisibles tuvieran sólo una visión incompleta y fugaz de su cuerpo. No, al revés. Se incorporó empinándose, abriéndose, y, antes de salir de la bañera, se desperezó, mostrándose con largueza y obscenidad, mientras se sacaba el gorro de plástico y se sacudía los cabellos. Y, al salir de la bañera, en vez de ponerse de inmediato la bata, permaneció desnuda, el cuerpo brillando con gotitas de agua, tirante, audaz, colérico. Se secó muy despacio, miembro por miembro, pasando y repasando la toalla por su piel una y otra vez, ladeándose, inclinándose, deteniéndose a ratos como distraída por una idea repentina en una postura de indecente abandono o contemplándose minuciosamente en el espejo. Y con la misma prolijidad maniática frotó luego su cuerpo con cremas humectantes. Y, mientras se lucía de este modo ante el invisible observador, su corazón vibraba de ira. ¿Qué haces, Lucrecia? ¿Qué disfuerzos eran éstos, Lucrecia? Pero continuó exhibiéndose como no lo había hecho antes para nadie, ni para don Rigoberto, paseándose de un lado a otro del, cuarto de baño, desnuda, mientras se escobillaba los cabellos, se lavaba los dientes y se echaba colonia con el vaporizador. Mientras protagonizaba ese improvisado espectáculo, tenía el pálpito de que aquello que hacía era también una sutil manera de escarmentar al precoz libertino agazapado en la noche de allá arriba, con imágenes de una intimidad que harían trizas de una vez por todas esa inocencia que le servía de coartada para sus audacias.

Cuando se metió a la cama, todavía temblaba. Estuvo mucho rato sin dormir, añorando a Rigoberto. Se sentía disgustada con lo que había hecho, detestaba al niño con todas sus fuerzas y se empeñaba en no adivinar lo que significaban aquellas embestidas de calor que, de tanto en tanto, le electrizaban los pezones. ¿Qué te ha pasado, mujer? No se reconocía. ¿Serían los cuarenta años? ¿O un efecto de esas fantasías y extravagancias nocturnas de su marido? No, la culpa era toda de Alfonsito. «Ese niño me está corrompiendo», pensó, desconcertada.

Cuando, por fin, pudo dormirse, tuvo un sueño voluptuoso que parecía animar uno de esos grabados de la secreta colección de don Rigoberto que él y ella solían contemplar y comentar juntos en las noches buscando inspiración para su amor.