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Después, con la tijera y la lima ya preparadas, se dispuso a cortarse las uñas y a limarlas, placer gratísimo. Allí, el peligro que se trataba de conjurar era el uñero. Él tenía un método infalible, resultado de su paciente observación y de su imaginación práctica: cortar la uña en forma de medialuna, dejando a los extremos dos cuernecillos intactos que, gracias a su forma, sobresaldrían de la carne sin incrustarse nunca en ella. Estas uñas sarracenas, por lo demás, podían, gracias a su conformación selenita en cuarto menguante, limpiarse mejor: la punta de la lima penetraba fácilmente en esa suerte de trinchera o alvéolo entre la uña y la carne donde podía acumularse el polvo, apelmazarse el sudor, refugiarse alguna escoria. Cuando terminó de recortar, limpiarse y limarse las uñas, escarbó las cutículas con prolijidad hasta dejarlas indemnes de esas presencias misteriosas, blanquecinas, cristalizadas en aquellos repliegues pedestres a causa de los roces, la falta de ventilación y el sudor.

Terminada su tarea, contempló y palpó sus pies con afectuosa satisfacción. Arrojó al excusado las cutículas y suciedades que había recogido en un pedazo de papel higiénico y tiró de la cadena. Después, se jabonó y enjuagó los pies con mucho esmero. Y luego de secárselos, los espolvoreó con un talco semi invisible que despedía un olor leve y viril, a heliotropo de amanecer.

Le restaba aún completar las tareas invariables del rito: boca y axilas. Aunque se concentraba en ellas con sus cinco sentidos, tomándose todo el tiempo debido para asegurar el éxito de la operación, dominaba de tal modo el ritual que su atención podía escindirse y parcialmente consagrarse, también, a un principio de estética, uno distinto cada día de la semana, uno extraído de aquel manual, tabla o mandamientos elaborados por él mismo, también secretamente, en estos enclaves nocturnos que, bajo la coartada del aseo, constituían su religión particular y su personal manera de materializar la utopía.

Mientras disponía sobre la plancha de mármol ocre, veteado de blanco, los ingredientes del ofertorio bucal -vaso lleno de agua, hilo dental, pasta dentífrica, escobilla- eligió uno de los postulados de los que estaba más seguro, un principio sobre el que, una vez formulado, no había dudado jamás: «Todo lo que brilla es feo y, principalmente, los hombres brillantes». Se llenó la boca con un trago de agua y se la enjuagó vigorosamente, viendo en el espejo cómo se hinchaban sus carrillos, mientras él seguía enjuagándose para desprender los residuos más sueltos, aposentados en las encías o colgando superficialmente entre los dientes. «Hay ciudades brillantes, cuadros y poemas brillantes, fiestas, paisajes, negocios y disertaciones brillantes», pensó. Debían ser evitados como la moneda feble aunque esté impresa con muchos colorines o esas bebidas tropicales para turistas, adornadas con frutas y banderines y azucaradas al jarabe.

Ya tenía, sujeto entre el pulgar y el índice de cada mano, un pedazo de veinte centímetros de hilo dental. Comenzó como siempre por las piezas superiores, de derecha a izquierda y luego de izquierda a derecha, teniendo a los incisivos como punto de arranque. Introducía el hilo en el angosto intersticio y levantaba con él los bordes de la encía, que era donde se incrustaban siempre las odiosas miguitas de pan, las hebrillas de carne, los filamentos vegetales, las fibras y hollejos de la fruta. Con exaltación infantil veía asomar a esas presencias espurias, erradicadas por el hilo y sus diestras acrobacias. Los escupía al lavador y los veía escurrirse y desaparecer en el desagüe, arrastrados en el remolino formado por la pequeña tromba de agua vertida por el caño. Mientras, pensaba: «Hay cabelleras brillantes que coronan cerebros opacos o los vuelven así. La palabra más fea del castellano es brillantina». Al terminar de escarbar la hilera superior se enjuagó de nuevo la boca y limpió el hilo en el chorro del caño. Luego, con el mismo brío e idéntico profesionalismo emprendió la limpieza de los dientes y muelas del piso inferior. «Hay conversaciones brillantes, músicas brillantes, enfermedades brillantes como la alergia al polen, la gota, las depresiones y el stress. Hay, por supuesto, brillantes brillantes». Se enjuagó una vez más y arrojó el pedazo de hilo dental al cesto de la basura.

Ahora sí podía cepillarse los dientes con pasta dentífrica. Lo hizo, moviendo la escobilla de arriba abajo, despacio y presionando a fin de que las cerdas -naturales, nunca de plástico- penetraran en la intimidad de aquellas ranuras óseas en busca de los residuos de comida que habían sobrevivido a la labor de zapa del hilo dental. Cepilló primero la cara posterior y después la anterior. Cuando se enjuagó por última vez, sintió en su boca esa agradable sensación a menta y limón, tan refrescante y juvenil, como si de pronto en aquella cavidad enmarcada por las encías y el paladar alguien hubiera accionado un ventilador, encendido el aire acondicionado y sus dientes y muelas hubieran dejado de ser esos huesos duros e insensibles y se hubieran impregnado de una sensibilidad de labios. «Mis dientes brillan», pensó, con cierta angustia. «Bueno, puede ser tal vez la excepción que confirma la regla.» «Hay», pensó, «plantas brillantes como la rosa. Y animales brillantes como el gato de Angora».

Súbitamente imaginó a doña Lucrecia desnuda, jugueteando con una docena de gatitos de Angora que se frotaban contra todos los recodos de su hermoso cuerpo, maullando, y, temeroso de experimentar una prematura erección, se apresuró a lavarse las axilas. Lo hacía varias veces al día: en la mañana, al ducharse, y, en el cuarto de baño de la compañía de seguros, al mediodía, antes de salir a almorzar. Pero era sólo ahora, en el rito de las noches, cuando lo hacía a conciencia y disfrutando, ni más ni menos que si se tratase de un placer prohibido. Se enjuagó primero los dos sobacos con agua tibia y también los brazos, friccionándolos con fuerza para activar la circulación. Luego, llenó el lavador de agua caliente en la que deslió un poco de jabón perfumado hasta ver la líquida superficie alborotarse de espuma. Hundió cada uno de los brazos en la acariciadora temperatura y se restregó los sobacos con paciencia y cariño, desenredando y enredando sus guedejas pardas en el agua jabonosa. Mientras, su menté proseguía: «Hay perfumes brillantes como el de la rosa y el alcanfor». Finalmente se secó y engalanó sus axilas con una colonia de aliento muy ligero, que sugería el olor de la piel mojada por el mar o el de una brisa marina que hubiera pasado, contaminándose, por invernaderos de flores.

«Soy perfecto», pensó, mirándose en el espejo, oliéndose. No había en su pensamiento ni pizca de vanidad. Este cuidado tan laborioso de su cuerpo no tenía por objeto volverlo más apuesto o menos feo, coqueterías que de algún modo rendían culto -las más de las veces inconscientemente- al desdeñado ideal gregario -¿no se era siempre «hermoso» para los demás?-, Si no hacerle sentir que, de este modo, atajaba en algo la cruenta zapa del tiempo, que así contenía o demoraba el fatídico deterioro impuesto por la ruin Naturaleza a lo existente. La sensación de librar este combate hacía bien a su alma. Pero, además, desde que se había casado, y sin que Lucrecia lo supiera, también combatía contra la decadencia de su cuerpo en nombre de su esposa. «Como el Amadís por Oriana», pensó. Pensó: «Por ti y para ti, mi amor».

La perspectiva de, una vez que apagase la luz y saliera del cuarto de baño, encontrar en el lecho a su mujer, esperándolo en una semimodorra sensual, todas sus turgencias alertas y prontas a ser despertadas por sus caricias, lo escarapeló de la cabeza a los pies. «Has cumplido cuarenta y nunca has sido más bella», murmuró, avanzando hacia la puerta. «Te amo, Lucrecia».

Un segundo antes de que el cuarto de baño quedara a oscuras, advirtió en uno de los espejos del tocador que sus emociones y devaneos habían trocado ya su humanidad en una silueta beligerante, en un perfil que tenía algo del animal maravilloso de las mitologías medievales: el unicornio.