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Lo cierto es que aunque no hablé mucho, pues soy más bien parco de palabras, me observaban con atención.

– ¡Hum…! -me dije-. Torna a reproducirse el asombro ante el hijo pródigo del Sur.

– ¿Usted es argentino? -rompió Stowell al cabo de un momento.

– Sí.

– Su nombre es inglés.

– Mi abuelo lo era. No creo tener ya nada de inglés.

– ¡Ni el acento!

– Desde luego. He aprendido el idioma solo, y lo practico poco. La Phillips me miraba.

– Es que le queda muy bien ese acento. Conozco muchos mejicanos que hablan nuestra lengua, y no parece… No es lo mismo.

– ¿Usted es escritor? -tornó Stowell.

– No -repuse.

– Es lástima, porque sus observaciones tendrían mucho valor para nosotros, viniendo de tan lejos y de otra raza.

– Es lo que pensaba -apoyó la Phillips-. La literatura de ustedes se vería muy reanimada con un poco de parsimonia en la expresión.

– Y en las ideas -dijo Burns-. Esto no hay allá. Dolly es muy fuerte en este sector.

– ¿Y usted escribe? -me volví a ella.

– No; leo cuantas veces tengo tiempo… Conozco bastante, para ser mujer, lo que se escribe en Sud América. Mi abuela era de Texas. Leo el español, pero no puedo hablarlo.

– ¿Y le gusta?

– ¿Qué?

– La literatura latina de América. Se sonrió.

– ¿Sinceramente? No.

– ¿Y la de Argentina?

– ¿En particular? No sé… Es tan parecido todo… ¡tan mejicano!

– ¡Bien, Dolly! -reforzó Burns-. En el Arizona, que es México, desde los mestizos hasta su mismo infierno, hay crótalos. Pero en el resto hay sinsontes, y pálidas desposadas, y declamación en todo. Y el resto, ¡falso! Nunca vi cosa que sea distinta en la América de ustedes. ¡Salud, Grant!

– No hay de qué. Nosotros decimos, en cambio, que aquí no hay sino máquinas.

– ¡Y estrellas de cinematógrafo! -se levantó Burns, poniéndome la mano en el hombro, mientras Stowell recordaba una cita y retiraba a su vez la silla.

– Vamos, Tom; se nos va a ir el tren. Hasta mañana, Dolly. Buenas noches, Grant.

Y quedamos solos. Recuerdo muy bien haber dicho que de ella deseaba reservarlo todo para el matrimonio, desde su perfume habitual hasta el escote de sus zapatos. Pero ahora, enfrente de mí, inconmensurablemente divina por la evocación que había volcado la urna repleta de mis recuerdos, yo estaba inmóvil, devorándola con los ojos.

Pasó un instante de completo silencio.

– Hermosa noche -dijo ella.

Yo no contesté. Entonces se volvió a mí.

– ¿Qué mira?-me preguntó.

La pregunta era lógica; pero su mirada no tenía la naturalidad exigible. -La miro a usted -respondí.

– Dése el gusto.

– Me lo doy. Nueva pausa, que tampoco resistió ella esta vez. -¿Son tan divertidos como usted en la Argentina?

– Algunos.-Y agregué-: Es que lo que le he dicho está a una legua de lo que cree.

– ¿Qué creo?

– Que he comenzado con esa frase una conquista de suramericano. Ella me miró un instante sin pestañear.

– No -me respondió sencillamente- Tal vez lo creí un momento, pero reflexioné.

– ¿Y no le parezco un piratilla de rica familia, no es cierto?

– Dejemos, Grant, ¿le parece? -se levantó.

– Con mucho gusto, señora. Pero me dolería muchísimo más de lo que usted cree que me desconociera hasta este punto.

– No lo conozco aún; usted mejor que yo debe de comprenderlo. Pero no es nada. Mañana hablaremos con más calma. A la una, no se olvide.

He pasado mala noche. Mi estado de ánimo será muy comprensible para los muchachos de veinte años a la mañana siguiente de un baile, cuando sienten los nervios lánguidos y la impresión deliciosa de algo muy lejano, y que ha pasado hace apenas siete horas.

– Duerme, corazón.

Diez nuevos días transcurridos sin adelantar gran cosa. Ayer he ido, como siempre, a reunirme con ellos a la salida del taller.

– Vamos, Grant me dijo Stowell-. Lon quiere contarle eso de la víbora de cascabel.

– Hace mucho calor en el bar -observé.

– ¿No es cierto? -se volvió la Phillips-. Yo voy a tomar un poco de aire. ¿Me acompaña, Grant?

– Con mucho gusto. Stowell: a Chaney, que esta noche 1o veré. Allá, en mi tierra, hay, pero son de otra especie. A sus órdenes, miss Phillips.

Ella se rió.

– ¡Todavía no!

– Perdón.

Y salimos a buena velocidad, mientras el crepúsculo comenzaba a caer. Durante un buen rato ella miró adelante, hasta que se volvió francamente a mí.

– Y bien: dígame ahora, pero la verdad, por qué me miraba con tanta atención aquella noche… y otras veces.

Yo estaba también dispuesto a ser franco. Mi propia voz me resultó a mí grave.

– Yo la miro con atención -le dije- porque durante dos años he pensado en usted cuanto puede un hombre pensar en una mujer; no hay otro motivo.

– ¿Otra vez…?

– No; ¡ya sabe que no! -¿Y qué piensa?

– Que usted es la mujer con más corazón y más inteligencia que haya interpretado personaje alguno.

– ¿Siempre le pareció eso? -Siempre. Desde Lola Morgan.

– No es ése mi primer film. -Lo sé; pero antes no era usted dueña de sí. Me callé un instante.

– Usted tiene -proseguí-, por encima de todo, un profundo sentimiento de compasión. No hay para qué recordar; pero en los momentos de sus films, en que la persona a quien usted ama cree serle indiferente por no merecerla, y usted lo mira sin que él lo advierta, la mirada suya en esos momentos, y ese lento cabeceo suyo y el mohín de sus labios hinchados de ternura, todo esto no es posible que surja sino de una estimación muy honda por el hombre viril, y de un corazón que sabe hondamente lo que es amar. Nada más.

– Gracias, pero se equivoca.

– No.

– ¡Está muy seguro!

– Sí. Nadie, créame, la conoce a usted como yo. Tal vez conocer no es la palabra; valorar, esto quiero decir.

– ¿Me valora muy alto?

– Sí.

– ¿Como artista?

– Y como mujer. En usted son una misma cosa.

– No todos piensan como usted.

– Es posible.

Y me callé. El auto se detuvo.

– ¿Bajamos un instante? -dijo-. Es tan distinto este aire al del centro…

Caminamos un momento, hasta que se dejó caer en un banco de la alameda.

– Estoy cansada; ¿usted no?

Yo no estaba cansado, pero tenía los nervios tirantes. Exactamente como en un film estaba el automóvil detenido en la calzada. Era ese mismo banco de piedra que yo conocía bien, donde ella, Dorothy Phillips, estaba esperando. Y Stowell… Pero no; era yo mismo quien me acercaba, no Stowell; yo, con el alma temblándome en los labios por caer a sus pies. Quedé inmóvil frente a ella, que soñaba:

– ¿Por qué me dice esas cosas…?

– Se las hubiera dicho mucho antes. No la conocía.

– Queda muy raro lo que dice, con su acento…

– Puedo callarme -corté.

Ella alzó entonces los ojos desde el banco, y sonrió vagamente, pero un largo instante.

– ¿Qué edad tiene? -murmuró al fin.

– Treinta y un años.

– ¿Y después de todo lo que me ha dicho, y que yo he escuchado, me ofrece callarse porque le digo que le queda muy bien su acento?

– ¡Dolly!

Pero ella se levantaba con brusco despertar.

– ¡Volvamos…! La culpa la tengo yo, prestándome a esto… Usted es un muchacho loco, y nada más.

En un momento estuve delante de ella, cerrándole el paso.

– ¡Dolly! ¡Míreme! Usted tiene ahora la obligación de mirarme. Oiga esto, solamente: desde lo más hondo de mi alma le juro que una sola palabra de cariño suya redimiría todas las canalladas que haya yo podido cometer con las mujeres. Y que si hay para mí una cosa respetable, ¿oye bien?, ¡es usted misma! Aquí tiene -concluí marchando adelante-. Piense ahora lo que quiera de mí.

Pero a los veinte pasos ella me detenía a su vez.

– Óigame usted ahora a mí. Usted me conoce hace apenas quince días.

Y yo bruscamente:

– Hace dos años; no son un día.

– Pero, ¿qué valor quiere usted que dé a un… a una predilección como la suya por mis condiciones de interpretación? Usted mismo lo ha dicho. ¡Y a mil leguas!

– O a dos mil; ¡es lo mismo! Pero el solo hecho de haber conocido a mil leguas todo lo que usted vale… Y ahora no estoy en Buenos Aires -concluí.

– ¿A qué vino?

– A verla.

– ¿Exclusivamente?

– Exclusivamente.

– ¿Está contento?

– Sí.

Pero mi voz era bastante sorda.

– ¿Aun después de lo que le he dicho?

No contesté.

– ¿No me responde? -insistió-. Usted, que es tan amigo de jurar, ¿puede jurarme que está contento?

Entonces, de una ojeada, abarqué el paisaje crepuscular, cuyo costado ocupaba el automóvil esperándonos.

– Estamos haciendo un film -le dije-. Continuémoslo. Y poniéndole la mano derecha en el hombro:

– Míreme bien en los ojos… Dígame ahora. ¿Cree usted que tengo cara de odiarla cuando la miro?

Ella me miró, me miró…

– Vamos -se arrancó pestañeando.

Pero yo había sentido, a mi vez, al tener sus ojos en los míos, lo que nadie es capaz de sentir sin romperse los dedos de impotente felicidad.

– Cuando usted vuelva -dijo por fin en el auto- va a tener otra idea de mí.

– Nunca.

– Ya verá. Usted no debía haber venido…

– ¿Por usted o por mí?

– Por los dos… ¡A casa, Harry! Y a mí:

– ¿Quiere que lo deje en alguna parte?

– No; la acompaño hasta su casa.

Pero antes de bajar me dijo con voz clara y grave:

– Grant… respóndame con toda franqueza… ¿Usted tiene fortuna?

En el espacio de un décimo de segundo reviví desde el principio toda esta historia, y vi la sima abierta por mí mismo, en la que me precipitaba.

– Sí respondí.

– ¿Muy grande? ¿Comprende por qué se lo pregunto?

– Sí -reafirmé.

Sus inmensos ojos se iluminaron, y me tendió la mano.

– ¡Hasta pronto, entonces!;Ciao!

Caminé los primeros pasos con los ojos cerrados. Otra voz y otro ¡Ciao!, que era ahora una bofetada, me llegaban desde el fondo de quince días lejanísimos, cuando al verla y soñar en su conquista me olvidé un instante de que yo no era sino un vulgar pillete.

Nada más que esto; he aquí a lo que he llegado, y lo que busqué con todas mis psicologías. ¿No descubrí allá abajo que las estrellas son difíciles de obtener porque sí, y que se requiere una gran fortuna para adquirirlas? Allí estaba, pues, la confirmación. ¿No levanté un edificio cínico para comprar una sola mirada de amor de Dorothy Phillips? No podía quejarme.