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Y el hombre, siempre con la rodilla entre las manos, me miraba con sus azules ojos de pájaro complaciente, muy satisfecho, al parecer, de que a él lo destituyeran y de que yo lo reemplazara.

Precisa que yo le diga a usted, ahora que conoce mi propia historia de cuando fui encargado escolar, que aquel diablo de muchacho tenía una seducción de todos los demonios. No sé si era lo que se llama un hombre equilibrado; pero su filosofía pagana, sin pizca de acritud, tentaba fabulosamente, y no pasó rato sin que simpatizáramos del todo.

Procedía, sin embargo, no dejarme embriagar.

– Es menester -le dije formalizándome un tanto- que yo abra esa correspondencia.

Pero mi muchacho me detuvo del brazo, mirándome atónito:

– ¿Pero está usted loco? -exclamó-. ¿Sabe usted lo que va a encontrar allí? ¡No sea criatura, por Dios! Queme todo eso, con barril y todo, y pincelo a la playa…

Sacudí la cabeza y metí la mano en el baúl. Mi hombre se encogió entonces de hombros y se echó de nuevo en su sillón, con la rodilla muy alta

entre las manos. Me miraba hacer de reojo, moviendo la cabeza y sonriendo al final de cada comunicación.

¿Usted supone, no, lo que dirían las últimas notas, dirigidas a un empleado que desde hacía dos años se libraba muy bien de contestar a una sola? Eran simplemente cosas para hacer ruborizar, aun en un cuarto oscuro,

al funcionario de menos vergüenza… Y yo debía cargar con todo eso, y contestar una por una a todas.

– ¡Ya se lo había yo prevenido! -me decía mi muchacho con voz compasiva- Va usted a sudar mucho más cuando deba contestar… Siga mi consejo, que aún es tiempo: haga un judas con barril y notas, y se sentirá feliz.

¡Estaba bien divertido! Y mientras yo continuaba leyendo, mi hombre, con su calva luciente, su aureola de pelo rizado y su guardapolvo de brin de hilo, proseguía balanceándose, muy satisfecho de la norma a que había logrado ajustar su vida.

Yo transpiraba copiosamente, pues cada nueva nota era una nueva bofetada, y concluí por sentir debilidad.

– ¡Ah, ah! -se levantó-. ¿Se halla cansado ya? ¿Desea tomar algo? ¿Quiere probar mi chocolate? Vale la pena, ya le dije…

Y a pesar de mi gesto desabrido, pidió el chocolate y lo probé. En efecto, era detestable; pero el hombre quedó muy contento.

– ¿Vio usted? No se puede tomar. ¿A qué atribuir esto? No descansaré hasta saberlo… Me alegro de que no haya podido tomarlo, pues así cenaremos temprano. Yo lo hago siempre con luz de día aún… Muy bien; comeremos de aquí a una hora, y mañana proseguiremos con las notas y demás… Yo estaba cansado, bien cansado. Me di un hermosísimo baño, pues mi joven amigo tenía una instalación portentosa de confort en esto. Cenamos, y un rato después mi huésped me acompañó hasta mi cuarto.

– Veo que es usted hombre precavido -me dijo al verme retirar un mosquitero de la maleta- Sin este chisme, no podría usted dormir. Solamente yo no lo uso aquí.

– ¿No le pican los mosquitos? -le pregunté, extrañado a medias solamente.

¿Usted cree? -me respondió riendo y llevándose la mano a su calva frente-. Muchísimo… Pero no puedo soportar eso… ¿No ha oído hablar usted de personas que se ahogan dentro de mosquiteros? Es una tontería, si usted quiere, una neurosis inocente, pero se sufre en realidad. Venga usted a ver mi mosquitero.

Fuimos hasta su cuarto o, mejor dicho, hasta la puerta de su cuarto. Mi amigo levantó la lámpara hasta los ojos, y miré. Pues bien: toda la altura y la anchura de la puerta estaba cerrada por una verdadera red de telarañas, una selva inextricable de telarañas donde no cabía la cabeza de un

fósforo sin hacer temblar todo el telón. Y tan lleno de polvo, que parecía un muro. Por lo que pude comprender, más que ver, la red se internaba en el cuarto, sabe Dios hasta dónde.

– ¿Y usted duerme aquí? -le pregunté mirándolo un largo momento.

– Sí -me respondió con infantil orgullo-. Jamás entra un mosquito. Ni ha entrado ni creo que entre jamás.

– Pero usted ¿por dónde entra? -le pregunté muy preocupado.

– ¿Yo, por dónde entro? -respondió. Y agachándose, me señaló con la punta del dedo:

– Por aquí. Haciéndolo con cuidado, y en cuatro patas, la cosa no tiene mayor dificultad… Ni mosquitos ni murciélagos… ¿Polvo? No creo que pase; aquí tiene la prueba… Adentro está muy despejado… y limpio, crea usted. ¿Ahogarme?… No, lo que ahoga es lo artificial, el mosquitero a cincuenta centímetros de la boca… ¿Se ahoga usted dentro de una habitación cerrada por el frío? Y hay -concluyó con la mirada soñadora- una especie de descanso primitivo en este sueño defendido por millones de arañas que velan celosamente la quietud de uno… ¿No lo cree usted así? No me mire con esos ojos… ¡Buenas noches, señor gobernador!, concluyó riendo y sacudiéndose ambas manos.

A la mañana siguiente, muy temprano, pues éramos uno y otro muy madrugadores, proseguimos nuestra tarea. En verdad, no faltaba sino recibirme de los libros de cuentas, fuera de insignificancias de menor cuantía.

¡Es cierto! -me respondió- Existen también los libros de cuentas… Hay, creo yo, mucho que pensar sobre eso… Pero lo haré después, con tiempo. En un instante lo arreglaremos. ¡Urquijo! Hágame el favor de traer los libros de cuentas. Verá usted que en un momento… No hay nada anotado, como usted comprenderá; pero en un instante… Bien, Urquijo; siéntese usted ahí; vamos a poner los libros en forma. Comience usted.

El secretario, a quien había entrevisto apenas la tarde anterior, era un sujeto de edad, muy bajo y muy flaco, huraño, silencioso y de mirar desconfiado. Tenía la cara rojiza y lustrosa, dando la sensación de que no se lavaba nunca. Simple apariencia, desde luego, pues su vieja ropa negra no tenía una sola mancha. Su cuello de celuloide era tan grande, que dentro de él cabían dos pescuezos como el suyo. Tipo reconcentrado y de mirar desconfiado como nadie.

Y comenzó el arreglo de cuentas más original que haya visto en mi vida. Mi amigo se sentó enfrente del secretario y no apartó un instante la vista de los libros mientras duró la operación. El secretario recorría recibos, facturas y operaba en voz alta:

– Veinticinco meses de sueldos al guardafaro, a tanto por mes, es tanto y tanto…

Y multiplicaba al margen de un papel.

Su jefe seguía los números en línea quebrada, sin pestañear. Hasta que, por fin, extendió el brazo:

– No, no, Urquijo… Eso no me gusta. Ponga: un mes de sueldo al guardafaro, a tanto por mes, es tanto y tanto. Segundo mes de sueldo al guardafaro, a tanto por mes, es tanto y tanto; tercer mes de sueldo… Siga así, y sume. Así entiendo claro.

Y volviéndose a mí:

– Hay yo no sé qué cosa de brujería y sofisma en las matemáticas, que me da escalofríos… ¿Creerá usted que jamás he llegado a comprender la multiplicación? Me pierdo en seguida… Me resultan diabólicos esos números sin ton ni son que se van disparando todos hacia la izquierda… Sume, Urquijo.

El secretario, serio y sin levantar los ojos, como si fuera aquello muy natural, sumaba en voz alta, y mi amigo golpeaba entonces ambas manos sobre la mesa:

– Ahora sí -decía-; esto es bien claro.

Pero a una nueva partida de gastos, el secretario se olvidaba, y recomenzaba:

– Veinticinco meses de provisión de leña, a tanto por mes, es tanto y tanto…

– ¡No, no! ¡Por favor, Urquijo! Ponga: un mes de provisión de leña, a tanto por mes, es tanto y tanto…; segundo mes de provisión de leña…, etcétera. Sume después.

Y así continuó el arreglo de libros, ambos con demoníaca paciencia, el secretario, olvidándose siempre y empeñado en multiplicar al margen del papel y su jefe deteniéndolo con la mano para ir a una cuenta clara y sobre todo honesta.

– Aquí tiene usted sus libros en forma -me dijo mi hombre al final de cuatro largas horas, pero sonriendo siempre con sus grandes ojos de pájaro inocente.

Nada más me queda por decirle. Permanecí nueve meses escasos allá, pues mi hígado me llevó otra vez a España. Más tarde, mucho después, vine aquí, como contador de una empresa… El resto ya lo sabe. En cuanto a aquel singular muchacho, nunca he vuelto a saber nada de él… Supongo que habrá solucionado al fin el misterio de por qué su chocolate, hecho con elementos de primera, había salido tan malo…

Y en cuanto a la influencia del personaje… ya sabe mi actuación de encargado escolar… Jamás, entre paréntesis, marcharon mejor los asuntos de la escuela… Créame: las tres cuartas partes de las ideas del peregrino mozo son ciertas… Incluso las matemáticas…

Yo agrego ahora: las matemáticas, no sé; pero en el resto -Dios me perdone- le sobraba razón. Así, al parecer, lo comprendió también la Ad ministración, rehusando admitirme en el manejo de su delicado mecanismo.