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Quería ser cínica y brutal, aunque a él nada le hacía daño. Tampoco esta vez cambió su expresión de niño desconcertado.

– Ah, Reina, Reina, qué rencorosa sos. Aquel día, en Washington… ¿Tenemos que hablar de ese día? Me enceguecí, me volví otro. Puedo soportar lo que sea pero no soporto que me tengan lástima.

– No era lástima, Camargo. Sólo quería abrazarte.

– Ya sé. Si conocieras mi vida sabrías por qué me pongo a la defensiva.

– Deberías habérmela contado antes de golpearme.

En algún lugar tengo que poner todo ese rencor, se dijo Camargo. En algún lugar, algún día. Ella no ha permitido que la domen, y ya tiene más de treinta y dos años.

– Estuviste sola todos estos meses, amp;o?: metida de cabeza en el trabajo.

– Lo sabrás mejor que yo. ¿O has dejado de vigilarme?

– Te estás convirtiendo en una gran periodista, Reina.

– Supongo que no me hiciste quedar después de la reunión para decirme eso. Ya me lo dijo Sicardi, gracias. Hago mi trabajo. Esto es todo lo que tengo y a lo mejor también es todo lo que soy.

– Te llamé para decirte que voy a contratar a Enzo Maestro. Sos la primera que lo sabe.

¿Maestro? Es un hijo de puta, un buchón de este gobierno podrido. ¿Lo

vas a contratar después de todo lo que nos jodió?

– El gobierno está podrido, él no. Tiene el defecto de la lealtad, y lo exagera. Le lamía los zapatos al presidente. Ahora va a lamer los míos.

– Vos sabrás lo que haces. Lo único que quiero es que no se meta conmigo.

– Va a coordinar a todos los editores, Reina. Es un buen tipo. Tenés la mala costumbre de juzgar a la gente antes de conocerla.

– Como te parezca. Voy a pensar adónde me puedo ir cuando también este diario empiece a corromperse. ¿Eso es todo?

– No -dijo él. Encendió, nervioso, los televisores, donde se vieron ráfagas del juego de golf entre el presidente penitente y el viejo Bush, y los apagó al instante. No, repitió.

– ¿Qué, entonces? -Una vez me prometiste que me acompañarías a ver a mi padre. Tengo que ir mañana. No quiero estar solo.

– Tu padre. ¿Vas a manipularme ahora con tus sentimientos filiales? -el tono de Reina era implacable-. ¿Y tu hija? ¿Fuiste a visitarla alguna vez?

– Está mejor, Reina. Parece que la enfermedad se ha retirado o ha remitido, no sé cómo se dice. La vi el mes pasado, cuando pasé por Chicago. Habría querido que las dos vengan y se queden conmigo, Ángela y Diana. No quieren o no pueden. Van a la escuela allá. Están felices en un mundo que no es el mío.

– Brenda ha de ser una buena madre.

– Tal vez. Ya salió la sentencia del divorcio, ate lo dijo Sicardi? Brenda se quedó con todo el dinero que yo tenía en los Estados Unidos, los bonos al portador, los plazos fijos. Sólo me ha dejado la casa de San Isidro. Para qué quiero un lugar tan grande.

– Podrías mudarte. Yo estoy por mudarme. -Ya sé. Sicardi me cuenta todo.

– Otro delator. Hay tantos cerca tuyo que van a terminar tragándote. Buchones.

– No lo hizo con mala intención. Lo hizo porque sabe que te puedo conseguir un departamento nuevo por la mitad de lo que te costaría uno más chico y más viejo.

– Sí, pero yo te debería un favor. Y no quiero.

– El diario te debe favores a vos. El diario haría los arreglos.

– El diario o vos: es lo mismo. No, gracias.

– Pensalo, Reina. Nadie re va a pedir nada a cambio.

Los años le han caído encima, se dijo ella. La desgracia y la soledad o las tormentas que lo afligen por dentro y de las que él no sabe cómo defenderse, todo eso lo envejece. Pero yo no puedo hacer nada, nadie puede. Lleva ya tanto tiempo haciéndose mal que no sabe cómo detenerse. El mal no va a separarse de él, y es insaciable.

– ¿A qué hora es, entonces, el encuentro con tu padre? -concedió Reina.

– Puedo ir a las nueve o a las diez. Está despierto desde que amanece. ¿Paso a buscarte?

– No. Decime dónde. Voy por mi cuenta.

Era un edificio presuntuoso y sucio detrás de lo que había sido alguna vez el Mercado de Abasto. La calle estaba sombreada por árboles espesos y a la vez raquíticos: ejemplares que aún guardaban memoria de su antigua fortaleza y que sin embargo estaban al borde de la ruina y el fin. Así era todo alrededor: casas de altas verjas y patios con muros de hiedra y mujeres que lavaban la vereda, y bares con olor a cerveza fermentada donde alguien había cantado tangos alguna vez, hasta que todo había decaído y terminado. Se alzaba un sol candente, blanco, y sin embargo la calle estaba en penumbra, coma si el sol la desdeñara.

Lo vio desde la esquina, esperándola junto a la entrada. Estaba con un traje claro y una corbata violeta, que tal vez fuera brillante pero que el lugar desteñía. También de lejos exhalaba fuerza e imperio, aunque el índice de la mano derecha rascara siempre una ceja, pensativo, y él mismo pareciera estar en otra parte, lejos de allí, tal vez en el punto donde ella estaba ahora, con un vestido demasiado ligero y sandalias: casi desnuda.

– Subamos -dijo Camargo-. El piso es el octavo.

Tenía las llaves de la entrada y un pesado manojo de otras llaves.

– ¿Está solo? -preguntó Reina.

– Cómo se te ocurre. Tiene más de noventa años, ¿no te dije? Lo cuida una enfermera. Lo lava, lo limpia, le da de comer. Sicardi viene a cada rato para que no le falte nada.

– ¿Y por qué no venís vos? Es tu padre.

– Sicardi o yo da lo mismo. A veces me reconoce, a veces no.

La enfermera era enorme, casi tan alta como la puerta, y no le interesaba ocultar que era infeliz allí, en esa prisión sin palabras. El televisor estaba encendido frente al anciano, pero él no lo vela. Ocupaba las manos en pasar arena o pedregullo a una caja de madera, que agitaba a ratos, produciendo un sonido que tal vez a él le evocara una tormenta, pero que sólo parecía eso: el siseo de la arena. De vez en cuando alzaba la caja y se miraba en el espejo que cubría la pared, a la izquierda. Le sonreía a su imagen, quizá la saludaba, y luego vertía el pedregullo o la arena en otra caja. A Reina le pareció que Camargo calculaba mal su edad: debía de tener más de cien años. El cuerpo se le había encogido tanto que, cuando la enfermera le acariciaba la cabeza, lo borraba como si tuviera una goma en las manos. Era un viejo apacible, inofensivo, y cuidarlo no podía dar otro trabajo que alimentarlo y mantenerlo limpio. Ni siquiera había que ocuparse de que se muriera, porque eso tal vez no iba a suceder nunca. De pronto la mirada del padre se cruzó con la de Reina. Una vez que se posaron en ella, los globitos duros, acerados, ya no dejaron de observarla: eran ojos nublados por cataratas y unos párpados flojos y pesados, pero el anciano no estaba sirviéndose de ellos sino de un sentido para el cual los ojos eran sólo mediadores. Con la luz de la memoria veía los labios finos y pequeños de Reina, la nariz erguida hacia una punta redonda y gruesa, la barbilla enhiesta y desafiante. Parecía reconocer los tobillos gruesos y los pechos mínimos que, bajo el vestido ligero, de algodón, se mecían con ondulaciones de medusa. Aun a esa edad imposible podía sentir cómo irradiaba Reina una libertad de gata, una indiferencia que la ponía lejos de todo alcance.

El anciano dejó a un lado las cajas de madera y la encaró, con una voz que no parecía salir de aquel cuerpo mínimo sino del recuerdo que ese cuerpo tenía de su juventud perdida.

– ¿A qué has venido, perra? -le dijo-. ¿A reírte de mí?

– No, señor, cómo dice eso -contestó ella, turbada-. Vine con su hijo, a verlo.

– Mi hijo no puede haberte traído. Hace rato que no quiere saber nada de vos. Ves que andás siempre con mentiras, siempre fingiendo?

En el tono del viejo no había razón ni designio: sólo un odio invencible, como el olor de la cerveza rancia en los bares de afuera. Camargo se puso de cuclillas ante él y lo tomó de las manos.

– Soy yo, papá. Yo la traje.

El viejo retiró las manos con vigor y lo miró de arriba abajo. Estaba lleno de ira, de desprecio. Vaya a saber desde cuándo venía guardando esos sentimientos.

– ¿Quién te conoce a vos, eh? Debés ser una mierda, como ella.

– Papá, papá -insistió Camargo.

Nadie hubiera dicho que al viejo le quedaban fuerzas, pero en aquel momento parecía dispuesto a levantarse y a noquear a un peso pesado en el ring. Un viento impetuoso y ciego soplaba dentro de él: un viento que arrastraba los silencios, las desesperaciones, el desamor de todos los años que había perdido. Ya no le prestaba atención a Camargo. Todo el ser que le quedaba se había concentrado en Reina.

– Has venido a humillarme en mi propia casa -le dijo-. Esperaste a que me volviera inválido y viejo, ano? ¡Esperaste tanto para traer a tu amante.'

– Se equivoca, señor. Se confunde dijo Reina.

– ¿Yo? ¿Cómo voy a confundirme si pasé la vida esperando que este momento llegara?

Perdía el aliento y de su pecho salía un coro de silbidos. La enfermera preparó una inyección calmante e hizo señas de que todo había terminado. Era mejor dejar al viejo en paz.

– Vamos a irnos, papá -dijo Camargo-. Me alegra verte bien. Me alegra que te cuiden.

– Perra, perra -siguió el anciano-. ¿Y ahora por qué no te pusiste los guantes del hospital, eh? ¿Ya no te da asco tocarme?

– No llevo guantes, señor. Véame. No vengo del hospital -trató de convencerlo Reina mientras Camargo la tomaba por el brazo y la arrastraba hacia el ascensor.

Fue como si la marea de lo no vivido se retirara de las playas que había cubierto durante años y el pasado apareciera ante Camargo liso y nítido: la desmemoria a que lo condenaron las fotos quemadas por el padre y el nombre prohibido de la otra, la que se había ido, todo eso regresaba, como regresan siempre los dolores que no queremos sufrir. Se dio cuenta de que durante anos había equivocado la búsqueda, yendo detrás de una madre que debía repetir su propia imagen, una forma errante cuyos ademanes y voz estaba seguro de reconocer, sin saber -pero ahora el padre acababa de decírselo- que perdemos la vida buscando lo que ya hemos encontrado.

– Estás pálido -le dijo Reina, ya en la calle.-Estoy bien -dijo él.

– ¿Por qué estás bien? No podes estar bien después de lo que ha pasado.

– Siempre es así. A veces me reconoce, a veces no; ya te lo dije.

– A mí me pareció que estaba perdido pero lúcido. Me confundió con otra, eso fue todo. No te veía a vos, pero estaba viendo algo que era verdadero.

– Vos no eras verdadera. No eras otra.-Para tu padre sí, en ese momento. -¿En ese momento? No, nunca. No puede distinguir una persona de un micrófono.-Claro que sabe. Las personas somos para los demás no como somos sino como nos quieren ver.