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– No. Si salís de joda no tengo más remedio que volarte la cabeza. Un hombre como yo tendría que pasarse la vida en cana por el capricho de una mina como vos. Inconcebible, ¿no?

– Te dije que no quería empezar esta historia para que no nos hiriéramos. No hay nadie en mi vida, Camargo, nadie. sería mejor que tampoco estuvieras vos.

Reina trató de no pensar en nada durante la comida, pero una desazón oscura la devoraba por dentro. Junto a Camargo había recorrido medio mundo, desde la galería de los Uffizi en Florencia, donde se besaron ante el Nacimiento de Venus de Botticelli restaurado con amarillos y verdes que les parecieron demasiado estrepitosos para una obra que ya tenía más de quinientos años, hasta los templos musicales de Kioto, donde se situaban a cien metros uno del otro para oír cómo la más sigilosa de las pisadas resonaba en cada extremo. Durante esos largos meses había sido casi feliz. Tal vez habría llegado a amarlo -lo que ella entendía por amor y había sentido sólo una vez, en la adolescencia, cuando dejó al músico de rock que la desvirgó en brazos de una rival invencible, la cocaína-, si Camargo no la hubiera sometido a cambios de humor que la descolocaban, asaltos de pasión demencial y luego semanas de indomable indiferencia, sin que aun en los momentos de mayor intimidad y entrega él le prometiera nada ni ella tampoco pidiera: casi no hablaban del porvenir. Mañana era, para ellos, literalmente el día de mañana. Sin embargo, Reina había ido acostumbrándose a su compañía, a las errancias de su sexualidad; disfrutaba de su conversación sentenciosa y de sus modales anticuados. Ahora, en Washington, lo desconocía. No imaginaba cuál ignorada llaga de sus sentimientos podía haber tocado por imprudencia. La comida le resultó tan insoportable que, al despedirse, equivocó el único saludo que sabía decir en inglés: «nice to meet you, Bob». Camargo, siempre feroz con esos deslices, se mostró por una vez indulgente. Cuando regresaban al hotel, le pasó las manos sobre los hombros y le dijo:

– Me gustaría que en Buenos Aires vayamos a visitar a mi padre, Reina. Ya ha pasado los noventa y no creo que le quede mucha vida.

Pero una vez que las parejas empiezan a desbarrancarse no hay manera de retroceder, aunque sea sólo uno el que está cayendo. Al diálogo infortunado de la noche siguió la noticia fatal de la mañana siguiente. Ángela llamó a su padre por el celular y le anunció que la abuela había muerto de la peor manera posible. Dos semanas atrás -con[ó-, el médico le había permitido abandonar el hospital y volver al caserón del lago Torch. Para no dejarla sola, a Brenda se le ocurrió pasar algunos días allí con las mellizas. La noche anterior habían ofrecido a los vecinos una fiesta pantagruélica, en la que todos se hartaron de truchas, tilapias, pollos al ajo y vinos del valle Napa. A medianoche se acostaron tan extenuadas que dejaron abiertas las puertas del granero y olvidaron cubrir las jaulas de los zorzales. La abuela, que tenía el sueño frágil de un recién nacido, se levantó antes del amanecer y descubrió un estropicio de plumas ensangrentadas y pájaros sin cabeza entre las parvas de comida. Ángela contó que sólo mucho más tarde los tramperos del lago Torch reconstruyeron lo que había sucedido. Durante la noche, dijeron, la casa y el granero fueron invadidos por animales depredadores: acaso bandas de gatos salvajes que anidaban en el bosque o esa comadreja asesina que en Estados Unidos se llama opossum y que hace estragos en las huertas. El terror debió de paralizar la garganta de los pájaros y la matanza sucedió en silencio. Pero no lo sabían cuando la abuela apareció como un fantasma en el cuarto de las mellizas y se desplomó sobre la cama de Ángela, segada por el relámpago de dos infartos consecutivos.

Camargo repitió la historia con medias palabras secas y distantes, disimulando el sollozo de perro que tenía atascado en la garganta. Después se quedó mirando por la ventana el tránsito sin sonidos de la calle M, temeroso de que Reina hablara porque, si lo hacia, se le iban a desprender todas las lágrimas que jamás había llorado. Estuvieron en silencio más de una hora, mientras se alzaba el sol transparente de la mañana, hasta que él se volvió y le dijo con el tono pausado de siempre:

– Ya no hay por qué seguir acá ni un solo día. Me da lo mismo que crucifiquen a Clinton o que lo salven. Me estoy pudriendo en esta ciudad sin alma.

Ella le contestó lo que él quería que dijera:

– También yo estoy cansada de viajar.

El último esfuerzo que hizo por reparar el daño de la noche anterior terminó, sin embargo, por arruinarlo todo.

– Ya no te sientas mal, amor -dijo-. No quiero verte sufrir.

Camargo era invulnerable a los ataques porque sabía cómo devolverlos, y toleraba airoso el desamor de los otros, la indiferencia y el rencor que había aprendido cuando era chico. Pero la sola idea de inspirar lástima le hervía la sangre.

– ,Sufrir? ¿Cómo podes ser tan estúpida para creer que sufro por la muerte de esa vieja? No, Reina. Lo que me inquieta es el dolor de Ángela. Me inquieta que tenga una recaída y no me quede más remedio que correr a la cabecera de su cama.

Ella se acercó para abrazarlo diciéndole “Me parecía, me parecía…”. Apenas tuvo tiempo de ver los ojos de Camargo trastornados por la ira y de adivinar lo que estaba por suceder, sin que pudiera evitarlo. El la golpeó con una energía de buey, y cuando ella se recuperó, en el piso, los labios estaban sangrando.

No se volvieron a hablar durante las horas que aún les quedaban en Washington y se dijeron

apenas lo indispensable en el avión que los llevó de regreso. Reina creyó que la relación volverla a su cauce cuando entraran en la rutina de Buenos Aires, pero ya nada fue como antes. Camargo no le pidió perdón, y se comportaba como si fuera ella la que estaba en falta. En el diario, sin embargo, la trataba con una cortesía casi artificial. Jamás empezaba las reuniones de editores sin que ella estuviera presente y tomaba nota en un cuaderno de todas sus observaciones, aunque nunca las usara.

Asignó a Reina dos ayudantes para que investigara el crimen de un estanciero y su esposa durante las inundaciones del río Salado. Los culpables parecían ser tres miembros de la familia Guthrie, unos puesteros pelirrojos, de cara aindiada, que descendían de escoceses. Se los acusaba de haber crucificado a los patrones con vigas arrancadas del techo de un granero. Reina había descubierto cerca de los cadáveres un ejemplar ruinoso del evangelio según Marcos, y en su artículo, comparó el asesinato con otro cometido por una familia de nombre parecido, Gutre, en 1928. Esta primera historia había sido ligeramente modificada por Jorge Luis Borges e incluida en uno de sus libros de cuentos, El informe de Brodie. Reina exhumó los detalles del crimen original, en el que los crucificados eran también dos -un estudiante de medicina y su primo hermano-, y lamentó que Borges empobreciera la realidad al acentuar la semejanza con el sacrificio del Gólgota. Debían de haberlo influido los informes periodísticos de la época, que aludían a Jesucristo y al buen ladrón, tal como hicieron los diarios de fines de 1999. Más sagaz, Reina advirtió que los Guthrie eran iletrados, como los Gutre, y conocían una tradición rural de las Highlands, según la cual Jesús murió en la cruz de Jerusalén al mismo exacto tiempo que Simón, su hermano gemelo, era martirizado en la cruz de Damasco.

El relato aumentó las ventas de El Diario y desató un sinfín de polémicas entre los lectores. Otra vez Sicardi llamó a Reina para anunciarle que le duplicaban el sueldo: la empresa quería disuadir así a las radios y canales de televisión que seguían tentándola con ofertas fastuosas. Habían pasado apenas dos años desde el incidente en el monasterio de Los Toldos y ya era una de las diez personas mejor pagadas de la redacción. El Diario (o Camargo, daba igual) le había asignado un equipo propio, que incluía al resignado Insiarte y a otros dos cronistas impacientes por alcanzar la misma gloria rápida de la jefa. Reina se aficionó a dar órdenes. Jamás había pensado que ese ejercicio pudiera ser tan placentero, y lo perfeccionaba volviéndose cada día más implacable y exigente. Adoptó la costumbre de poner los pies sobre el escritorio y reclinar el asiento hacia atrás, como Camargo, sosteniendo la nuca con las manos. Algunos pensaban que era una parodia, pero Reina lo hacía sin pensar, creyendo que ese gesto desaliñado indicaba un cierto poder, de la misma manera que había fumado cigarrillos a los quince años para sentirse adulta.

Pasaron el invierno y el comienzo de la primavera sin que ella regresara a la casa de los geranios, en San Isidro. No la extrañaba, y tampoco extrañaba la vida infeliz que había compartido con Camargo, pero a la vez la perturbaba la soledad de sus dos cuartos en la calle Humberto Primo, donde había ido acumulando ropa, libros, computadoras y equipos de música con los que tropezaba a cada paso. Decidió al fin alquilar un departamento más amplio, en un barrio menos bohemio y apartado que San Telmo. Fue a ver covachas oscuras, con ventanas que daban a patios internos de ventilación y cocinas con escamas de grasa centenaria, por las que se pedían depósitos altísimos porque los inquilinos se quedaban cuatro, seis meses sin pagar, y luego resistían el desalojo.

Una mañana se le ocurrió que tal vez fuera mejor comprar algo. Buenos Aires estaba llena de balcones con letreros de venta, los préstamos hipotecarios eran fáciles para las personas de ingresos fijos y, si no encontraba un departamento nuevo a su gusto, podría reformar algún otro, abriendo ventanas y derribando paredes. Necesitaba cartas de El Diario para empezar los trámites y cuando se las pidió a Sicardi intuyó que había dado un paso fatal: Camargo lo sabría al instante. Durante meses se había mantenido lejos de él. Ahora, la interrogaría. Lo que para otros eran azares simples de la vida para ella podían volverse puertas del infierno.

No se equivocó. Después de la reunión de editores de la tarde, el director le pidió que se quedara en su despacho un momento más. Repitió punto por punto el ritual con el que la había recibido al volver de la Azotea de Carranza: ordenó que nadie lo molestara, ofreció café y apagó los televisores del despacho, en los que un momento antes se había visto al viejo George Bush descender de un avión privado en el aeropuerto militar de la ciudad, mientras el presidente penitente, en los últimos días de su mandato, lo saludaba enarbolando un palo de golf.

– No puedo dejar de pensar en vos, Reina -le dijo.

– ¿Por qué? ¿Ya no tenés a quien golpear?