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En fin, que he derivado sin desearlo hacia temas de los que no tenía la intención de escribir. Porque lo último de que se trató en la comida (o, más exactamente, a la hora del café, que tomamos los tres a la europea, bien negro y fuerte: ése por el que empieza la inmoralidad, según los bostonianos), fue de que yo guardase silencio acerca de lo de Norman Leeds: debo saberlo; pero tú, no. Y ya te enterarás (decía la doctora Ansúrez), porque por mucho que se guarden los secretos, siempre acaban por ser noticias de prensa (siguió diciendo ella), y algo que se refiere a asunto de tanto estruendo como el libro de Claire, acabará por salir de los ámbitos científicos (que ellas, con otros más, constituyen) para saltar a las páginas de Time, con entrevista y con fotografía. Mi razonamiento, sin embargo, no coincide con el de ellas. Voy a ocultarte la existencia de ese artículo de Spencer, y hasta del mismo Spencer, aunque no sólo por no hacerte daño, sino porque dure un poco más, entre nosotros, la esperanza y la alegría, o, al menos, esa situación crepuscular de quien no sabe aún si es verdad lo que cree y si es esperable lo que espera. De todos modos, voy a intentar convencerte, a modo de precaución, de que Claire alcanzó por vía intuitiva una verdad que la ciencia histórica no está aún capacitada para demostrar: la inexistencia de Napoleón, y menos aún, preparada la sociedad para recibir con indiferencia o, al menos, con serenidad, una verdad como ésa. Porque estoy persuadido de que muchos de los críticos de Claire saben que es cierto lo que dice, pero comprenden al mismo tiempo que pertenece a ese orden de realidades que no deben propalarse: como si alguien, ahora, pudiera demostrar que existe Dios. ¿No crees que lo harían callar por cualquier medio, sin excluir la muerte? Vamos a ver si consigo preparar tu espíritu para que asistas, sin desmoronarte tú también, al fracaso de Claire; y si consigo al mismo tiempo convencerte por mis propios medios de que él ha acertado, que de momento es el pito que estoy tocando en el concierto, pues mejor.

2- – De modo que te expliqué las particularidades de mi método, tan exquisitamente anticientífico, tan rigurosamente poético, de averiguar los hechos por la contemplación del fuego, procedimiento de oscura cuanto arcaica reputación, propio del tiempo de los reyes por derecho propio y de los magos llamados sabios, los todopoderosos. Y tú me escuchaste con una media sonrisa en que mezclabas la diversión y la incredulidad, algo así como decir: «Ojalá fuera cierto ese cuento tan bonito». Pero cuando te dije que podíamos hacer juntos una prueba, no sólo ver la historia, sino sobrevolarla también, te negaste… Bueno, no llegaste a decir francamente que no, sino que lo encontrabas un poco prematuro, que tu ánimo no estaba preparado y que convendría irte haciendo a la idea, y otra clase de precauciones más o menos semejantes a las que toma consigo mismo un partidario del realismo socialista cuando se pone a leer una novela de aventuras. Sin embargo, a partir del momento en que empecé a contarte mis averiguaciones acerca de la revolución en La Gorgona, me prestaste atención, y hasta creo que no pestañeaste en tanto que mis palabras duraron en aquella penumbra: tú en el suelo del salón, yo tumbado en el sofá, ambos fumando, y el fuego de la chimenea alumbrándonos y oscureciéndonos los rostros, como un vaivén. Creo recordar que el silencio, y la ocasión propicia, y el deseo que tenía de interesarte, inspiraron mi palabra, y que fueron fluentes y brillantes las imágenes de mi relato. Cuando terminé, permanecimos un buen rato callados, más de lo esperado, hasta el punto que temí que te hubieras dormido; pero un vistazo con disimulo me permitió comprobar que contemplabas las llamas con los ojos muy abiertos, como quien está leyéndolas. Poco después me preguntaste: «¿Y no encuentras chocante, como quien dice contradictorio, el que la aristocracia de La Gorgona participase en las ideas de la Revolución Francesa, fuese lo que hoy se llama liberal, mientras que los burgueses, en todas partes liberales, hiciesen en La Gorgona una revolución reaccionaria, más bien un golpe de estado?». «Yo no sé -te respondí- si los orígenes de unos y otros tendrán que ver con ese reparto de las ideas y de las funciones, porque los banqueros y los navegantes vinieron de familias venecianas y florentinas, en tanto que los importadores y los tenderos procedían de Genova y Milán.» «A ninguna de esas ciudades podemos adjudicar una ideología concreta, menos todavía una especialización profesional, y está claro que en todas ellas hubo progresistas y reaccionarios, partidarios de Francia y partidarios del Imperio.» «Pensemos la cuestión de otra manera: el comercio marítimo, la banca, favorecen el desarrollo del espíritu liberal: tengamos siempre presente el ejemplo de Inglaterra.» «Pero eso no autoriza a suponer que el negocio de los efectos navales propicie el oscurantismo.» Desde mi punto de vista, la cuestión carecía de importancia, pero no debo olvidar que me las había con una distinguida scholar de profesión historiadora, dotada de un espíritu racionalmente exigente, salvo cuando se toma vacaciones sentimentales o mágicas. De todos modos, si quería dar una explicación satisfactoria, tenía que alcanzarla con mis razones, acaso con mis invenciones, no con las tuyas. Te respondí, entonces, más o menos: «Sería conveniente no perder de vista la situación inicial de las dos clases que durante un proceso largo, sin dejar de colaborar, se van diferenciando, y no tanto los varones, que siempre coinciden en el negocio o en el café, sino ante todo las mujeres, que ya no se visitan, que se ven en la calle, que se miran y se saludan, que se miran y se envidian, que dejan de saludarse pero unas miran y envidian y otras desprecian y hacen como que no ven. Si llegaron a esta divergencia, fue porque los banqueros necesitaban a los marinos como instrumento, y a los otros sólo como servidores. Las funciones crearon las diferencias, no el dinero. La reputación de los marinos, navegantes de mares remotos, héroes de batallas inverosímiles, alcanzó extremos que no podemos calcular, y todo se cifraba en el uniforme. ¡Ay, aquella galería del castillo, donde se conservaban, en vitrinas, todos los de los grandes comodoros desde que el cargo había sido fundado! A Ascanio Aldobrandini le he escuchado, no recuerdo ahora bien en cuál de las ocasiones, decir más o menos esto: «Galvano della Porta y yo fuimos compañeros de colegio, nos queríamos, hubiéramos deseado lo mismo, ser navegantes, aunque a mí me lo impidiera el pie y a ambos el nacimiento. Pero recuerdo que el día de la Fiesta del Mar, ese falsamente glorioso que se venía celebrando desde los tiempos de las galeras, asistíamos juntos al espectáculo de la flota reunida en la bahía, los barcos engalanados, salvas con cualquier pretexto, banderas, grímpolas, gallardetes: después, la gran revista ante el Gran Comodoro y su Estado Mayor: más vítores, más salvas, más colores, y aunque ese día todo el mundo saliese a la calle con sus ropas más lucidas, cualquier traje lujoso, cualquier adorno, desentonaban ante la gala de los marinos, cuando recorrían en procesión la gran avenida del Temple, desde la Señoría hasta la Catedral, y viceversa. Galvano y yo mirábamos como bobos, nuestra escasa estatura nos permitía instalarnos en la primera fila, y veíamos pasar alucinados, capas, casacas y tricornios, oros y plumas. Una vez dijo Galvano: «Lo más que se puede ser en este mundo es comodoro», y, ya ve usted lo que ha tenido que suceder para que reconociésemos el error en que entonces estábamos: «Lo más que se puede ser en el mundo es lo que es Galvano». Por su parte las mujeres llevan dos siglos imitando las unas a las otras y deseando las unas ser las otras, o, al menos, como ellas. Los grandes acontecimientos de la historia privada de La Gorgona, de la pétite hisioire , son los cuatro o cinco matrimonios de navegantes con hijas de tenderos, y los seis o siete de tenderos con hijas de marinos, escándalo y ejemplo unos y otros, muestras de cómo los enamoramientos y otros caprichos de ese jaez constituían aún, como habían constituido hasta entonces, el mayor peligro para la estabilidad social y la prueba fehaciente de que todo estamento cría en su seno, como quien cría cuervos, a sus propios enemigos; y conviene tener en cuenta, además, que en todos estos casos fue la mujer la que arrastró al varón hasta su clase, hacia arriba o hacia abajo, y no al contrario, como parecería lógico en una sociedad informada por los valores viriles, ni más ni menos que la tan escrupulosa de los toros, donde también son las vaquillas las que transmiten la casta: el comodoro De Risi contó entre sus antepasados a un tratante en paños florentino; Ascanio Aldobrandini descendía, en cambio, por su tatarabuelo, de un capitán de navio, lo cual acaso le sirviera de consuelo en sus noches insomnes de abogado sin esperanza. Cuando Flaviarosa della Croce invitaba a Nicolás el hermoso a almorzar en el impresionante comedor del viejo zorro (se decía), importador de efectos navales, lo hacía, ante todo, porque el mancebo le gustaba; después, porque era hijo de un comandante de pedigree impecable; pero nunca se le hubiera ocurrido casarse con él, segura como estaba de que los hijos del matrimonio jamás serían admitidos como aspirantes a pilotos. A esta altura de mi explicación, me interrumpiste, Ariadna, para advertirme de que tanto la historia de Flaviarosa como la de Ascanio quedaban incompletas, como quien dice al aire, y no era fácil explicarse, añadiste, el porqué tanto el uno como el otro habían intervenido en la conspiración casi como si fueran sus propietarios: el uno bien a la vista: la otra, sospechada. Los historiadores, te respondí, presentáis ex-abrupto a los personajes históricos, de modo que tu pregunta, antes que de historiadora, es de lectora de novelas, es de aficionada a Stendhal, quien, indudablemente, hubiera dedicado un volumen de unas seiscientas páginas, con toda seguridad apasionantes, a la exploración del alma de Nicolás, de Ascanio, del viejo zorro y, por supuesto, de Flaviarosa. ¡Oh, qué deliciosa mujer nos habría pintado, quién lo duda! Pero las circunstancias no son las mismas: Stendhal inventaba; yo te cuento lo que vi en las llamas del hogar. Stendhal no tenía prisa; yo, he de apurarme si quiero llegar a tiempo con el descubrimiento que espero (a tiempo para que puedas consolar a Claire de su fracaso); Stendhal, finalmente, inauguraba un modo de novelar que, por desgracia, ya no se lleva: si se llevase todavía, ¡con qué gusto entraríamos en las cámaras secretas y corredores del alma de Flaviarosa, donde con toda seguridad hallaríamos materia de entusiasmo y deleite! En todo caso, y descartados los métodos stendhalianos, de ponerme a escribir una novela, sería un poco más prolijo. Así, por ejemplo, te hubiera contado que a Flaviarosa se la educó, según decían las envidiosas (hijas, por supuesto, de mareantes) para querida de un rey, pues, de no ser así, no se explicaba nadie a qué venían tantos viajes a Viena y a París, tantos profesores de idiomas, tantas clases de historia y de política, y nada de rezar el rosario o de aprender el tejemaneje de un hogar; y cuando micer Della Croce declaraba que, a su muerte, su hija sería la reina de su imperio, la gente no tenía reparos en admitirlo, a condición, naturalmente, de que la acompañase un rey consorte, o al menos un marido morganático, que tomase en sus manos, franca o escondidamente, las riendas, y sobre sí las responsabilidades de aquella balumba de negocios que daba de comer a tanta gente; y todo el mundo esperaba que, finalmente, y conforme al orden cósmico y a lo remotamente estatuido, el mando de derecho acabase por recaer en el marido: de quien se esperó que fuese un extranjero ilustre, marqués acaso, o un marino de media edad y gran experiencia (hasta se llegó a pensar que el elegido sería nada menos que el capitán de fragata Cardona, que descendía de catalanes y no era estricto en sus prejuicios), de modo que la ciudad entera se sorprendió y sus estamentos se conmovieron de sorpresa tanto como de incomprensión, ante el anuncio de que Flaviarosa se casaba con Ascanio Aldobrandini: un abogadete guapo y de buena facha, aunque algo cojo, formado en Bolonia, familia originalmente napolitana, cuyo padre había suministrado maderas al astillero. La conmoción de los estamentos, o, más bien, sus razones, son fáciles de conjeturar: los unos veían con pena que se escapaba hacia manos de voluntad desconocida la fortuna de la signorina Della Croce, quien, además, era guapa, aunque un poco rebelde; los otros celebraban que la misma fortuna quedase en casa, quiere decirse, que no la fuera a disfrutar ningún miembro distinguido u oscuro de la clase envidiada o algún desconocido de importación. Por lo pronto, y a partir del anuncio de la boda, Ascanio pasó de ser un desdeñable abogadete a ingresar en la categoría de los juristas más prometedores; se sacó a luz la brillantez de sus estudios en Bolonia, donde le habían asegurado un gran porvenir, y se corrió, como en secreto, la especie de que el viejo zorro de Della Croce había decidido casarlo con su hija tras el descubrimiento, no ya de sus dotes de hombre de negocios, sino de las de político, a lo cual había que añadir su ostentada e indiscutida moralidad, su religiosidad patente y ejemplar. Los burgueses eran vaticanistas, y Ascanio mantenía relaciones epistolares con personas de gran lustre en la Curia. Se llegó a la convicción de que Ascanio podría ser, en el momento dado, la Persona Indicada para llevar a cabo la Esperanza, y como tal se empezó a considerarle, si bien se tuviera en cuenta la cojera verdaderamente imperceptible, pero al fin perceptible, que no parecía apropiada a la figura de un conductor, aunque no resultase tan incompatible con la palabra de un tribuno. Lo que la gente no llegó a saber a su debido tiempo (cuando lo sospechó, ya las cosas no tenían remedio) era que todas estas opiniones se elaboraban en el gabinete de Flaviarosa, que desde él se propalaban, y que el viejo raposo solía darles forma verbal definitiva. Por lo que a Flaviarosa respecta, las mujeres, las unas y las otras, deploraban, sin por eso dejarla de alabar, su inmensa capacidad de sacrificio, su acrisolado sentido del deber, sólo comparable al de una princesa de la sangre, siempre dispuesta al olvido de sus sentimientos particulares en beneficio de las necesidades o de las conveniencias dinásticas, cuando no las del mismo pueblo: con lo cual se enaltecía a Flaviarosa. Se pensaba en su delicado cuerpo como prenda palpitante de un pacto excepcional de compraventa (se elaboró, no sé si el símbolo o la metáfora, aunque quizás ambas cosas, del zorro entendiéndose con la serpiente, pero no hay duda de que se trata de un tropo exagerado), y la noche de su boda no hubo fantasía femenina, incluidas las enclaustradas, que no imaginase, con más o menos acierto, lo que podía suceder o lo que estaba sucediendo en la alcoba nupcial, y no deja de ser curioso el que la clasificación de tales imaginaciones coincida en estructura con la organización estamental, en el sentido de que las mujeres casadas de la clase burguesa supusieron que a partir de aquellas horas sería el destino de Flaviarosa, la hermosa, la riquísima, remediar la concupiscencia de Ascanio, al modo como remediaban ellas a sus maridos en sus incontenidos, monótonos y aburridos ardores, pero orgullosas de ser como eran y no unas despepitadas al modo de algunas esposas de mareantes, cuyas prácticas matrimoniales incluían ciertas variaciones del partenaire en el deleite: tan peligrosas, eso sí, según los confesores y según las opiniones recibidas, no sólo para la estabilidad moral de las mujeres, sino para la corrección frontal de los maridos, sobre todo de los que se ausentaban en largos, interminables viajes de negocios, en unos casos; navegaciones en los más frecuentes; ausencias y soledades que remediaban algunas (¡ay, pecadoras!, ¡ay, condenadas!) con precavida, aunque sospechada, sustitución de personas: pues éstas pensaron aquella noche con alegría en el destino que esperaba al cuerpo de Flaviarosa, entregado a la administración de Ascanio, torpe por inexperto, y temeroso más que nadie del diablo encerrado en la carne de las hembras (no sabía si un diablo en cada cuerpo, o uno repartido y repetido en todos ellos, pero, en cualquier caso, también en el de su mujer). Todo hubiera sido muy distinto de haber sido el marido de Flaviarosa Nicolás el hermoso ; pero, pensándolo bien, el apuesto poeta, de tez oscura y ojos como zafiros rutilantes (que es una verdadera rareza, registrada sin embargo en alguna ocasión), no parecía ser, no era admisible que fuese, la persona pintiparada para el regimiento y conducción del Imperio Della Croce, aunque probablemente sí para despertar al amor la sangre tumultuosa, sospechosa de impaciencia e insaciabilidad, de la futura reina. La cual, por cierto, al día siguiente de la boda, no pareció feliz ni desdichada, sino tranquila, como si nada hubiera sucedido, y hubo quien dijo que, en efecto, no sucediera nada, y que el piadoso Ascanio, al modo de Tobías, había retrasado en una semanita la satisfacción de su concupiscencia, sin otro motivo visible o sospechable que el de dominar, que el de ahuyentar y confinar al desierto de Libia el demonio de la lujuria, ese que se instala cautelosamente en los corazones humanos, les hace apetecer incontables orgasmos y acompaña a sus víctimas, por el camino del placer, a los mismos infiernos. La novedad la constituyó, sin embargo, la presencia, en el despacho, de Flaviarosa, con escritorio propio, y diálogo de tú a tú. Si había que consultar al viejo astuto, era ella y no él quien entraba sin llamar. Y como se le confió a Ascanio el negociado de relaciones con Inglaterra, y como no sabía inglés, a cada paso el marido tenía que recurrir a la esposa en achaques de traducción. Ascanio se propuso aprender el inglés, pero no le quedaba tiempo, ni había nadie a mano que pudiera concordar horarios tan divergentes de cualquier normalidad.