La mujer asiente mecánicamente con la cabeza sin dejar de mirar a su marido.
Haz lo que te han dicho, Elena -le dice éste besándola fríamente en la mejilla-. Y no tengas miedo. Si alguien pregunta por mí, estoy de viaje, en Madrid. Todo saldrá bien, ya verás.
La mujer nos ve marchar en silencio, impotente, desmayada sobre la mesa como una muñeca de trapo.
Cuando despierto, el sol ha caído ya detrás de los hayedos. Se desliza con suavidad sobre la hierba levantando una cortina de bruma verde frente a mis ojos.
Cerca de mí, Ramiro duerme tumbado sobre una manta. Y, más allá, Gildo vigila, apoyado contra el tronco de un haya, al dueño de la mina y los caminos que suben al monte.
– ¿Qué hora es ya?
– Las ocho.
Es don José quien me ha contestado. Está sentado en el centro, con las manos atadas a la espalda y la mirada perdida en el horizonte.
– Ramiro te relevará a las doce -me dice Gildo extendiendo su manta sobre la hierba para dormir un rato.
– ¿Queda algo de comida?
– Queso y tasajo. Ahí, en mi mochila. Dale también a él.
El dueño de la mina ha abandonado su habitual indiferencia ante el relevo de la guardia. Parece evidente que prefiere mi compañía a la de Gildo.
A lo lejos, hacia el puerto de Amarza, empieza a anochecer. Las montañas se difuminan como nubes de humo en el horizonte y una explosión de pájaros azules atraviesa en desbandada la umbría de los hayedos.
– Impresionante, ¿verdad?
Lo ha dicho sin mirarme, deseoso de entablar conversación conmigo, pero sin atreverse a hacerlo abiertamente. El dueño de la mina no olvida -mi metralleta se ha encargado, además, de recordárselo- la diferencia insalvable que nos separa.
– Yo estoy ya acostumbrado -le digo.
Y él se queda otra vez en silencio, con la mirada perdida en el horizonte, temeroso de haberme ofendido.
Lío un cigarro para cada uno. Le desato las manos para que pueda fumar y él me lo agradece con una mirada. De todos modos, con la noche cayendo y sin saber dónde estamos, aunque pudiera escaparse, no llegaría muy lejos. Y él lo sabe.
Así que enciende su cigarro y se queda mirando la columna de humo que se enreda, moroso, en la bruma del bosque.
– Siempre, desde niño -le digo-, yo he sentido también la atracción de las montañas. El fuego, el viento, los ríos, están vivos, están siempre en movimiento. Las montañas, en cambio, siempre iguales, siempre quietas y en silencio, parecen animales muertos.
El dueño de la mina me mira sorprendido. Seguramente no esperaba una explicación así de alguien que, para él, es sólo un hombre brutal, escondido como una alimaña en las mismas montañas de las que habla.
– Tú eres el maestro de La Llera, ¿verdad?
Le miro sin responder y el hombre desvía sus ojos al suelo con la sensación de haber dicho otra vez algo inoportuno.
– Se habla mucho de ti por ahí -me dice como disculpa.
– Supongo que no muy bien.
El dueño de la mina mide bien esta vez su respuesta:
– Tú lo sabes igual que yo. Para unos, sois unos simples ladrones y asesinos. Y, para otros, aunque no lo digan, sois unos pobres desgraciados que lo único que hacéis es tratar de salvar la vida.
– ¿Y para usted?
No esperaba una pregunta tan directa. Don José se revuelve, incómodo, sobre la hierba y apura su cigarro antes de contestar:
– No se puede matar a nadie.
Y me mira un instante buscando mi reacción.
– ¿Incluidos nosotros?
– Claro. A nadie.
Pues eso no es lo que usted ha dicho públicamente otras veces.
Pese a la oscuridad creciente del hayedo, puedo advertir el brillo acorralado de sus ojos, el temblor mortecino que, de pronto, ha asomado a sus labios. Es la primera vez que pierde el control de sí mismo desde que estamos en el monte.
Le ato otra vez las manos a la espalda y me siento detrás de él, apoyado contra un haya, a esperar la noche.
– Coja usted un animal doméstico, el perro más noble y más bueno -le digo después de un rato-. Enciérrelo en una habitación y azúcelo. Verá cómo se revuelve y muerde. Verá cómo mata si puede.
El dueño de la mina no responde. No puede responder- Inmóvil sobre la hierba, parece un tronco más entre los troncos del hayedo.
Santiago vive en Quintana, una pequeña aldea escondida chopos a los pies de Peñ a Malera. Santiago -antiguo compañero de trabajo de Ramiro y uno de nuestros más fieles enlaces desde que estamos en el monte-, a sus cuarenta años, sólo ha logrado reunir en torno suyo una pareja de vacas de tiro, un exiguo rebaño de cabras y media docena de hijos que apenas sirven aún para ayudar a su madre a cuidar de los animales y cultivar el huerto.
Así que, todos los días, con las estrellas colgadas todavía del cielo de Quintana, Santiago coge su bicicleta y, llueva o nieve, recorre los quince kilómetros largos que le separan de Ferreras para enterrarse en la mina de don José.
Y ya no vuelve a casa hasta la noche.
Hoy, sin embargo, de regreso a Quintana, a la mitad del camino que sube de Vegavieja, Santiago ha escuchado el grito del búho en el robledal.
Inmediatamente se detiene. Escruta durante unos instantes las sombras de la noche a su alrededor y, luego, apaga y enciende el faro de la bicicleta tres veces.
Lo apaga finalmente al verme aparecer al borde del camino.
– Santiago.
– Hola, Ángel.
– ¿Cómo subes tan tarde hoy?
– Me entretuve en la farmacia de Vegavieja. Unos recados para Consuelo, ya sabes.
Consuelo es su mujer. Una mujer enferma y oscura. Una mujer, como todas las mujeres de esta tierra, envejecida antes de tiempo.
– ¿Viste algo?
– No, nada extraño. Al menos en la mina.
– ¿Y en el cuartel?
– Lo mismo. Creo que la mujer de don José no ha dado parte.
Santiago mira incesantemente a un lado y a otro vigilando el camino. Sus ojos cansados, endurecidos por la mina, podrían descubrir a distancia una sombra acechando escondida entre las sombras inmóviles de la noche.
– Es mañana, ¿verdad? -me pregunta.
– A las seis. Quizá te cruces con el coche cuando bajes.
– Que tengáis mucha suerte, Ángel.
El faro de la bicicleta alumbra ya el camino nuevamente.
– Santiago…
Él se vuelve para mirarme.
– Es posible que no volvamos a vernos. Por lo menos en mucho tiempo.
Las palabras se agolpan en mi corazón como piedras pesadas. Se resisten a subrayar este adiós que -los dos lo sabemos- puede ser el definitivo.
– Quiero darte las gracias por todo lo que…
Pero Santiago me estrecha la mano, en silencio, y se aleja empujando la bicicleta por el camino.
El dueño de la mina, muy nervioso, consulta otra vez su reloj y mira con ansiedad la cinta negra de la carretera.
– Ya es la hora -me dice-. Ya tenían que estar aquí.
Y me enseña el reloj de cadena de oro cuyas manecillas señalan las seis y media de la mañana.
– ¿Usted confía en su mujer?
– Completamente.
– ¿Y en su silencio?
El hombre duda un momento antes de responder:
– También.
– Pues, entonces, tranquilo.
Sobre los montes de Vegavieja es noche cerrada todavía. Nubes de estrellas cuelgan sobre el río que corre a nuestros pies con un gemido hondo. Y hace frío. Mucho más del que puede soportarse en una espera tan larga como ésta.
– Ya sabéis -repite una vez más Ramiro-. Tú, Gildo, esperas en la carretera y detienes el coche. Ángel te cubrirá desde la casilla. Hay que hacer esto con la máxima rapidez posible.
Mientras hablaba, las luces de un automóvil han aparecido a lo lejos, sobre la línea del horizonte, desgarrando la niebla del río.
– Túmbese.
El dueño de la mina se apresura a obedecer. Ramiro enfunda su pistola y se agacha a su lado, entre las urces.
– Suerte -nos desea mientras Gildo y yo comenzamos a descender hacia la carretera.
Gildo hace un gesto con la mano para que se detenga.
El coche frena bruscamente y se arrima a un lado de la calzada, justo enfrente de la casilla abandonada de carros en que yo me he parapetado.
– ¡Apague las luces!
Dentro, obedecen y la lechosa oscuridad del alba se extiende otra vez sobre la carretera.
Ahora, una puerta se abre y del asiento trasero desciende la mujer de don José con un bolso en la mano. En el interior del coche queda sólo la silueta difusa del chófer sentado al volante.
Gildo comienza a acercarse sin dejar de apuntar a la mujer con su metralleta.
– ¡Tire el bolso! -le ordena-. ¡Tírelo y quédese junto a la cuneta!
Van a ser las últimas palabras de su vida. Porque, justo en ese momento, la mujer se arroja al suelo y comienza a disparar por sorpresa sobre él. Casi al unísono, el rugido inesperado de varias metralletas la secunda desde el coche.
He tardado mucho tiempo en reaccionar. Aplastado tras el hueco de la puerta, en el fondo de la casilla, siento rugir en mi garganta las balas que buscan casi a ciegas la silueta del coche, el bulto de la mujer, sobre la carretera, la oscuridad del alba, la muerte. Como si fuera la metralleta, y no yo, quien primero hubiera conseguido sobreponerse a la sorpresa.
De pronto, me doy cuenta de que nadie responde. De que estoy solo, en medio de la noche, rematando interminablemente a varios muertos.
– ¡Gildo!
El silencio estalla en mis oídos como un último disparo.
El coche está inclinado torpemente sobre una rueda reventada. Y, cerca de él, los cuerpos de Gildo y de la mujer de don José yacen desmadejados sobre la carretera.
– ¡Gildo!
Me he abalanzado hacia él sin preocuparme siquiera de registrar el coche por si alguien pudiera todavía dispararme.
Gildo está en medio de un gran charco de sangre, cara al cielo, con el cuerpo cosido a balazos y los ojos llenos de estrellas.
– ¿Qué ha pasado, Ángel? ¿Qué ha pasado?
Ramiro corre ladera abajo encañonando al dueño de la mina.
No he necesitado explicarle. Se ha quedado en mitad de la carretera, inmóvil, anonadado, con los ojos clavados en el cuerpo de Gildo. Con los ojos vacíos.
Él no quería marchar -dice en voz muy baja, como para sí mismo.
De pronto, casi al tiempo, una misma sospecha nos asalta. Ramiro se acerca al bulto desmadejado de la mujer y le da la vuelta con el pie. Un pañuelo y una peluca desparramados sobre la carretera. Pese al negro que ahora ocupa su ojo izquierdo, los dos podemos reconocer fácilmente el rostro inconfundible del capitán de Ferreras.