Hoy no suenan las sambas, el engendro barbudo anda en otras cosas. ¡Y pensar que fui yo el que le escogió el nombre cuando nació, el más español, el más rotundo, el más hermoso, avasallador como «La Fuerza del Sino» de mi viejo amigo y contertulio de café el Duque de Rivas! ¡Cómo no le puse Cristoloco en homenaje al rabioso que expulsó a fuete a los mercaderes del templo, al atrabiliario que pagaba igual a los que llegaban a trabajar temprano que a los que llegaban tarde, y sobre todo al imbécil que volviendo la otra mejilla abolió de un sopapo la ley del talión e instauró la impunidad sobre la faz de la tierra! Cristoloco Rendón Rendón es como ha debido llamarse. Ahora tenía justamente la misma edad del Nazareno cuando éste se desató a decir y hacer pendejadas y su misma barba negra, espesa, estúpida, barba de hippie. Le había dado una tregua a las sambas y estaba conectado por el culo en silencio al Internet, del que Darío me empezó a hablar, a propósito, primores. Que le habían mandado sus amigos de Bogotá, cuando se enteraron de que estaba en Medellín tan enfermo, un compact disc por el Internet o sideroespacio. ¿Un compact disc? O yo no estaba enterado de los últimos adelantos de la ciencia, o el sida le estaba perturbando a Darío el juicio.

– Yo no sabía que se podían mandar cosas compactas por el Internet -le comenté-. Si es así decíle al Gran Güevón que nos mande por ese invento maravilloso dos muchachos en pelota a ver si se nos alegra la tarde.

¡Qué nos los iba a mandar, lo que se largó fue el aguacero! Un chaparrón súbito, burlón, que me puso a correr de un lado al otro a recoger sábanas, bancos, mesas, hamacas, platos y sobre todo la marihuana, que mojada no sirve y hay que ponerla a secar: varios días de ayuno que mi hermano no aguanta. No bien acabé de levantar el tinglado escampó, y Darío volvió a oír el pájaro.

– ¡Ahí está, ahí está! -me decía mientras yo instalaba de nuevo la hamaca y a él en ella.

Entre el follaje del mango dizque veía un aleteo confuso y furioso: que era el pájaro Gruac luchando contra un gusano del sideroespacio. Esto se jodió, pensé, el sida le está afectando la cabeza, ya empezó a ver visiones. Y que oigo de repente el «Gruac, Gruac» detrás de mí cuando acomodaba en una mesita unos platos: era Darío que se había levantado de la hamaca y en turcochipriota le contestaba al pájaro.

Obsesionado con ese pájaro escurridizo e inarmónico que no se dejaba ver y que le hablaba en algo así como uraloaltaico, vivió Darío los Últimos días medio tranquilos que tuvimos: luego la sulfaguanidina dejó de funcionar, la diarrea se le declaró de nuevo, y se acabó la tregua que nos concedió la Muerte. En el manicomioinfierno presidido por la Loca explotó el pandemónium.

Yo me creo capaz de capear un temporal, de inyectar cianuro y de lidiar un sida, pero un sida con Loca no. Esa combinación no la maneja, como dicen en Colombia, «ni el Putas». «El Putas» sería el que fuera capaz y yo no soy. El Putas no existe pues, y si no que venga a probarlo en esta casa.

Yo bajaba y subía y bajaba y subía por esa escalera empinada de atrás de que les he hablado, donde unas veces abajo, otras arriba, se instalaba la Muerte a cagarse de risa viéndome bajar sábanas sucias que lavaba en la lavadora, que tendía al sol a secarse, y que volvía a subir para que la imparable diarrea del enfermo las volviera a ensuciar. Y el Papa, que es tan bueno, tan útil, tan santo, ¿dónde está que no viene a ayudar? Y maldecía del zángano impostor y su madre. Las carcajadas de la Muerte, pese al tiempo transcurrido, aún me retumban en los tres huesitos del oído medio: el martillo, el yunque y el estribo.

– ¿Se te antoja ya el pescadito? -le preguntaba a Darío que llevaba tres días con sus noches de diarrea sin dormir ni comer.

Que si, me decía desfalleciente con la cabeza y yo, sin perder un segundo, bajando a tumbos la escalera corría a prepararle el pescado que le había comprado la víspera y que tenía descongelándose desde por la mañana en el fregadero de la cocina en espera de que quisiera comer: no estaba, desapareció.

– ¿Y dónde está el pescado que dejé aquí -gritaba yo desde abajo como un loco, desesperado.

– Yo lo guardé -contestaba desde arriba la Loca- Está en la nevera.

Y en efecto, ahí estaba, vuelto una piedra, un mamut de la edad glacial. Sin que yo me hubiera dado cuenta, la Loca había bajado a la cocina y había metido el pescado al congelador.

– ¿Y quién te mandó meterlo? -le increpaba desde abajo a la maldita vuelto una furia.

– Lo metí para que no se fuera a dañar -contestaba desde arriba la santa-. ¡Yo no sé qué va a ser de esta casa cuando me muera!

La Loca era más dañina que un sida. Sus infinitas manos de caos se extendían hasta los más perdidos rincones de la casa como el pulpo de Víctor Hugo en «Los Trabajadores del Mar». Era la encarnación viviente de las leyes de Murphy: todo en mi casa siempre podía salir mal porque para eso siempre estaba ahí ella, su incontrolable presencia. Así la mano incapaz de alargarse para apagar una lámpara metía solicita el pescado al congelador. Su mano era una pata. No bien acabe este recuento de desdichas, con la venía de Tomás de Aquino y Duns Scotto teólogos y de Kant filósofo, me voy a escribir un tratado de teología inspirado en ella: «Critica de la Maldad Pura». La Loca era el filo del cuchillo, el negror de lo negro, el ojo del huracán, la encarnación de DiosDiablo, y se había confabulado con su engendro del Gran Güevón para matar a mi hermano. Cuando no era ella la que metía el filosófico pescado al congelador se lo comía el engendro, que de tanto alzar pesas vivía hambreado. ¿Y para qué levantaba pesas Cristoloco? ¿Para pegarme a mi? ¡Que se atreviera! Y este su servidor apacible mantenía lista una varilla de hierro para enderezarle al forzudo sus torcidas intenciones cuando se le quisieran expresar.

Todo intento de orden de parte nuestra, de comida, de limpieza, de mediana civilidad en esa casa que no era suya sino de todos, con sus manos de caos, con su espíritu anárquico, con su genio endemoniado la Loca nos lo boicoteaba. ¿Ordenábamos? Desordenaba. ¿Limpiábamos? Ensuciaba. ¿Cocinábamos? Comía. Y si le conseguíamos una sirvienta la echaba, porque ¡para qué sirvienta teniendo marido e hijos! No hacía ni dejaba hacer, no rajaba ni prestaba el hacha.

Y tras de mala santa. Que si fuera a calificar su actuación en esta vida, sobre un máximo de cinco, que es lo que se usa en Colombia, ella se pondría un cinco admirado. ¡El calificador calificándose, el juez juzgándose! ¿Habráse visto mayor impudicia? Menos cinco bajo cero le pondría yo para que se le congelara el culo.

Luego se iba a la iglesia a comulgar. Pero como vivía tan ocupada manteniendo en orden su casa y educando a tantos hijos, quería comulgar de primera (sin confesarse por supuesto, porque ¿de qué?), y así se lo exigía al cura en el introito o comienzo de la misa, y faltando cuando menos medía hora para la comunión: que le dieran de comulgar rápido que ella no tenía tiempo que perder en liturgias. Y como los curas, claro, se negaban, la olvidadiza les gritaba desde el atrio yéndose: «¡Curas maricas!».

Maricas varios de los que tenía en casa, y a mucho honor. ¿Quería la santa que los curas se pusieran a proliferar como ella? ¡Si con curas maricas no cabemos, qué tal con curas reproductores!

Tras de cinco hijos varones seguidos, se le metió en el testaferro a la Loca que iba a ajustar los doce apóstoles. De sexto le nació una niña, Glorita, cortándole el chorro que prometía hacer de papi lo que en la vieja España llamaban un «hidalgo de bragueta». Si en vez de cinco hijos varones hubiera tenido cinco niñas, ¡se habría puesto a ajustar las once mil vírgenes! Que tenga cuantos hijos quiera, decía yo, el primogénito, pero eso si, mientras la turba desbocada me obedezca a mí.

¡Ay, si el mundo fuera como la ley lo dicta! Pero no, en un matriarcado la reina madre, la abeja zángana se pasa la ley por la bragueta. Y en consonancia consigo misma la introductora del desorden, la Loca de la guachafita, boicoteó cuantos intentos hice por impedir que mis hermanos, sus hijos, pisotearan el más sagrado derecho que ha existido desde que el mundo es mundo, la progenitura, consagrado en un libro tan antiguo, tan sabio, tan incestuoso como la Biblia. Y mis no sé cuántos hermanos, varones y hembras, con la anuencia de ella, quisieron pasar por sobre mí. ¿Por sobre mi? jamás! «Por sobre de mi cadáver», como dijo julio Jaramillo en la canción. Y se desataron incontables guerras intestinas en mi casa, de las que se necesitaría un Tito Livio para historiarlas, de las que me quedaron de por vida tres dientes desportillados, pero de las que salió víctima también ella, la permisiva, la disoluta, la reina loca, la Loca anárquica, la parturienta, porque le retiré mi respeto y obediencia. ¿Quiere leche la mandona? Que ordeñe la vaca. Si por su culpa a mí no me obedecían, yo no le obedecía; si por su culpa a mí no me respetaban, yo no la respetaba. La vida es tropel, desbarajuste; sólo la quietud de la nada es perfecta. ¡Ay del que contribuya al caos de este mundo propagándolo porque en él perecerá! Y no lo digo yo, un pobre diablo: me lo dijo anoche el Profeta.

Los dientes desportillados se los debo a un vaso en que me estaba tomando un jugo y a la patada que Darío le dio: la patada quebró el vaso y el vaso mis pobres dientes. ¡Qué carajos! Dondequiera que estés, hermano, en el circulo de los irascibles o en el que te hayan asignado en los infiernos, desde aquí te perdono.

Todos los días, tres veces al día, me acuerdo de ti: cuando como, sin que mis dificultades para masticar disminuyan un ápice el amor que te tengo. ¡Para eso están las licuadoras! Además en un tratado de teología de la magnitud de éste no voy a armar un escándalo por tres dientes. ¡Ni que fueran dos ojos!

Para cerrar con broche de oro su faena reproductora, la Virgen María alumbró a Cristoloco y le salió un engendro: el Gran Güevón tantas veces aquí mencionado, el genio del sideroespacio. ¡Por qué, insensata, cuando lo viste no se lo vendiste a un circo, chambona! Ahí mismo has debido actuar, sin dilaciones. ¡Pero qué! La Loca, que no era gente de razón y que el poco juicio que tenía, si tenía, lo tenía descentrado, pecaba por partida doble, por obra y por omisión. Las mujeres además tienen tendencia a conservar lo que les sale por la vagina. Y abajo España, país de cagatintas, masa cerril, arrodillada, que fuiste capaz de gritar un día: «¡Vivan las cadenas!».