Al final, me cuentan sus amigos, se había vuelto egoísta, lo que nunca fue. Que escondía hasta la marihuana, que no vale nada. Entonces por asociación de ideas recordé la furia que le entró un día de esos últimos años (cuando el sida aún no le explotaba) a la simple mención del nombre de un conocido suyo que le había quitado un muchacho.

– Los muchachos, Darío -le increpé-, son un bien público, no propiedad privada. Que los tome el que quiera y los pueda pagar. ¡O qué! ¿De viejo te va a entrar la posesiva?

Que eran los dos, el muchacho y su ex amigo, unos hijueputas.

– Que se vayan, Darío, los hijueputas, cada quien con cada quien.

Con los años se le había agriado el genio. Cada día más y más se le expresaba un temperamento de Rendón, como si ése fuera su primer apellido. Y tras el mal carácter el retraimiento. Se había vuelto hosco, sombrío. Se estaban sumando en él los dos sidas, el del virus y el de la vejez. Pero volvamos al jardín, a los felices días en que la sulfaguanidina funcionaba y cuando yo no podía ni siquiera concebir que Darío se pudiera morir.

Estábamos conversando, de lo uno, de lo otro, de la infinidad de cosas que vivimos juntos y que para rememorarlas no nos alcanzaría la eternidad, cuando volvió el Gran Güevón de la calle y puso su equipo de sonido a lo que daba.

Ignorando su primer apellido (y el tercero y el cuarto y el quinto y el sexto y el enésimo y Último) el Gran Güevón era Rendón Rendón Rendón Rendón. Todos los genes responsables de la imbecilidad rabiosa se habían dado en él sin atenuantes, sin que un solo alelo no Rendón enfrente contrarrestara al menos uno de ellos. No. Los alelos no Rendones estaban en él silenciados. El Gran Güevón era una piedra roma, un Rendón puro, un verdadero fenómeno de la genética. Y ahora, sin respetar que Darío y yo nos estábamos muriendo, prendía el loro infecto y lo ponía a tocar sambas. De lo primero que se apoderó fue de la sala, donde estaba el piano, y del estudio del órgano, que daba al jardín. Cuando papi se murió se siguió con la casa. En el estudio instaló el loro y una cosa que llaman «Internet».

– Decile Darío a ese engendro, vos que todavía le hablás, que ponga por lo menos el Réquiem de Mozart.

¡Qué Réquiem ni qué Mozart! No bien se lo dijeron y que prende dos parlantes más, atronadores. Los vidrios del comedor reverberaban a punto de tronarse como cuando cantaba Caruso en la Scala.

Detesto la samba. La samba es lo más feo que parió la tierra después de Wojtyla, el cura Papa, esta alimaña, gusano blanco viscoso, tortuoso, engañoso. ¡Ay, zapaticos blancos, mediecitas blancas, sotanita blanca, capita pluvial blanca, solideíto blanco! ¿No te da vergüenza, viejo marica, andar todo el tiempo travestido como si fueras a un desfile gay? En esas fachas te va a agarrar un día la Muerte. Las sambas del Gran Güevón envenenaban el aire y me enturbiaban el alma.

– Me voy. Vuelvo más tarde -le dije a Darío.

Y dejándolo en su etérea hamaca que flotaba en el humo de la cannabis salí a la calle.

Salí pues, como quien dice, del infierno de adentro al infierno de afuera: a Medellín, chiquero de Extremadura trasplantado al planeta Marte.

A ver, a ver, a ver, ¿qué es lo que vemos? Estragos y mas estragos y entre los estragos las cabras, la monstruoteca que se apoderó de mi ciudad. Nada dejaron, todo lo tumbaron, las calles, las plazas, las casas y en su lugar construyeron un Metro, un tren elevado que iba y venía de un extremo al otro del valle, en un ir y venir tan vacío, tan sin objeto, como el destino de los que lo hicieron. ¡Colombian people, I love you! Si no os reprodujerais como animales, oh pueblo, viviríais todos en el centro. ¡Raza tarada que tienes alma de periferia!

Bajo las altas estaciones del Metro y entre las ruinas, como islitas del silencio eterno quedaban en pie las iglesias. Pero cerradas. Cerradas no les fueran a robar el copón y la custodia y con la custodia el Santísimo expuesto. Expuesto al robo. Ni siquiera eso me dejaron, esos oasis de paz, frescos, callados, donde yo solía de muchacho refugiarme del estrépito y el calor de afuera y me ponía a escuchar reverente, en un recogimiento devoto, el silencio de Dios. No tenía pues ni ciudad ni casa, eran ajenas. Culpa del tiempo y de la proliferación de la raza. Al tiempo se lo perdono, qué remedio, pero no a esta paridera sin ton ni son que lo saca a uno del rincón de la perra y no le deja al cristiano un campito siquiera donde meterse a morir.

Por los días en que Darío se moría terminaron el Metro, de suerte que a mi regreso, después de diez años de gestación en la panza del presupuesto, ya volaba el gusano veloz, elevado, recién inaugurado, por sobre las ruinas de mis recuerdos. La gran ilusión de Darío, la última, era viajar en él. ¿Pero cómo iba a permitir yo que saliera, que saliera a exponerse a la conmiseración de la turba un cadáver, un Señor Caído, un Divino Rostro?

– No vale la pena, Darío, te lo aseguro, es un Metro cualquiera, rápido, feo -le decía tratando de disuadirlo-. Y en el estado en que estás no vas a poder subir su infinidad de escalones.

– Me suben ustedes cargado.

– Yo voy en tu representación, hermano, si me lo pedís. Yo me monto por vos en él.

– No. Yo quiero experimentar por mí mismo lo que es viajar en Metro en Medellín.

– Lo mismo que en Nueva York, ni más ni menos, hacé de cuenta el tramo elevado de Queens. ¿Si te acordás de las fiestas que armábamos con Salvador en Queens, en su burdel de muchachos?

– Cerca de la estación Elmhurst Avenue.

– Exacto, cerca de la estación Elmhurst Avenue. Salíamos de esas fiestas de noche en plena nevada.

– Y los pasajeros del Metro se nos apartaban al oírnos hablar colombiano, no los fuéramos a atracar.

Claro que se acordaba, nos acordábamos, andábamos muy bien de la memoria, funcionándonos a todo vapor la locomotora, echando humo y arrastrando al tren. Y nos acordábamos de fulanito, de zutanito, de menganito, del Pájaro, el Gato, el Camello, el zoológico colombiano entero que vivía en Queens.

– Qué será del Pájaro?

– El Pájaro se murió, Darío, ya tiene musgo en la tumba.

– ¡Cómo que se murió! ¿Quién te lo contó?

– Me lo contó Salvador, que ya también se murió.

– ¡No te puedo creer que se murió Salvador!

– ¡Cómo! ¿No sabias? ¿En qué mundo andás, hermano? Vos viviendo aquí y yo viviendo afuera y te tengo que enterar de los muertos.

Darío había vivido tan egoístamente que le importaban un comino los vivos y los muertos. Y ahora que se iba a morir empezaba a darse cuenta de que los vivos por más vivos que estemos al final nos morimos.

– Pero no te pongás triste, hermano, que hoy amaneció muy bonito, brillando el sol y cantando un pájaro. El pájaro Gruac. ¿Si lo oís en esa rama?

Ahora era él el que no lo oía.

– Acordáte entonces, pasando la última estación del Metro y terminando Queens, del Amazonas River Aquarium donde vendíamos pescaditos.

– Pirañas.

– Pirañas colombianas, las más fieras, que importábamos a los Estados Unidos de la Amazonia. Colombia produce las pirañas más bravas del mundo: se ven y se matan unas con otras como la población. En pirañas, Darío, no hay quien nos gane, ni siquiera el Brasil. Y decile a esa piraña güevona que apague esas sambas.

– Es que está aprendiendo portugués después de que aprendió griego.

– ¡Ya nos resultó un San Pablo políglota! ¿Y para decir qué?

políglota el loro Fausto, el difunto, que en esta parra de este jardín de esta casa, hace años, siglos, berreaba como un bebé universal. Aprendió a berriar de Manuelito, que aprendió a leer de mí. Yo le enseñé. Y a mí la Loca, en una cartilla de frases tontas: «El enano bebe», «Amo a mi mamá». Manuelito, mi decimoquinto hermano (el último porque al Gran Güevón no lo cuento), era un tierno niño cuando aprendió a leer, y yo un muchacho apuesto cuando le enseñé: un mocito de una innegable belleza como dan testimonio las fotos. Con decirles que si hoy me lo encontrara en la calle lo invitaría a pecar. ¿Pero se iría él conmigo? Esos encuentros con uno mismo por sobre la brecha del tiempo a mí me asustan. En fin, iba la voz angelical de Manuelito silabeando las frases manuscritas que yo le escribía en una hoja blanca, impoluta, con una aplicación de su parte que hoy me parte el alma:

– «Dios no existe, pendejo», «el dragón caga fuego».

Y en lo anterior, por poco que se repare, se puede descubrir el gran secreto de las madres de Antioquia: paren al primer hijo, le limpian el culo, y lo entrenan para que les limpie el culo al segundo, al tercero, al cuarto, al quinto, al decimosexto, que encargándose exclusivamente de la reproducción ellas paren. Así procedió la Loca y yo, el primogénito, que no era mujer sino hombre, varón con pene, terminé de niñera de mis veinte hermanos mientras la devota se entregaba en cuerpo y alma, con la determinación del funicular que sube a Monserrate, a propagar su sacro molde por las galaxias no se fuera a perder: los ciento cincuenta genes de la mansa cordura del apellido Rendón. Ciento cincuenta según mis cálculos, ¿porque qué menos?

Verdades incontrovertibles de un valor permanente.

Yo lavaba, planchaba, barría, trapeaba, ordenaba, como si tuviera vagina y no pene, y lo que yo lavaba, planchaba, barría, trapeaba y ordenaba la Loca lo ensuciaba, arrugaba, empolvaba, empuercaba, desordenaba. Un closet, por ejemplo, o un ropero en el que yo iba metiendo sábanas, pantalones, camisas, fundas de almohada que le acababa de lavar y planchar. Llegaba la Loca de carrera a buscar unos calzones (suyos), e iba sacando fundas de almohada, camisas, pantalones, sábanas, que iba lanzando al aire a donde cayeran.

– ¿Pero no ves, carajo, que las acabo de planchar y ordenar?

– ¡Grñññññ! -gruñía la tigra hembra.

– Fue la última vez, vieja hijueputa -le grité con la dulce y delicada palabra aprendida de ella.

Y fue porque cuando yo digo basta es basta. Pero después me arrepentí de haberme rebajado tanto, hasta su bajeza. Además Raquelita, mi abuela, la madre de la furia era una santa y yo la quise de Medellín a Envigado, y de Envigado hasta el último confín de las galaxias. En Envigado estaba su finca Santa Anita, y por eso la pausita que hago en la medición.

¿Cómo un ángel puede concebir un demonio? A ver, dígame usted, Sherlock Holmes. Muy simple, mi querido Watson, es cuestión de genética. ¡Son los genes Rendón! Los genes Rendón que a veces se expresan y a veces se dan silenciados. Así por ejemplo mi abuelo materno Leonidas Rendón, causa mediata de estas desgracias, era un buen hombre. Loco y rabioso sí, pero en grado humano, y con un poquito de esfuerzo uno hasta lo podía querer. Tenía por consiguiente una parte de los ciento cincuenta genes Rendón silenciados. Pero la Loca casi todos prendidos, y el Gran Güevón todos sin excepción. No tuvo la mínima caridad para con nosotros el cielo y nos mandó estas dos pestes.