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– Ha de haber tenido sarampión. A mí también me lo curaron con saliva cuando era chiquito.

– Lo que yo decía antes. Eres un condenado ateo.

– Me queda el consuelo de que Anacleto Morones era peor que yo.

– Él te trató como si fueras su hijo. Y todavía te atreves… Mejor no quiero seguir oyéndote. Me voy. ¿Tú te quedas, Pancha?

– Me quedaré otro rato. Haré la última lucha yo sola.

– Oye, Francisca, ora que se fueron todas, ¿te vas a quedar a dormir conmigo, verdad?

– Ni lo mande Dios. ¿Qué pensaría la gente? Yo lo que quiero es convencerte.

– Pues vámonos convenciendo los dos. Al cabo qué pierdes. Ya estás re vieja, como para que nadie se ocupe de ti, ni te haga el favor.

– Pero luego vienen los dichos de la gente. Luego pensarán mal.

– Que piensen lo que quieran. Qué más da. De todos modos Pancha te llamas.

– Bueno, me quedaré contigo; pero nomás hasta que amanezca. Y eso si me prometes que llegaremos juntos a Amula, para yo decirles que me pasé la noche ruéguete y ruéguete. Si no, ¿cómo le hago?

– Está bien. Pero antes córtate esos pelos que tienes en los bigotes. Te voy a traer las tijeras.

– Cómo te burlas de mí, Lucas Lucatero. Te pasas la vida mirando mis defectos. Déjame mis bigotes en paz. Así no sospecharán.

– Bueno, como tú quieras.

Cuando oscureció, ella me ayudó a arreglarle la ramada a las gallinas y a juntar otra vez las piedras que yo había desparramado por todo el corral, arrinconándolas en el rincón donde habían estado antes.

Ni se las malició que allí estaba enterrado Anacleto Morones. Ni que se había muerto el mismo día que se fugó de la cárcel y vino aquí a reclamarme que le devolviera sus propiedades.

Llegó diciendo:

– Vende todo y dame el dinero, porque necesito hacer un viaje al Norte. Te escribiré desde allá y volveremos a hacer negocio los dos juntos.

– ¿Por qué no te llevas a tu hija -le dije yo-. Eso es lo único que me sobra de todo lo que tengo y dices que es tuyo. Hasta a mí me enredaste con tus malas mañas.

– Ustedes se irán después, cuando yo les mande avisar mi paradero. Allá arreglaremos cuentas.

– Sería mucho mejor que las arregláramos de una vez. Para quedar de una vez a mano.

– No estoy para estar jugando ahorita -me dijo-. Dame lo mío. ¿Cuánto dinero tienes guardado?

– Algo tengo, pero no te lo voy a dar. He pasado las de Caín con la sinvergüenza de tu hija. Date por bien pagado con que yo la mantenga.

Le entró el coraje. Pateaba el suelo y le urgía irse…

«¡Qué descanses en paz, Anacleto Morones!», dije cuando lo enterré, y a cada vuelta que yo daba al río acarreando piedras para echárselas encima: «No te saldrás de aquí aunque uses de todas tus tretas.»

Y ahora la Pancha me ayudaba a ponerle otra vez el peso de las piedras, sin sospechar que allí debajo estaba Anacleto y que yo hacía aquello por miedo de que se saliera de su sepultura y viniera de nueva cuenta a darme guerra. Con lo mañoso que era, no dudaba que encontrara el modo de revivir y salirse de allí.

– Échale más piedras, Pancha. Amontónalas en este rincón, no me gusta ver pedregoso mi corral.

Después ella me dijo, ya de madrugada:

– Eres una calamidad, Lucas Lucatero. No eres nada cariñoso. ¿Sabes quién sí era amoroso con una?

– ¿Quién?

– El Niño Anacleto. Él sí que sabía hacer el amor.