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– ¿Y qué diantres voy a hacer yo a Amula?

– Queremos que nos acompañes en nuestros ruegos. Hemos abierto, todas las congregantes del Niño Anacleto, un novenario de rogaciones para pedir que nos lo canonicen. Tú eres su yerno y te necesitamos para que sirvas de testimonio. El señor cura nos encomendó le lleváramos a alguien que lo hubiera tratada de cerca y conocido de tiempo atrás, antes que se hiciera famoso por sus milagros. Y quién mejor que tú, que viviste a su lado y puedes señalar mejor que ninguno las obras de misericordia que hizo. Por eso te necesitamos, para que nos acompañes en esta campaña.

¡Viejas carambas! Haberlo dicho antes.

– No puedo ir -les dije-. No tengo quien me cuide la casa.

– Aquí se van a quedar dos muchachas para eso, lo hemos prevenido. Además está tu mujer.

– Ya no tengo mujer.

– ¿Luego la tuya? ¿La hija del Niño Anacleto?

– Ya se me fue. La corrí.

– Pero eso no puede ser, Lucas Lucatero. La pobrecita debe andar sufriendo. Con lo buena que era. Y lo jovencita. Y lo bonita. ¿Para dónde la mandaste, Lucas? Nos conformamos con que siquiera la hayas metido en el convento de las Arrepentidas.

– No la metí en ninguna parte. La corrí. Y estoy seguro de que no está con las Arrepentidas; le gustaba mucho la bulla y el relajo. Debe de andar por esos rumbos, desfajando pantalones.

– No te creemos, Lucas, ni así tantito te creemos. A lo mejor está aquí, encerrada en algún cuarto de esta casa rezando sus oraciones. Tú siempre fuiste muy mentiroso y hasta levantafalsos. Acuérdate, Lucas, de las pobres hijas de Hermelindo, que hasta se tuvieron que ir para El Grullo porque la gente les chiflaba la canción de «Las güilotas» cada vez que se asomaban a la calle, y sólo porque tú inventaste chismes. No se te puede creer nada a ti, Lucas.

– Entonces sale sobrando que yo vaya a Amula.

– Te confiesas primero y todo queda arreglado. ¿Desde cuándo no te confiesas?

– ¡Uh!, desde hace como quince años. Desde que me iban a fusilar los cristeros. Me pusieron una carabina en la espalda y me hincaron delante del cura y dije allí hasta lo que no había hecho. Entonces me confesé hasta por adelantado.

– Si no estuviera de por medio que eres el yerno del Santo Niño, no te vendríamos a buscar, contimás te pediríamos nada. Siempre has sido muy diablo, Lucas Lucatero.

– Por algo fui ayudante de Anacleto Morones. Él sí que era el vivo demonio.

– No blasfemes.

– Es que ustedes no lo conocieron.

– Lo conocimos como santo.

– Pero no como santero.

– ¿Qué cosas dices, Lucas?

– Eso ustedes no lo saben; pero él antes vendía santos. En las ferias. En la puerta de las iglesias. Y yo le cargaba el tambache. Por allí íbamos los dos, uno detrás de otro, de pueblo en pueblo. Él por delante y yo cargándole el tambache con las novenas de San Pantaleón, de San Ambrosio y de San Pascual, que pesaban cuando menos tres arrobas.

»Un día encontramos a unos peregrinos. Anacleto estaba arrodillado encima de un hormiguero, enseñándome cómo mordiéndose la lengua no pican las hormigas. Entonces pasaron los peregrinos. Lo vieron. Se pararon a ver la curiosidad aquella. Preguntaron: "¿Cómo puedes estar encima del hormiguero sin que te piquen las hormigas?"

«Entonces él puso los brazos en cruz y comenzó a decir que acababa de llegar de Roma, de donde traía un mensaje y era portador de una astilla de la Santa Cruz donde Cristo fue crucificado.

»Ellos lo levantaron de allí en sus brazos. Lo llevaron en andas hasta Amula. Y allí fue el acabóse; la gente se postraba frente a él y le pedía milagros.

»Ése fue el comienzo. Y yo nomás me vivía con la boca abierta, mirándolo engatusar al montón de peregrinos que iban a verlo.

– Eres puro hablador y de sobra hasta blasfemo. ¿Quién eras tú antes de conocerlo? Un arreapuercos. Y él te hizo rico. Te dio lo que tienes. Y ni por eso te acomides a hablar bien de él. Desagradecido.

– Hasta eso, le agradezco que me haya matado el hambre, pero eso no quita que él fuera el vivo diablo. Lo sigue siendo, en cualquier lugar donde esté.

– Está en el cielo. Entre los ángeles. Allí es donde está, más que te pese.

– Yo sabía que estaba en la cárcel.

– Eso fue hace mucho. De allí se fugó. Desapareció sin dejar rastro. Ahora está en el cielo en cuerpo y alma presentes. Y desde allá nos bendice. Muchachas ¡arrodíllense! Recemos el «Penitentes somos, Señor», para que el Santo Niño interceda por nosotras.

Y aquellas viejas se arrodillaron, besando a cada Padrenuestro el escapulario donde estaba bordado el retrato de Anacleto Morones.

Eran las tres de la tarde.

Aproveché ese ratito para meterme en la cocina y comerme unos tacos de frijoles. Cuando salí ya sólo quedaban cinco mujeres.

– ¿Qué se hicieron las otras? -les pregunté. Y la Pancha, moviendo los cuatro pelos que tenía en sus bigotes, me dijo:

– Se fueron. No quieren tener tratos contigo.

– Mejor. Entre menos burros más olotes. ¿Quieren más agua de arrayán?

Una de ellas, la Filomena, que se había estado callada todo el rato y que por mal nombre le decían la Muerta, se culimpinó encima de una de mis macetas y, metiéndose el dedo en la boca, echó fuera toda el agua de arrayán que se había tragado, revuelto con pedazos de chicharrón y granos de huamúchiles:

– Yo no quiero ni tu agua de arrayán, blasfemo. Nada quiero de ti.

Y puso sobre la silla el huevo que yo le había regalado.

– ¡Ni tus huevos quiero! Mejor me voy. Ahora sólo quedaban cuatro.

– A mí también me dan ganas de vomitar -me dijo la Pancha-. Pero me las aguanto. Te tenemos que llevar a Amula a como dé lugar. Eres el único que puede dar fe de la santidad del Santo Niño. Él te ha de ablandar el alma. Ya hemos puesto su imagen en la iglesia y no sería justo echarlo a la calle por tu culpa.

– Busquen a otro. Yo no quiero tener vela en este entierro.

– Tú fuiste casi su hijo. Heredaste el fruto de su santidad. En ti puso él sus ojos para perpetuarse. Te dio a su hija.

– Sí, pero me la dio ya perpetuada.

– Válgame Dios, qué cosas dices, Lucas Lucatero.

– Así fue, me la dio cargada como de cuatro meses cuando menos.

– Pero olía a santidad.

– Olía a pura pestilencia. Le dio por enseñarles la barriga a cuantos se le paraban enfrente, sólo para que vieran que era de carne. Les enseñaba su panza crecida, amoratada por la hinchazón del hijo que llevaba dentro. Y ellos se reían. Les hacía gracia. Era una sinvergüenza. Eso era la hija de Anacleto Morones.

– Impío. No está en ti decir esas cosas. Te vamos a regalar un escapulario para que eches fuera el demonio.

– …Se fue con uno de ellos. Que dizque la quería. Sólo le dijo: «Yo me arriesgo a ser el padre de tu hijo.» Y se fue con él.

– Era fruto del Santo Niño. Una niña. Y tú la conseguiste regalada. Tú fuiste el dueño de esa riqueza nacida de la santidad.

– ¡Monsergas!

– ¿Qué dices?

– Adentro de la hija de Anacleto Morones estaba el nieto de Anacleto Morones.

– Eso tú lo inventaste para achacarle cosas malas. Siempre has sido un invencionista.

– ¿Sí? y qué me dicen de las demás. Dejó sin vírgenes esta parte del mundo, valido de que siempre estaba pidiendo que le velara su sueño una doncella.

– Eso lo hacía por pureza. Por no ensuciarse con el pecado. Quería rodearse de inocencia para no manchar su alma.

– Eso creen ustedes porque no las llamó.

– A mí sí me llamó -dijo una a la que le decían Melquíades-, Yo le velé su sueño.

– ¿Y qué pasó?

– Nada. Sólo sus milagrosas manos me arroparon en esa hora en que se siente la llegada del frío. Y le di gracias por el calor de su cuerpo; pero nada más.

– Es que estabas vieja. A él le gustaban tiernas; que se les quebraran los güesitos; oír que tronaran como si fueran cáscaras de cacahuete.

– Eres un maldito ateo, Lucas Lucatero. Uno de los peores.

Ahora estaba hablando la Huérfana, la del eterno llorido. La vieja más vieja de todas. Tenía lágrimas en los ojos y le temblaban las manos:

– Yo soy huérfana y él me alivió de mi orfandad; volví a encontrar a mi padre y a mi madre en él. Se pasó la noche acariciándome para que se me bajara mi pena.

Y le escurrían las lágrimas.

– No tienes, pues, por qué llorar -le dije.

– Es que se han muerto mis padres. Y me han dejado sola. Huérfana a esta edad en que es tan difícil encontrar apoyo. La única noche feliz la pasé con el Niño Anacleto, entre sus consoladores brazos. Y ahora tú hablas mal de él.

– Era un santo.

– Un bueno de bondad.

– Esperábamos que tú siguieras su obra. Lo heredaste todo.

– Me heredó un costal de vicios de los mil judas. Una vieja loca. No tan vieja como ustedes; pero bien loca. Lo bueno es que se fue. Yo mismo le abrí la puerta.

– ¡Hereje! Inventas puras herejías.

Ya para entonces quedaban sólo dos viejas. Las otras se habían ido yendo una tras otra, poniéndome la cruz y reculando y con la promesa de volver con los exorcismos.

– No me has de negar que el Niño Anacleto era milagroso -dijo la hija de Anastasio-. Eso sí que no me lo has de negar.

– Hacer hijos no es ningún milagro. Ése era su fuerte.

– A mi marido le curó de la sífilis.

– No sabía que tenías marido. ¿No eres la hija de Anastasio el peluquero? La hija de Tacho es soltera, según yo sé-

– Soy soltera, pero tengo marido. Una cosa es ser señorita y otra cosa es ser soltera. Tú lo sabes. Y yo no soy señorita, pero soy soltera.

– A tus años haciendo eso, Micaela.

– Tuve que hacerlo. Qué me ganaba con vivir de señorita. Soy mujer. Y una nace para dar lo que le dan a una.

– Hablas con las mismas palabras de Anacleto Morones.

– Sí; él me aconsejó que lo hiciera, para que se me quitara lo hepático. Y me junté con alguien. Eso de tener cincuenta años y ser nueva es un pecado.

– Te lo dijo Anacleto Morones.

– Él me lo dijo, sí. Pero hemos venido a otra cosa; a que vayas con nosotras y certifiques que él fue un santo.

– ¿Y por qué no yo?

– Tú no has hecho ningún milagro. Él curó a mi marido. A mí me consta. ¿Acaso tú has curado a alguien de la sífilis?

– No, ni la conozco.

– Es algo así como la gangrena. Él se puso amoratado y con el cuerpo lleno de sabañones. Ya no dormía. Decía que todo lo veía colorado como si estuviera asomándose a la puerta del infierno. Y luego sentía ardores que lo hacían brincar de dolor. Entonces fuimos a ver al Niño Anacleto y él lo curó. Lo quemó con un carrizo ardiendo y le untó de su saliva en las heridas y, sácatelas, se le acabaron sus males. Dime si eso no fue un milagro.