– Kraus, segunda compañía también -dijo el otro, con fuerte acento.

– ¿Dónde habéis cogido esas cabras?

– En un aduar, allí arriba -repuso Gordillo.

– ¿Os habéis tropezado con alguien?

– Los moros a los que les quitamos las cabras, nada más. Y porque fuimos al agujero donde estaban- Ha corrido la voz de que la Legión sale a divertirse de noche y no se atreven a asomar los hocicos.

– Mejor. ¿Y qué, sólo traéis las cabras?

– Qué va -se jactó Gordillo, y tras meterse la mano en el bolsillo sacó de él un puñado de cartuchos de fusil-. Les quitamos también esto. Entre lo que lleva el alemán y lo que llevo yo, cien cartuchos, lo menos. De los nuestros. El moro juraba que se los había encontrado en el campo. Pero no me convenció la cara con que lo decía. Así que le pegamos un afeitadito, para que la próxima vez se piense mejor la mentira. Enséñaselas, Kraus.

El otro legionario se sacó del bolsillo de la guerrera un pañuelo. Envueltas en él había dos orejas recién cortadas. Enteras, un buen trabajo.

– Se las llevamos a Suárez, uno de la compañía que colecciona. Las pone a secar al sol, una cochinada, pero antes que dejarlas tiradas allí…

– Schöne Ohren -opinó Klemper, dirigiéndose a Kraus

– Aber sie riechen wie Dünger -se quejó éste, mientras las envolvía otra vez.

– Ja, jetzt merke ich es .

– Eh, no habléis en esa mierda, que los demás no enteramos y no sabemos si no os estáis cagando en nuestra madre -protestó Gallardo.

– No te preocupes, que no nos cagamos en la madre de nadie -dijo Klemper.

– Y vosotros, ¿adónde vais? -preguntó Gordillo. Bermejo apartó la mirada y soltó un carraspeo. -Aquí, al lado. A ocuparnos de un asunto.

– Será un asunto serio, con toda la ferretería que lleváis encima.

– Lo que puedo decirte es que no es asunto tuyo Bermejo-. Y que no tienes por qué contarle a nadie que nos has visto.

– Ni yo ni el alemán vamos por ahí contando todo lo que vemos.

– Me parece buena política -asintió el sargento-. Anda, llevaos esas cabras. Y que os aprovechen.

– Eso no lo dude. Mañana mismo le dan sustancia al rancho de la compañía.

– Pues vamos. Con Dios.

– Con Dios.

Gordillo y Kraus no se hicieron de rogar más. Se alelaron por el camino hacia el campamento, con las dos cabras, los cien cartuchos, las dos orejas cortadas. Y con Dios, pensó Faura, sonriéndole a nadie en la oscuridad.

6

Como a todos los hombres, al legionario Faura le habían inculcado alguna vez una idea del bien y del mal, de la que nunca se había deshecho del todo. Como cualquiera también, sabía lo que era obrar sin atenerse a ella.

Aquella noche, mientras marchaba entre sus compañeros por el margen del camino, a Faura le dio por recapitular las malas acciones que había realizado a lo largo de su vida. Pudo ser porque el sargento había mencionado a Dios, de cuya mano le habían llegado aquellos primeros rudimentos de moral que aún ejercían algún peso en su conciencia. O lo hizo porque sí, porque realizar tal inventario le llevaba a rescatar historias del fondo de su memoria, y porque eso, recordar acontecimientos lejanos, tenía comprobado que era una buena técnica para enfrentar la fatiga y la pesadez de las marchas. Otros solían cantar, Pero aun si Faura hubiera sido aficionado a tal expansión, que no era el caso, aquélla no resultaba la circunstancia más propicia. Todos, incluso los más locuaces, iban sumidos en sus pensamientos.

¿Cuándo había sido la primera vez en que hizo el mal a sabiendas? Descartó todas las tropelías cometidas durante las escaramuzas infantiles con sus hermanos, que no eran más que episodios de la inevitable contienda por el espacio vital, el afecto materno y demás objetos de deseo del egoísmo pueril. Tenía que tratarse de una ofensa deliberada, a alguien impedido para responderle, y a la vez algo que hubiera podido ahorrarse. Una vieja estampa de crueldad se dibujó de pronto en su mente. Dos niños de nueve y siete años, su primo Adolfo y él, apaleando a un gato malherido. Sí, posiblemente aquélla había sido la primera vez. La historia le fue viniendo a jirones, deslavazados, pero de una asombrosa nitidez. Se acordó incluso del nombre del pájaro: Azafrán. Le habían puesto ese nombre por el color anaranjado. Era un canario ciego, que cantaba con una furia con la que parecía querer compensar la oscuridad en la que vivía. Estaba en la casa de Adolfo, pero por su trino y por la desdicha de la ceguera, todos lo querían de una manera singular. Tampoco era que Faura recordase sentir un cariño desmedido por el animalito, aunque sí una ternura que no tenía hacia otros. Una mañana, la jaula de Azafrán apareció vacía. En el suelo, a un par de metros, algunas de sus plumas y, como resto más notorio de la tragedia acaecida, la cabeza del canario. El suceso fue una conmoción para su primo Adolfo, que siempre estaba presumiendo ante los demás primos de que su canario era el que mejor cantaba, y en vano se le prometió reemplazarlo: Azafrán era único, nunca podrían regalarle otro igual. El crimen, desde luego, tenía inconfundible sello gatuno; lo que resultaba difícil, o más bien imposible, era dilucidar qué gato era el concreto responsable. Aunque en la casa no había ninguno, por las inmediaciones solían merodear varios. Esa misma tarde, Adolfo, con una sombría determinación en la mirada, le propuso que se apostaran hasta que se acercase uno. A él le pareció bien. Adolfo era su compañero habitual de juegos, y los dos años de diferencia entre ambos le conferían además cierta autoridad. Se agazaparon en el jardín, al pie de la terraza, y allí aguardaron hasta que hizo acto de presencia un felino de pelaje blanquinegro que se encaramó a la valla de un salto. Tras echar una ojeada, se dejó caer perezosamente y se estiró, avanzando el hocico en el aire. No tuvo tiempo de hacer mucho más. Cuando Faura quiso darse cuenta, Adolfo, que tenía un canto en la mano, se había puesto de pie y se lo había estampado al animal en la cabeza. El gato se desplomó, aturdido, y Adolfo saltó del escondite, vociferando ebrio de júbilo:

– Le he dado, le he dado, al maldito asesino…

Faura siguió a su primo. Mientras corría hacia el gato, Adolfo decía:

– Vamos, a rematarlo. Cogieron un par de estacas. Primero Adolfo, que según llegó adonde estaba tendido el gato le arreó en el costillar. El gato se movió, chilló, hizo por escabullirse, pero el golpe de la piedra en la cabeza lo había dejado desorientado y el estacazo debía de haberle causado severos daños suplementarios. Faura creía recordar que el animal era una hembra, y que el abdomen le colgaba un poco abultado y flojo. Adolfo pisó el cuello de su víctima, para inmovilizarla.

– Ven a darle -le invitó. Se unió a su primo, sin pensarlo demasiado. Sintió el cuerpo blando y elástico del gato a través de la estaca con la que lo golpeaba, los huesos que cuando le daba en las articulaciones o en la cabeza se quebraban con un crujido sordo. Oyó los quejidos del animal, sus maullidos desesperados y penetrantes, a los que enseguida sucedieron la inmovilidad y el silencio. El castigo fue meticuloso. No dejaron un centímetro de su cuerpo sin triturar. El gato acabó ensangrentado y con los ojos arrancados de las cuencas.

Faura recordaba bien la sensación que había tenido al matar por primera vez. Su lucidez al hacerlo, pese a su corta edad, había sido absoluta. No había dejado de considerar que era muy probable que aquel gato fuera inocente de la fechoría que invocaban como justificación a su acto. Tampoco se le había ocultado el sufrimiento de la víctima, que sus chillidos le habían hecho perceptible en todo momento. Ni, por último, le había faltado discurrir que su participación era gratuita, ya que no sentía especiales deseos de acabar con la vida de aquel ser, a diferencia de su primo, que, con razón o sin ella, actuaba bajo el impulso de desahogar un virulento odio. Tuvo que reconocer, en suma, que su acto resultaba arbitrario, infame y prescindible. Aun así, alzó la estaca para machacar aquel cuerpo inerme. Y cuando todo estuvo hecho, simplemente arrojó el palo a un lado y sintió un vago malestar, que apenas le duró unos segundos. Nada turbó su sueno aquella noche.

Sin embargo, no volvió a matar nunca a un animal tan grande. Su sadismo se limitó a manifestarse en adelante con insectos y lagartijas, o como mucho algún sapo, y en otros ámbitos apenas le alcanzaba para ponerle la zancadilla a un compañero despistado o para unirse al escarnio colectivo de ese chaval gordito o retardado que infaliblemente era el hazmerreír de la clase.

No se recordaba demasiado malo durante la adolescencia. Si algún daño había hecho entonces, había sido sobre todo a sí mismo, torturándose con quimeras de toda índole; ya fueran ensueños de aventura, incompatibles con la realidad de su vida sometida a la rutina escolar, o antojos de amor apuntados a muchachas inalcanzables. En medio de unos y otros, había acariciado por primera vez la idea de quitarse la vida, acto que en algún momento llegó incluso a fascinarle por su extrema perversidad, por esa condenación inapelable que simbolizaba el hecho de que a los suicidas no pudiera enterrárselos en campo santo. Evocó los procedimientos que había sopesado al respecto, desde la tarde que había estado mirando obsesivamente el río desde el puente, dudando si tendría la presencia de ánimo para dejarse ahogar, hasta aquella otra en que había sujetado en sus manos la escopeta de caza de su padre y había llegado a meterle dos cartuchos. Con la perspectiva del tiempo y los hechos que se habían sucedido desde entonces, Faura desechaba aquellos episodios como meras manifestaciones de la teatralidad juvenil. Ni por un momento había estado en verdadero peligro de matarse. No habían sido más que burdas representaciones suspendidas por falta de público. Si éste hubiera estado presente, jamás habría tenido la resolución para llevarlas a término, sino sólo hasta un punto que pudiera causar impresión. Como tantos adolescentes inmaduros, era un impostor incorregible, un histérico que sólo buscaba por cualquier medio la manera de atraer la atención sobre sí.

Luego, venían la universidad y el servicio militar, o más bien la pantomima que había hecho las veces de éste, gracias a las influencias de su padre y al abono de la cuota que le eximía de ir a África. Mientras servía como escribiente en la Capitanía General, tenía que constatar que era un enchufado, porque a la gente de su edad la mandaban al otro lado del mar, a pasarlas canutas y, dándose mal, a dejarse allí el pellejo. Pero de ese privilegio se sentía inocente, era algo que su padre le había dado hecho, que él se había limitado a aceptar y que, por otra parte, se atenía a una figura que contemplaba la ley. Ya poseía Faura el suficiente discernimiento para comprender que no todo lo que la ley permitía representaba el bien, e incluso en ocasiones, como aquélla, la ley era el instrumento que servía al mal para actuar en el mundo. No en vano era eso lo que estudiaba en la universidad `leyes, y hasta conocía las filosofías de Tomás de Aquíno sobre la iniquidad de las que se apartaban de la recta razón. A sus propios efectos, sin embargo, la coartada de la ley le protegía aún de la culpa. Leía en el periódico las noticias que llegaban de África como si fueran algo que no formaba parte de su mundo y de lo que, por tanto, no había que preocuparse. Qué vueltas daba la vida, y qué insondables eran sus caminos.