El último tramo lo cubrieron con especial precaución, desplegados para hacer menos bulto y avanzando tan encorvados como las piernas y las vértebras les permitían, Siempre atentos al sitio donde sabían escondidos a los moros, aprovechaban los momentos inmediatamente siguientes a sus disparos, en los que cabía suponerlos ocupados con la recarga del fusil, para salvar los trechos más expuestos. Sin contratiempos, y dentro del tiempo que el sargento había estipulado, alcanzaron el punto convenido. Faura, siguiendo la indicación de Klemper, buscó un sitio desde el que pudiera hacer con ventaja el fuego de distracción y resguardarse a continuación con suficientes garantías.

Con la sumisa costumbre del soldado, Faura aguardó la orden. Klemper, que para eso era el cabo y respondía ante Bermejo, controlaba el tiempo y decidiría el momento de actuar. Él sólo era un ejecutor. Veía por el rabillo del ojo a Navia, aplastado contra el suelo; López se encontraba más atrás, fuera de su campo de visión; y el cabo, cuya señal esperaba, a su derecha. Faura estaba ya en posición de disparo, con el árbol clavado en la mira del fusil. Podía intentar darle a uno, pero sabía que con aquella luz menguada las posibilidades disminuían, y tampoco era recomendable hacer un herido que perdiera la serenidad y con sus gritos alertase a otros. Había que matar, o si no, asegurar que el tiro se perdía donde no hiciera daño a nadie. Por eso escogió el árbol.

Sonó otro disparo. Después del fogonazo, el tirador se quedó ofreciendo blanco, demostrando que no esperaba respuesta del blocao y que no había advertido la presencia de los legionarios que tenía enfrente. Faura sintió la tentación de probar suerte, y fue una tentación poderosa. El moro seguía quieto, oteando ante sí con la cabeza erguida. Sin embargo, Faura no movió el fusil del punto en el que lo mantenía fijado, y cuando Klemper le hizo la seña, apretó el gatillo. El disparo restalló en la noche y la bala hizo saltar astillas del tronco seco.

Se echó al suelo al instante, con la nariz aún llena de olor a pólvora. Pero no hubo respuesta. Los otros debían de estar preguntándose de dónde les disparaban. Cediendo a un impulso, se asomó por un lado de la peña tras la que se cubría. Vio a uno de ellos arrastrarse, apenas durante una fracción de segundo, y luego desaparecer tras un desnivel del terreno. Parecía desorientado. Faura continuó observando, por pura curiosidad, y sin descartar del todo que un disparo viniera a interrumpirle el pasatiempo. Una sombra grande salió de detrás del árbol hacia la derecha, y otra más pequeña hacia la izquierda. Hubo un forcejeo y se oyó cómo daba contra el suelo algo duro. Luego, un silencio misterioso. Hasta que la sombra grande avanzó y se colocó ante el árbol. Agitaba un fusil en cada rnano, con ademán triunfal. Pese a la distancia, a Faura le resultó inconfundible la planta de Balaguer.

– Camino despejado. Vamos -dijo Klemper. Los hombres se pusieron en pie y se echaron ladera abajo hacia el camino. Tras haber estado conteniendo el aliento, les venía la necesidad de aflojar la tensión acumulada y apenas se cuidaron del ruido que hacían. En su descenso rodaron piedras y crujieron ramas.

– Tendría gracia que ahora algún listillo se asomara y decidiera hacer puntería. Nos tienen a tiro -dijo Navia, señalando al blocao.

– No llames mala suerte, tú -le reprendió López. -Tranquilos, que no se van a asomar -apostó Klemper.

Ganaron el camino y subieron hacia donde estaba Balaguer, muy tieso, con los dos fusiles apoyados en los hombros y cruzados tras la cabeza. Miraba la luna y el paisaje que ésta alumbraba como si acabara de hacer un alto en mitad de una plácida excursión campestre. Había que reconocer, con todo, que hacía una hermosa noche.

– Nada. Dos panolis -informó el mulato a sus compañeros, cuando alcanzaron su posición. Balaguer tenía debilidad por aquella palabra. Le había hecho gracia cuando la había oído por primera vez, ya en el Tercio, y la usaba siempre que podía. Ocasiones no le faltaban.

El sargento emergió entre las sombras. Venía carraspeando y limpiando el machete con un trozo de tela mugrienta.

– No se lo esperaban -dijo-. Buen tiro, Faura. Y a tiempo.

El sargento señaló, con un gesto que a Faura se le antojó algo irónico, el impacto en el árbol. Pero la felicitación parecía sincera. Faura vio a Gallardo inclinado sobre uno de los cuerpos. Casals estaba más allá, agachado junto a un pozo de tirador. Pronto comprendió lo que estaban haciendo. Casals agitó algo en dirección a ellos. Gallardo, con esmero pero no demasiada soltura, aplicaba el filo del machete sobre la carne que intentaba seccionar. A la luz de la luna, Faura distinguió los ojos espantados del moro, el tajo en la garganta. No había pánico ni asombro más grandes que ésos, los de los ojos de los degollados.

– Se le ha ocurrido a Casals explicó Balaguer-. Cortarlas y llevárselas a ese de la segunda compañía que las colecciona.

Casals ya venía hacia ellos, envolviendo sus cartilaginosos trofeos en un trozo de venda que había cortado del turbante de su muerto. A Gallardo la operación se le resistía, pero se lo tomaba con buen humor:

– Coño, voy a tener que afilar mejor este puto machete. Las tienen bien pegadas, los muy cabrones.

Bermejo volvió la mirada hacia donde se afanaba el gaditano.

– Vamos, Gallardo, acaba de una vez -le ordenó el sargento-. Si queréis recoger esa porquería, allá vosotros, pero ándate un poco más vivo, que todavía nos queda camino por delante.

Faura no quiso acercarse a los muertos. No sentía excesiva curiosidad por ellos. Sí por el parapeto que había ímprovisado uno al pie del árbol. O por el pozo de tirador desde el que había estado disparando el otro, con el frente protegido por un rudimentario través de ramas. Entre los dos había un zurrón, del que al abrirse se habían escapado unos cuantos higos secos. Los imaginó cuando aún estaban vivos, llevándose de cuando en cuando a la boca el dulzor correoso de los higos, entre tiro y tiro al bulto del blocao; bromeando entre ellos con el miedo o la exasperación que debía producirles a los soldaditos encerrados el ruido de las balas al morder la madera de las defensas laterales o la chapa acanalada del techo. Pensaban pasar la noche así, distraídos, y acaso charlando también de sus cosas. De alguna Fátima a la que le habían echado el ojo, de los españoles a los que se habían cargado o se esperaban cargar. Pero aquella noche no estaba de Alá que pudieran cumplir su plan, sino que cayeran bajo el filo de los machetes. Los hombres, pensó entonces Faura, no eran más que el último de los insectos. Y estaba bien que fuera así. Que a uno lo acabaran sin esperarlo, cuando andaba ocupado en minucias. Así quería terminar él. No les envidiaba el segundo de horror, el de sentir desparramarse la sangre y la vida sobre el pecho. Pero el resto, y sobre todo lo que eran ahora, sí. Estaban en paz, y desde algún sitio se reían de los bobos carniceros que se entretenían en rebanarles las orejas y seguían jugando a ser alguien bajo la mirada de un Dios que lo despreciaba todo. Por eso, y también porque le daba asco, Faura observó sin el regocijo de los otros el despojo que les enseñaba Casals. No pensaba participar en su fiesta carroñera.

Gallardo, al fin, había acabado lo suyo. Vino precipitadamente, tropezándose. El sargento, sin aguardar a que llegara, meneó la cabeza y echó a andar hacia el camino. El pelotón se fue alineando tras él.

– Mi sargento -dijo Balaguer-. ¿Qué hacemos con sus fusiles?

– No cargues con ellos -resolvió Bermejo-. Sácales el cierre y tíralos.

Balaguer cumplió la orden con presteza y eficacia. Sin los cierres,, los dos fusiles eran chatarra inservible, y como tal los arrojó, tras quitárselos, sobre el cadáver de uno de los tiradores. Quiso el capricho que las dos armas quedaran en forma de cruz, sobre el cuerpo arqueado del moro muerto. Faura, que reparó en la simbólica coincidencia, no se planteó ni por un instante que significara algo. Nada significaba nada. De la nada venían y hacia la nada caminaban, y, congruente con aquella nada absoluta, el vano canturreo de Gallardo volvió a marcar el paso del pelotón, bajo la luna falsamente compungida.

8

Dejaron atrás el blocao. Libres de los dos pacos, quienes lo ocupaban acaso pudieran aquella noche conciliar el sueño durante unas pocas horas. Siguiendo el camino y la determinación del sargento, los legionarios se fueron metiendo en la tierra enemiga. Aquí y allá divisaban sobre el costado de los montes la mancha blancuzca de los aduares, parcialmente escamoteada por la salpicadura oscura de las chumberas que se apelotonaban a su alrededor. Ni un alma se asomaba, pero todos iban con cien ojos y procurando no hacer ruido, porque sabían que en cualquier momento se podían tropezar con una partida de enemigos que les aguara la noche. En lo más alto del Uixan se veía el resplandor de alguna hoguera. Así se llamaban los unos a los otros a la rebelión. Alrededor de aquellos fuegos, encendidos como un desafío sobre la cresta de los montes, se convenían estrategias y se transmitían instrucciones. Pasmaba a Faura, como a los otros, que aquella gente pareciera indisciplinada y desastrada en casi todo y, que sin embargo, mostrara tal grado de compenetración a la hora de organizarse para combatir. Su ejército, la harka, se hacía y deshacía para cada ocasión, pero actuaba con una contundencia y un coraje que hacía olvidar su carácter accidental. Si uno los observaba superficialmente, nadie parecía obedecer a nadie y cada cual se movía al dictado de su propio impulso y conveniencia: no era extraño que de pronto los combatientes que defendían una posición la abandonaran sin razón aparente; porque se aburrían, se cansaban o de repente les apetecía irse a otra parte. Y con todo y con eso, tenían una táctica y unos objetivos a los que servían sin desmayo, y sin arredrarse en ningún momento ante la superioridad en armamento y medios de los españoles. No aflojaban cuando asediaban, ni tampoco cuando resistían en algún sitio que creían necesario defender.

Los legionarios siguieron así durante un buen trecho. Caminando en silencio y sin que nada ni nadie les saliera al paso, cada uno ocupado en lo suyo. Ninguno iba pensando en nada en especial; si acaso, en la comezón que les producía no saber exactamente adónde los llevaba el sargento, y en la perspectiva de lo que una vez alcanzaran su destino se proponían hacer. También ésta era una idea difusa, aunque para unos más que para otros. A Faura, por cierto, esa indefinición no le resultaba antipática. Desde el día en que había traspuesto el umbral del banderín de enganche, se había convertido en un jugador, en el sentido más extremo de la palabra. Le gustaba sentirse a merced del azar, y más cuanto más abultada y crucial resultara la apuesta. Lo que le incomodaba, al contrario, era la certidumbre, en las cosas pequeñas como en las grandes. Por suerte, certidumbres allí había pocas. Y las que había (que siempre les mandarían donde pintaran bastos) daban para cualquier cosa menos para hacerse muchos proyectos,