– Recoge tus cosas -le dijo Faura a Josefina.

– ¿Cómo? -preguntó la chica, descolocada.

– Tus cosas personales, si tienes alguna aquí. No vas a volver.

– Pero…

– Hazme caso. Vamos. Josefina, como solía, se plegó a su voluntad y se dejó dirigir dócilmente. Faura no quiso explicarle allí, delante de los otros funcionarios, lo que le movía a requerirla de aquel modo. El Gobierno Civil estaba más allá de la línea de las murallas, por lo que quedaría irremisiblemente fuera del perímetro defensivo tan pronto como las tropas rebeldes se acercaran a la ciudad. Tal vez fuera sólo cuestión de horas, vista la premura con que el gobernador había puesto tierra de por medio, que por aquellos mismos pasillos se desplegaran los legionarios y desde aquellas ventanas hicieran fuego los regulares. Si es que la aviación no había echado antes abajo el edificio, que también podía ser.

Ramírez le buscaba la mirada, pero no abrió la boca. Nada había que decir. Cuando regresó Josefina, sin más pertenencias que su bolso, Faura la tomó del brazo y la llevó casi en volandas hasta la salida.

– ¿Qué va a pasar, Juan? -preguntó ella, cuando se vieron en la calle.

– Nada -respondió él-. Vamos a tener la cabeza fría y a pensar lo que tenemos que hacer. De momento, vámonos de aquí. Y por esto, tranquila. Jefe que huye, subordinados que quedan relevados de sus deberes. Se acabó el trabajo. Ahora te toca preocuparte sólo de ti.

Se dirigieron hacia la parte alta, deshaciendo al principio el itinerario que habían recorrido antes Faura y Ramírez, para enseguida torcer hacia la izquierda y seguir la línea de las murallas hacia el río. En ese punto, el oficial se detuvo súbitamente y tomó del brazo a Faura.

– Perdona, compañero. Yo me separo aquí. Faura se paró también. Sin hablar, volvieron a decirse todo.

– Voy con mi gente -dijo al fin Ramírez-. Hay que organizarse.

– Está bien -asintió Faura-. Te busco luego. O mañana.

El teniente echó a andar en dirección a su acuartelamiento. Faura volvió a coger del brazo a Josefina y reanudó el camino que acababan de tomar. La llevaba hacia su casa, en la parte noroeste del casco antiguo, donde también vivía Josefina desde hacía quince días. Mientras avanzaban, el cerebro del hombre era un hervidero. Ella, intimidada o todavía desorientada, se limitaba a dejarse arrastrar.

Aunque no llevaban mucho tiempo juntos, Faura le había cogido cariño a aquella chica. La había conocido un año antes, en el Gobierno Civil, donde trabajaba como auxiliar administrativa en un negociado con el que por razón de su cargo él tenía que tratar con cierta frecuencia. Josefina era diligente en su trabajo y siempre se le había mostrado singularmente amable. Podía ser la suya una deferencia dictada por el donaire de sus pocos años, que la alejaban de otros especímenes resabiados y siniestros que habitaban las cuevas burocráticas, o porque no se le escapaba que aquel hombre era un funcionario de categoría; pero desde muy pronto había empezado a dejarle intuir que había algo más. A aquellas alturas, sin ninguna euforia ni la menor petulancia, Faura se había habituado a notar que tendía a atraer a las mujeres. Era viudo, ni muy mayor ni demasiado joven, no estaba contrahecho, tenía un puesto respetable y medios de vida holgados. Condiciones más que sobradas para que las señoritas provincianas entre las que ahora vivía cayeran deslumbradas ante él. Según Josefina, que se lo había reconocido con una inocencia que le había hecho sentirse casi abochornado, era además un hombre con un algo profundo y contenido, con una experiencia del mundo que se adivinaba detrás de cada uno de sus gestos y de sus palabras. Algo que debía resultar indeciblemente seductor para aquellas chicas recluidas en un círculo de estímulos rutinarios, expuestas de manera fatídica a la soltería o a acabar uncidas a un primo o un vecino que terminara de cerrarles el horizonte. Pero él nunca se había cegado con eso, y nunca se había dejado coger en la lazada que le habían tendido poniéndole en suerte a algunas de las piezas casaderas más codiciadas de la burguesía local. No quería volver a verse casado con una mujer por la que no sintiera nada, no quería volver a someter a nadie al oprobio de vivir con alguien que había perdido la capacidad de amar, porque había malgastado todo el caudal de su corazón y su alma allí donde no podía rendir provecho alguno. Cuando sufría una urgencia física, servidumbre de la que no lograba, pese a todo, quedar exento, la aliviaba de la manera que menos pudiera comprometer, tanto a él como a la otra parte. Recurría, pues, a alguna mercenaria de cierta confianza, por regla general, y sólo en contadas ocasiones, por no sentir siempre que el intercambio estaba únicamente engrasado por el sórdido lubricante pecuniario, a alguna mujer de costumbres relajadas, soltera, como requisito inexcusable para no acabar la holganza en sainete.

Lo de Josefina se había salido de la norma. Ella sólo tenía veintidós años, había entre ambos una relación de trabajo y era una chica con la vida por delante y con ilusiones que por nada del mundo él quería malograr. En resumen, que por más que le tentara, porque como mujer le parecía más que deseable, se había cuidado mucho, durante meses de dejar que se difuminara la raya que los separaba. Todo eso, como tantas otras cosas, se había venido abajo al estallar la guerra. Josefina estaba sola en Badajoz, la familia la tenía en Cáceres, que había caído del lado contrario, en su desvalimiento había acudido a él. El empeño que había tratado de mantener, limitarse a darle apoyo moral, si acaso protegerla y ayudarla a cubrir las necesidades materiales que pudieran presentársele, no había resistido mucho a la excepcionalidad de la situación. Quizá pensó que estando ella expuesta a lo que podía pasar ahora, sus escrúpulos de antaño quedaban de pronto superados. Quizá ocurrió, nada más, que también él necesitaba a alguien a quien abrazar por la noche para enfrentar los malos presentimientos, o que las hambres de la carne le acuciaran un poco más que hasta entonces, y se dejó de remilgos. Pero, antes de que ella se mudara a su casa, se preocupó de informarla de que lo último que entraba en sus planes era volver a contraer jamás matrimonio. Y ella lo había aceptado, como, comprendió después, habría aceptado cualquier cosa que él le dijese.

Aquélla era la historia. Pero lo que ahora ocupaba los pensamientos de Faura era algo muy diferente. Cavilaba sobre el futuro inmediato, y en particular sobre la manera de sacar a Josefina de allí. Sobre cómo podría organizarlo, desde el punto de vista logístico, y sobre cómo se las arreglaría para disuadirla de quedarse con él, que era, ya podía imaginarlo, lo que ella querría. La tarea presentaba sus escollos en ambos frentes, pero le ayudaba su determinación y contaba además con la convicción de que aquello era lo que debía hacer. Josefina no merecía acabar allí, tan prematuramente, y sobre todo no tenía el menor sentido que hiciera por él semejante sacrificio. Faura no sentía por ella más que el afecto primario que del roce surgía entre dos criaturas tras haber compartido el miedo y el deseo, ni se planteaba que más allá de aquella ciudad condenada, y de aquel enrarecido verano pudiera haber un lugar para los dos. No podía ofrecerle su vida, y bajo ningún concepto podía aceptar, por tanto, la suya. El razonamiento le parecía tan impecable y tan incontrovertible que sólo buscaba la mejor manera de actuar en consecuencia, salvando todos los inconvenientes.

En vez de ir derecho a su domicilio, Faura se desvió hacia la Puerta de Palmas. Era la más monumental de las varias puertas que se abrían en las murallas de la ciudad, y también la que tenía mejores vistas. Daba a uno de los puentes sobre el Guadiana y su mirador sobre el río era otro de los destinos preferidos de sus paseos nocturnos.

Eligió ir hacia allí porque supuso que sería una de las zonas donde corrían menos riesgo. Salvo que las columnas rebeldes estuvieran dirigidas por jefes extraordinariamente obtusos, aquél sería el último sitio por el que se acercarían a la ciudad. Obligarse a salvar la protección natural del río, cuando por el sur podían acometer sin estorbos, era una formidable sandez en la que, se temió, el enemigo se cuidaría de incurrir.

– ¿Adónde vamos? -preguntó Josefina-. ¿Qué te pasa, cariño?

Faura nunca usaba palabras como aquélla, cariño . Era austero en su lenguaje, aunque procuraba compensarlo con los gestos. Desconfiaba de las palabras, pero no le disgustaba que ella las dijera. De lo que desconfiaba, ante todo, era de lo que salía de sus propios labios.

– Vamos a acercarnos al río -dijo-. Necesito un poco de aire fresco.

Atravesaron la puerta, a aquellas horas guarnecida por un pelotón mixto de milicianos y soldados al mando, siempre teórico, de un sargento del ejército. Lo conocía de los primeros días, cuando había participado junto a él en la instrucción de las milicias en la plaza. El sargento le devolvió el saludo y cuando pasaron, como el resto de sus hombres, dejó resbalar sobre la pareja una mirada suspicaz.

Caminaron hasta el puente. No se aventuraron mucho dentro del río, por si acaso. Una vez que se hubo detenido, Faura se volvió hacia la ciudad y abrazó a la mujer. La estrechó con fuerza contra sí, la besó en la frente. Buscaba las palabras que tendrían que convencerla. Ya había decidido que iba a engañarla, no había otro modo de arreglarlo.

Cuando sus cuerpos se separaron, Josefina dijo:

– Ya está, hemos perdido, ¿no? La observó, inmóvil, concediendo con su silencio.

– Dime, van a entrar, ¿verdad? Faura asintió, despacio.

– Eso me temo.

– ¿Y qué vamos a hacer?

No le sugería una conducta, no le pedía que se la llevara fuera de allí ni que se quedaran. Se abandonaba, sin más, a lo que él decidiese, y le dolió tener sobre ella aquel poder para conducirla en medio de la catástrofe. Razón de más para obligarse a guiarla por donde debía.

– Te vas a ir esta noche, Josefina -dijo al fín-. Vas a pasar a Portugal, como el gobernador. Voy a ver cómo puedo arreglarlo para llevarte.

– ¿Y tú?

No le respondió inmediatamente. Aún meditaba cómo planteárselo.

– No me iré sin ti -dijo ella, decidida.

– Lo que quiero ante todo es que te tranquilices -le repuso-. Y te pido por favor que confíes en mí y que me ayudes a cumplir con mi deber. Ya sé que es mi deber, y no el tuyo, pero sí algo te importo lo entenderás y aceptarás que haga las cosas como creo que tengo que hacerlas.