Inclinado sobre él, bajo el sol de la mañana, lo miraba morir. A diferencia del otro, hecho de muchas experiencias distintas que se confunden y forman una sola imagen en mi memoria, este recuerdo es único, porque la muerte de cada hombre es única y era ese hombre y ningún otro el que se moría. En eso se revelan iguales muerte y recuerdos: en que son, para cada hombre, únicos, y los hombres que creen tener, por haberlo vivido en la proximidad de la experiencia, un re-cuerdo común, no saben que tienen recuerdos diferentes y que están condenados a la soledad de esos recuerdos como a la de la propia muerte. Esos recuerdos son, para cada hombre, como un calabozo, y está encerrado en ellos del nacimiento a la muerte. Son su muerte. Cada hombre muere de tenerlos únicos, por-que justamente lo que muere, lo que es pasajero y no renace en otros, lo que en las muchedumbres está destinado a morir, son esos recuerdos únicos que alimentan el engaño de un rememorador exclusivo que la muerte acabará por borrar. Del hombre magullado, que ya apenas si respiraba, aprendí, también, aquella mañana, que, de la negrura que nos rodea, la virtud no salva. Si sorteamos, valerosos, una noche, otra más grande, un poco más lejos, nos espera. En vano ese hombre, en días apacibles, apreciaba ser bueno; la boca abierta sobre la que bailaba, inocente, en equilibrio, se lo comía igual. Nuestras vidas se cumplen en un lugar terrible y neutro que desconoce la virtud o el crimen y que, sin dispensarnos ni el bien ni el mal, nos aniquila, indiferente. Hacia mediodía el hombre dejó, por fin, de respirar. Entre el cielo azul, las hojas verdes, el río dorado y la arena amarilla, se volvió una mancha confusa y sin nombre, como si esa evidencia plena y exterior del mundo que nos rodeaba lo hubiese despojado, para desplegarse en la luz, de su aliento y su sustancia.

No bien un sueño ha pasado, por vivido que haya sido y por claro que siga siendo en la memoria se vuelve, para el soñador, indemostrable y remoto. Si lo cuenta, el que lo escucha creerá en vano reconocer los detalles y el mentido. Aun para el soñador mismo son problemáticos. Si una tarde, por ejemplo, le vuelve, por algún signo de la vigilia que se lo recuerda, un sueño olvidado, no habrá, para el soñador, modo alguno de verificar el momento exacto en que tuvo ese sueño y no podrá determinar si lo soñó la última noche, o un mes antes, o muchos años antes. No podrá saber si ese sueño, que él creía olvidado, es de verdad un sueño antiguo que le vuelve y no uno nuevo que se le aparece por primera vez en forma de recuerdo, flamante y repentino. Recuerdos y sueños están hechos de la misma materia. Y, bien mirado, todo es recuerdo. Pero el mundo puede darles edad y espesor. Si en este momento, por ejemplo, me acordara de un sueño en el que estuviese presente el padre Quesada, esa presencia le daría al sueño una edad, ya que no lo hubiese podido soñar antes de conocerlo, y el recuerdo del padre Quesada, lo que autoriza a darle una existencia independiente de mis sueños, cobra espesor y realidad gracias a algunos libros que me dio antes de morir y de los que nunca me he separado. De esa manera, sueño, recuerdo y experiencia rugosa se deslindan y se entrelazan para formar, como un tejido impreciso, lo que llamo sin mucha euforia mi vida. Pero a veces, en la noche silenciosa, la mano que escribe se detiene, y en el presente nítido y casi increíble, me resulta difícil saber si esa vida ha tenido realmente lugar, llena de continentes, de mares, de planetas y de hordas humanas o si ha sido, en el instante que acaba de transcurrir, una visión causada menos por la exaltación que por la somnolencia. Que para los indios ser se dijese parecer no era, después de todo, una distorsión descabellada. Y, no pocas veces, algo en mí se plegaba, dócil, y bien hondo, a sus certidumbres.

Un día, por ejemplo, en que ya caía la tarde, yo estaba sentado, apacible y vacío, en la puerta de mi casa. Había sido uno de esos días largos de primavera en los que el viento, tibio, constante y no demasiado fuerte arrastra, desde la mañana, nubes espesas y blancas que dejan entrever el cielo azul y luminoso, y se detiene so-lamente al crepúsculo. A esa hora, ya no soplaba. Había dejado el cielo limpio de nubes, a no ser por dos o tres jirones muy alargados y casi transparentes, superpuestos y paralelos como trazos tortuosos que la luz del sol volvía verdosos y anaranjados. Sentado en el suelo recién barrido, con la espalda apoyada en la pared de adobe, los miraba desvanecerse poco a poco mientras el cielo, tenso, se oscurecía. Del mismo modo que las nubes, el viento parecía haber borrado también mis pensamientos. Miraba cambiar el color de las nubecitas que, al mismo tiempo que se volvían violáceas, azules, se iban adelgazando y desapareciendo. El sol ya se había hundido en el horizonte, y la que todavía iluminaba la tarde era, cada vez más uniforme, su última luz. También al caserío lo apaciguaba el crepúsculo. Como yo, algunos indios descansaban en las puertas de sus casas. Otros, más indolentes que de costumbre o que me dan, ahora, en el recuerdo, esa impresión, atravesaban, un poco más lejos, la playa en muchas direcciones. Un hombre, arrodillado, empezaba a encender, diestro, una fogata. Varias criaturas, oscurecidas por la penumbra de los árboles, se reconcentraban en sus juegos extraños. Gracias tal vez a la calma súbita del viento desapacible, la tarde, los hombres y el horizonte circular lleno de cosas espesas y misteriosas, parecían más constantes y benévolos. Un olor a comida, a hogar elemental, empezaba a flotar, sin ensuciarlo, en el aire. Durante unos minutos, me distraje observando a ese pueblo oscuro que palpitaba, como hechizado, a mi alrededor, y cuando alcé otra vez la cabeza, las nubecitas habían desaparecido. Quedó el cielo vacío de un azul muy liso que se iba oscureciendo y, como si se fuesen acercando de a poco, y tan débiles todavía que había que esforzarse para descubrirlas, las primeras estrellas. Eran unos puntitos tenues que parecían brillar y borrarse, brillar y borrarse, como si también ellas, a las que se les asigna, con tanta certeza, la eternidad, el ser les costara, igual que a nosotros, sudor y lágrimas. Para esa época, yo creía que mi destino estaba hecho y que, ya sin variantes, mi porvenir escaso desembocaba en la muerte. No sabía que, muy poco tiempo más tarde, en una canoa cargada, los indios me mandarían río abajo al encuentro de esta noche de verano, tan alejada y diferente de aquellos días que me parecían finales. Pero no mezclaba, a esa convicción, ni furor ni angustia. Me dejaba estar, neutro, a la altura de mi destino, entregado al orden de lo inmediato; desguarnecido como vine a este mundo, el pan de mi vida, por duro que fuese, me bastaba, y yo desconocía gustos mejores que justificaran la nostalgia. En el anochecer apacible, estaba todavía más vacío que de costumbre, pero gracias tal vez a la clemencia del tiempo, ni siquiera me daba cuenta. Me quedé unos momentos mirando aparecer las estrellas, y después me levanté y empecé a pasearme por el caserío.

Algunos indios me dirigían las miradas entendidas y cómplices a las que, después de tanto tiempo, ya me había acostumbrado. Def-ghi, def-ghi, me decían, señalándose a sí mismos al pasar, entrecerrando los ojos o haciendo alguna mueca. Otros, indiferentes, ni siquiera reparaban en mí. A veces, del río cercano llegaba el ruido súbito de algún chapuzón. El hombre que unos minutos antes había estado tratando de encender una hoguera, ya había logrado su propósito. Como había mezclado a la leña muchos arbustos y paja seca, las llamas brotaron de golpe, verticales y altas, chisporroteando y crepitando fuertes. Casi enseguida, viniendo de la penumbra azulada, un puñado de mariposas oscuras se precipitó entre las llamas. En la proximidad del fuego, el aire tibio se recalentaba y, a pesar de que no soplaba ningún viento, la violencia con que el fuego había prendido dispersaba el primer humo turbulento. El hombre acomodaba la leña con un palo, arrastrando con la punta las ramitas dispersas en el suelo alrededor de la hoguera. Algunos indios que pasaban le dirigían un saludo rápido y después se alejaban en la penumbra azul. Dejé atrás el tumulto de humo, chispas y llamas y me encaminé hacia el río. En la oscuridad azul, la arena relumbraba, más amarilla que a la luz del día. Un hombre salió del río chorreando agua, y se perdió corriendo entre los árboles. Yo me paré en la orilla.

La penumbra se inmovilizó, pero no se hizo más densa. Me pareció raro que a los pájaros, que cantaban mucho en el atardecer, no se los oyera. A decir verdad, desde hacía un buen rato estaban en silencio. Tampoco el agua se movía, a no ser las sacudidas, casi imperceptibles, que llegaban, regulares, a la orilla. Únicamente los ruidos humanos y las voces humanas, insistentes, resonaban: gritos, saludos, conversaciones, ruidos de hueso o de madera que humanos manipulaban para ir sacando, de lo indistinto, formas reconocibles. El ruido apagado de pies descalzos que iban y venían rebotando o deslizándose sobre la arena, se oía también por momentos a mis espaldas. Un poco más lejos, también en la orilla, más oscuras que la penumbra, se recortaban varias embarcaciones. Todo lo presente, incluidos nosotros, estaba en, y era, al mismo tiempo, un lugar. A decir verdad, nosotros éramos, más que el lugar mismo, ese lugar, y como en ese anochecer parecía más acogedor, había algo de hiriente en su habitual mudez desdeñosa. La paz de ese atardecer lo ponía al descubierto. Que únicamente perduráramos gracias a su condescendencia, nos rebajaba todavía más que a las bestias sumisas o indiferentes. Era, según lo pensaban los indios, gracias a nuestro parecer, que ese lugar parecía un lugar, y, sin embargo, no hacía nada, ninguna seña, ningún esfuerzo para ganarse nuestra confianza.

La arena firme de la orilla me humedecía los pies descalzos. Distraído como estaba, tardé unos momentos en darme cuenta de que desde hacía unos momentos se había puesto a brillar. Era un brillo blanco, fosforescente y, alzando la vista, comprobé que también el río se había llenado de reflejos de un tinte idéntico. Alcé más alto la cabeza y, dándome vuelta, dirigí la vista hacia el cielo: era la luna. Nunca la había visto tan grande, tan redonda, tan brillante. Brillaba tanto que del cielo se habían borrado todas las estrellas. Subía lenta, irrefutable y única, tibia y familiar y su intensidad explicaba que, en un determinado momento, la progresión de la oscuridad se hubiese detenido. Ahora, todo lo visible estaba decorado de manchas lunares que pasaban entre la fronda de los árboles y se estampaban, de un blanco absoluto, en el suelo, en las paredes y en los techos de las viviendas, en los cuerpos desnudos que se movían entre los árboles y que parecían emitir un fuego fijo y frío. Tenía la proximidad amistosa de esas cosas que nos son incomprensibles pero que ya no nos espantan porque hemos aceptado, quién sabe por qué causa, su misterio. Ninguna razón justificaba su presencia y, sin embargo, de tanto verla, constante y regular, con sus fases periódicas, menos distante y más dulce que el sol cegador, sus idas y venidas, tan exactas que las podíamos prever y que incluso nos servían para ordenar, de muchas maneras, nuestras vidas, en lugar de inquietarnos, como hubiese debido ser, nos tranquilizaba. Todos los días, el sol desdeñoso pasaba para mostrarnos, con su luz cruda, la persistencia injustificada del lugar que éramos también nosotros, en tanto que la luna gentil, gracias a su proximidad, formaba parte, también ella, de ese lugar, era una especie de puente entre lo remoto y lo familiar. Gracias a ella el todo, que derivaba, inacabado, en lo oscuro, parecía saber algo de nosotros y prometernos una aniquilación menos ciega. Aunque no fuese capaz de preservarnos ni de interceder, la luna tibia con su compañía insistente podía darnos la ilusión de que lo inacabado nos medía, desde el exterior, con un rasero no muy diferente del que nos aplicábamos nosotros mismos.