Casi todos los indios, sin llegar siempre a tales extremos, actuaban de la misma manera. El miedo de perderse en el amasijo anónimo de lo indistinto los hacía adoptar esas actitudes fijas y sin matices que trataban, de un modo u otro, cuando podían, con mayor o menor discreción según los casos, de hacerme percibir. Cuando lo que me señalaban de sí mismos eran buenas cualidades, parecían ostentar una vanidad desmesurada. Alguno pretendía ser el mejor cazador de la tribu, otro, el que hacía las mejores flechas, un tercero el que más veces se bañaba por día. No tenían la costumbre de mentir, pero en algunas ocasiones noté que exageraban, no para engañarme, sino para aumentar ante sus propios ojos, y ante los míos también, la aferrabilidad del personaje que representaban. Un viejo me dijo una mañana que se le habían caído todos los dientes de una sola vez; una mujer, dando muchos rodeos, lo que era raro en ellos, para disimular la exageración, que, cuando había sido virgen, todos querían que ella sola mascara las raíces con las que hacían su brebaje, porque su saliva era dulce. Se escupía las yemas de los dedos y quería darme a probar diciendo que, si lo hacía, nunca más me iba a olvidar el sabor. Ese querer ser vistos y recordados con intensidad no era el único obstáculo que impedía tener con ellos una amistad o, por lo menos, una relación simple y natural. El envaramiento, que a veces podía lindar con la hosquedad, desbarataba, áspero, todo acercamiento. La alegría común, que a veces aparece, diseminada en todos, discreta pero plena y liberadora, les era desconocida: parecían haberse prohibido de antemano todo goce elemental. Una obligación de tristeza o de seriedad, rigurosa, los secaba. Se imponían una vida estrecha y árida de la que desterraban, desconfiados, el placer. Esa sequedad deliberada se hacía evidente sobre todo cuando algo parecía producírselos, porque mostraban en sus expresiones que ese placer, que volvía a asaltarlos a pesar del rechazo constante que le oponían, los turbaba, y que el hecho de sentirlo era para ellos motivo de lucha interior y de sentimientos contradictorios. Del goce, lo que menos les gustaba era experimentarlo. La decisión de desterrarlo de sus vidas parecía natural mientras no se presentara. Cuando aparecia, bajo una forma sensual o como simple alegría motivada por alguna situación inesperada, trataban de disimularlo y parecían confusos o avergonzados. No querían reconocer su propio goce. No les gustaba que algo, demoliendo sus fortificaciones, les gustara.

El hombre que en la mañana gradual agonizaba echado boca arriba sobre la arena amarilla, era un poco diferente. En él, la ansiedad y la rigidez de los indios eran menos evidentes. Daba la impresión de estar, más que los otros, dispuesto a abandonarse, a dejarse moldear, dócil, por el vaivén de los días, sin empecinarse en forjar una imagen de sí mismo ni negarse a admitir el ritmo de la contingencia. Esa flexibilidad me permitía mantener con él una relación un poco más directa y natural que con el resto de la tribu. Por supuesto que no había, entre nosotros, ninguna intimidad, y muy pocos intercambios verbales, pero yo podía estar seguro de que, si lo encontraba, él por lo menos no iba a dirigirme una de las consabidas sonrisas melosas ni a tratar de dejar una impresión imborrable en mi memoria. Incluso el ritmo de su paso era un poco más lento que el de los demás. En esa indolencia casi imperceptible yo adivinaba, sin darme cuenta, una especie de originalidad, de sentimiento personal de que esa imposibilidad que era la esencia de las cosas, de la lengua, y hasta de la carne de su gente, no era tal vez tan absoluta o, si lo era, que él, a pesar de todo, se reservaba la libertad de desafiar las leyes rígidas del mundo y de vivir una vida diferente a la de los demás, aun cuando la aniquilación lo acechara. De esa diferencia ínfima emanaba una especie de bondad. Yo lo visitaba con frecuencia y él no pocas veces pasaba a verme a mi casa. En general habiabamos muy poco, pero a mí me parecía sentir que su sola presencia probaba cierta compasión por mi destino. Me enseñó a pescar con lanzas y con flechas, o, incluso, con esos cuchillitos de hueso en cuya fabricación y en cuyo uso demostraban tanta habilidad. Con las criaturas, era paciente y afectuoso. Cuando los hombres deliberaban, no pocas veces le pedían su opinión; y él la daba con exactitud y sin énfasis, con un aire pensativo que parecía demostrar que él le acordaba a sus propias palabras un carácter menos infalible que, con su actitud casi reverencial, parecían acordarle sus interlocutores. Era como si, paternal, confirmase a los otros en sus falsas expectativas, por creerlos, en secreto, incapaces de soportar verdades más agobiadoras.

La última vez, ese hombre había estado entre los asadores, y en los años anteriores yo no alcanzaba todavía a distinguirlo de los otros miembros de la tribu. La actitud serena y vigilante de los asadores me había inducido a pensar que esos hombres se comportaban así en todo momento, haciéndome confundir su función pasajera con un modo de ser permanente. A esos asadores los indios los designaban todos los años con razonamientos que se me escapaban, salvo el hecho de que los que cazaban las presas debían, a causa de una ética que yo no comprendía, abstenerse de comerlas. Esos cazadores eran elegidos cada año en cabildeos largos y confidenciales. Cuando reparé en él por primera vez, el hombre preparaba, lejos del tumulto de la tribu, una comida frugal para los asadores, y el primer recuerdo de su persona se asocia, en mi memoria, a sus gestos precisos, rápidos y tranquilos. Esa imagen desdibujaba otras evidencias en las que yo no pensaba: que, por ejemplo, el día antes ese mismo hombre había asesinado a los que la tribu estaba devorando en ese momento y que, sin duda, había empleado la mañana en despedazar, con su cuchillito de hueso, sobre un colchón de hojas verdes, los cuerpos capturados. Durante el año que transcurrió, esa imagen serena del hombre se fue consolidando gracias a sus actitudes razonables y cálidas.

Su agonía confirmaba, inacabable, mi error. El día antes yo había debido ir aceptando, poco a poco, el desengaño. Lo había visto, a la mañana, espiar con ansiedad a los asadores que colocaban, indiferentes y hábiles, los cuerpos descuartizados sobre las brasas. Su expresión, inequívoca, no mostraba ninguna lucha interna ni ninguna vacilación. Merodeaba, más impaciente que otros, las parrillas humeantes. En muchos indios, una semisonrisa distraída, lenta, soñadora, anticipaba, en la imaginación, el placer real que se avecinaba. En él, ni siquiera esa alegría espuria se insinuaba: hosco, retraído, casi furioso, iba y venía por las inmediaciones de las parrillas y se veía bien que para él el ruido vario del mundo ya no sonaba. Empecé a observarlo desde cierta distancia, tratando de no perderlo de vista. Cuando la carne estuvo lista, me espantó ver cómo, a una mujer que, sin darse cuenta, le interceptaba el camino a las parrillas, le dio un puñetazo en el hombro para obligarla a cederle paso. Con la misma hosquedad retraída con que había estado esperando, recogió un pedazo de carne y después, como un animal ausente, buscó, con la vista, un lugar tranquilo para sentarse a devorarlo. Se encaminó, solo, a la orilla del río y, sentándose en una canoa vacía, empezó a comer.

Masticaba, empecinado, sin levantar mucho la cabeza de su pedazo de carne, con furor creciente, como renegando en silencio por no poder, de un solo bocado, devorar, no únicamente su pedazo de carne, sino el mundo entero que lo contenía. Cuando terminó el primer pedazo saltó de la canoa y, con paso decidido, fue a buscar otro a las parrillas. Cuando lo obtuvo, se quedó a comer cerca del fuego, lo terminó en dos o tres tarascones, y pidió un tercero. Se veía que ya estaba repleto, pero ese tercer pedazo parecía una obligación que, deliberado, se imponía a sí mismo. Con el pedazo en la mano, empezó a pasearse, lento, casi con el mismo ritmo con que masticaba, por la orilla del agua, parándose a veces o dejando, por un momento, de masticar con la boca abierta. Los últimos bocados ya no le pasaban. Los masticaba mucho, muy despacio, con la boca abierta, el ceño fruncido, los ojos fijos en el vacío, lo que quedaba del pedazo de carne olvidado allá abajo, en la mano que lo aferraba balanceándose a lo largo del cuerpo mientras el hombre caminaba. A duras penas, lo terminó. Quedó un hueso pelado que dejó caer, distraído, sobre la arena que, en su ir y venir, iban como cavando sus pasos trabajosos. Por fin se desplomó. Durante un buen rato dormitó al sol, hasta que el tumulto de los otros indios que se arremolinaban contra las vasijas de aguardiente lo despertó y lo hizo incorporarse a medias y ponerse a pestañear en esa dirección. Recién al día siguiente estaría agonizando sobre esa misma playa, pero ya en ese momento parecía ausente de este mundo que había perdido, a simple vista, toda corporeidad para él. Sin sacudirse de su somnolencia se levantó y se encaminó hacia las vasijas. Ni siquiera vio que uno de los que distribuían el alcohol le ofrecía una calabacita llena; juntó una del suelo, la hundió en la vasija y, retirándola repleta, la vació de un solo trago. Seis o siete veces repitió la misma operación, tieso, erguido, el pecho un poco hinchado, la mirada cada vez más turbia, mostrando, con su opacidad, que detrás de ella no había sueños tumultuosos sino una negrura espesa y continua. Después se alejó de la muchedumbre y se quedó parado, rígido, cerca del agua, inmóvil, hasta el anochecer. Obtenía su inmovilidad y su rigidez gracias a un esfuerzo desmesurado, y se veía bien que todo su cuerpo luchaba por mantenerla, hasta tal punto que el cuello se le hinchaba y las venas, gruesas y tortuosas, sobresalían en su frente al mismo tiempo que mantenía los ojos fijos y muy abiertos y los dientes apretados entre los que, a causa del esfuerza, le chirriaban, por momentos, gotas de saliva. Esa inmovilidad parecía todavía más extraña comparada con la actividad que desplegaba, alrededor del hombre, en la fiebre del anochecer, la tribu entera; desde hacía un buen rato, los cuerpos, por parejas o por grupos en los que se mezclaban indios de todas las edades, desde las criaturas hasta los viejos, se entrelazaban, brutales, llenando el aire liso y tibio del anochecer con sus suspiros, sus gritos, sus voces, sus lamentos. Muchos se revolcaban a pocos metros del hombre inmóvil, que siguió tenso y erguido hasta que, en un momento dado, imprevisible y brusco, salió corriendo y desapareció entre los árboles y también en la oscuridad, porque en ese mismo momento llegaba la noche. Entonces, lo perdí de vista. Sé que fue a mezclarse en el tumulto de la tribu, que fue pasando, una y otra vez, por la ciénaga abierta bajo sus pies que cada ano, durante unas horas, se tragaba a la tribu entera, devolviendo maltrechos a muchos de sus miembros y guardándose no pocos para siempre. La inmovilidad a la que se había estado sometiendo durante horas no había sido de ningún modo una muestra de retención o un intento poderoso por mantenerse al margen del caos sino, muy por el contrario, un desafío descabellado, una forma de delirio y de desmesura. En todo caso, lo que la oscuridad devolvió a la playa amarilla, después de una noche inacabable, en el amanecer lívido, era la costra magullada y vacía del hombre que yo había conocido.