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«Se lo agradezco tanto», dijo Evita. «Una oración del Santo Padre sube más rápido al delta,.

«No, hija mía», explicó Pío XII con una sonrisa sobradora. «El Señor escucha las plegarias de todos los hombres con la misma atención».

Junto a las puertas de la biblioteca, los guardias suizos mantenían en alto las alabardas. Una almidonada cofradía de cardenales, embajadores, monjas de corte y damas de honor aguardaba junto a los anaqueles, detrás de los caballeros de golilla y calzones cortos, que llevaban condecoraciones hasta en los puños de las camisas. Con un sigilo que la cámara puso en evidencia, el pontífice alzó uno de los meñiques: bajo la luz impiadosa de los reflectores, el dedo brotó afilado como una lengua de víbora. Debía tratarse de una señal. Dos monjas trotaron desde el otro extremo de la biblioteca con un arca dorada que rebosaba de regalos. Uno de los cardenales anunció en alta voz:

«Su Santidad ofrenda a la Primera Dama de la Argentina un rosario de Jerusalén con reliquias de la santa cruzada…» (Pío XII exhibió a la concurrencia una de las cajas, aliviada ya de su envoltorio por las monjas, mientras Evita tendía las manos y ensayaba una desairada reverencia.) «También Su Santidad desea condecorar a la Señora con la Medaglia d’Oro del Pontificato …» (Evita inclinó la cabeza quizá creyendo que el Papa iba a colgarle alguna cinta, pero éste expuso ante la delegación de embajadores y purpurados una moneda con su propia efigie y la dejó con displicencia en manos de la visitante, que balbuceaba: «Se lo agradezco en nombre de mi pueblo». Se perdieron sus palabras porque una de las monjas extrajo un lienzo del fondo del arca y se lo entregó al Pontífice, que lo desplegó diestramente ante la concurrencia.) «Ésta» (continuó el cardenal que servia como maestro de ceremonias) «es una reproducción casi perfecta de la obra de Jan van Eyck, "Il matrimonio degli Arnolfini ", pintada sobre madera en 1434. La copia, hecha en óleo sobre tela por Pietro Gucci, data de 1548 y pertenece al tesoro vaticano. Quiero decir pertenecía, porque será donada al gobierno argentino…» (Las damas de honor aplaudieron quizá violando el protocolo; Evita mantuvo los ojos bajos.) «Los esposos de la pintura son Giovanni di Arrigo Arnolfini y Giovanna Cenami, hija de un mercader de Lucca. En torno se ven los objetos de la boda: una candela, unos zuecos, un perro.»

Sin moverse de la butaca, con las piernas cruzadas, Evita observaba hipnotizada la escena. Pío XII se había erguido y, tendiendo el lienzo a la Evita de la película, decía: «Este cuadro, hija mía, es la imagen perfecta de la felicidad matrimonial. El joven Arnolfini refleja fortaleza y protección, como los buenos maridos. Pese a su plenitud, Giovanna parece algo turbada, embarazada…» La Evita de la platea se quitó uno de los zapatos y soltó la vincha de su pelo. Parecía incómoda, lejos de sí, como si hubiera perdido un día de la vida. Mientras, la Evita de la película decía claramente: «Embarazada se ve que está, Santo Padre: como de siete meses». Pío XII esbozó una sonrisa malévola. El embajador argentino se alisó la calva engominada. Un par de cardenales tosió al unísono.

«El matrimonio aún no se había consumado, hija mía», la corrigió el Papa, con tono comprensivo. «Cuando van Eyck la pintó, Giovanna era virgen. Lo que te confunde es el cinturón alto, que le abulta el vientre, como lo exigía la moda de las doncellas en esa época. Pero el Señor bendijo a los Arnolfini con una prole numerosa. De todo corazón deseo que te bendiga también a ti.»

«Ojalá, Santo Padre», respondió Evita.

«Todavía eres joven. Puedes tener todos los hijos que quieras.»

«Quise, pero no vinieron. Tengo muchos otros, miles. Ellos me llaman madre y yo los llamo mis grasitas».

«Ésos son hijos de la política», dijo el Papa. «Yo hablo de los hijos que envía el Señor. Si los quieres, debes buscarlos con el amor y con la oración».

En la soledad de la platea, Evita rompió a llorar. Tal vez no fuera llanto sino tan sólo el relámpago de una lágrima, pero el Chino, que conocía a la perfección todos los signos que exhalaban las espaldas y las nucas de los espectadores, descifró la tristeza de Evita en el ligero temblor de los hombros y en los dedos que subieron, furtivos, hacia los ojos. La cámara, mientras tanto, había comenzado a desplazarse por los dormitorios de Rafael y por los apartamentos Borgia, pero Evita ya se había marchado de allí, dejando sólo la pesadumbre de su cuerpo vestido de tules: no estaba en la pantalla ni en la platea sino en algún secreto paisaje de Ella misma.

El Chino la vio caminar hacia un rincón de la platea y la oyó hablar por teléfono. Sus órdenes se confundían con la voz del locutor, y sólo pudo discernir unas pocas palabras:

«…estos dormitorios fueron parte de los departamentos donde vivió Julio II a partir de 1507… Si vos tenés los negativos, quemálos, Negro … las pinturas del techo, que representan la gloria de la Santísima Trinidad, fueron ejecutadas por Perugino… Lo que se quema no existe, Negro, lo que no se escribe ni se filma, se olvida. … el techo de la capilla se divide en nueve campos que Miguel Angel fue separando con pilares, cornisas, columnas… Que no quede vivo ni un pantallazo, ¿oíste? … el octavo campo representa el diluvio, el arca de Noé se puede ver a lo lejos, no fuercen la cabeza, todo se refleja en los espejos… Vos no te preocupés, nadie va a contar nada, si alguien habla se las va a ver conmigo … en el noveno campo la ebriedad de Noé… Quemálos y se acabó

La luz de la platea se encendió antes de que el Chino pudiera descubrir dónde estaba Ella. De pronto la vio, parada junto a la puerta de la cabina, observándolo con curiosidad.

– ¿Sos peronista vos? No te veo el escudo de Perón en la solapa -le dijo-. A lo mejor no sos peronista.

– Qué otra cosa puedo ser yo, señora -contestó el Chino, turbado-. Siempre llevo el escudo. Siempre lo llevo.

Mejor así. Hay que acabar con todos los que no son peronistas.

– No lo hice a propósito, señora. Se lo juro. Salí de mi casa sin pensar. Créame, siempre lo llevo, señora.

– No me digas señora. Decíme Evita. ¿Dónde vivís?

– Soy proyectorista del cine Rialto, en Palermo. Vivo ahí mismo, en unas piezas que están atrás del escenario.

– Yo te voy a buscar una casa mejor. Pasá un día de éstos por la Fundación.

– Yo voy, señora, pero quién sabe si me dejan entrar.

– Decí que Evita te mandó llamar. Ya vas a ver qué rápido te dejan.

No durmió aquella noche pensando en cómo sería una casa creada por el deseo y el poder de Evita. Discutió hasta el amanecer con su esposa Lidia sobre lo que debían decir cuando les entregaran el título de propiedad, y al fin convinieron en que lo mejor sería no pronunciar una sola palabra.

Hacia las once de la mañana, José Nemesio Astorga trató de llegar a las oficinas de la Fundación en busca de lo que Evita le había prometido. Ni siquiera pudo acercarse. La fila de postulantes daba dos vueltas completas a la manzana. Algunas voluntarias peronistas entretenían a la gente con folletos de propaganda para aliviar la espera, y a veces ofrecían sillas plegadizas a las madres que desnudaban sus enormes pechos florecidos y daban de mamar a niños que ya se tenían de pie.»Evita no ha llegado, Evita no ha llegado», anunciaban las voluntarias, vestidas con uniformes tiesos y cofias de enfermera.

Acercándose a una de ellas, el Chino le hizo saber que la Señora en persona le había dado una cita. «Lo que no sé es el día ni la hora», aclaró sin que le preguntaran.

– Entonces vas a tener que hacer cola como todo el mundo -dijo la mujer-. Aquí hay gente que está desde la una de la mañana. Además, nunca se sabe si la Señora viene o no viene.

Astorga se presentó a la una en punto de la madrugada siguiente, después de haber acompañado a Lidia y a Yolanda, la nena, hasta la casa de los suegros, que vivían en Banfield. «Estaré de vuelta como a las tres de la tarde», les dijo. «Espérenme en el cine».

– Para entonces, seguro que ya vas a tener buenas noticias- supuso Lidia.

Ojalá que sean buenas -dijo él.

Ante las puertas de la Fundación, descubrió que veintidós personas le habían ganado de mano. Por las calles desiertas se desperezaban las ovejas de la neblina y se las oía balar dentro de los huesos. La gente tosía y se quejaba de dolores reumáticos. Era un sarcasmo que la ciudad se llamara Buenos Aires.

El Chino había averiguado que Evita nunca llegaba (cuando llegaba) antes de las diez de la mañana. En la residencia, desayunaba tostadas con café entre las ocho y las nueve, hablaba por teléfono con los ministros y gobernadores y, ya rumbo a la Fundación, hacía una escala rápida en la casa de gobierno, donde conversaba durante un cuarto de hora con su marido. Se veían sólo a esas horas, porque Ella no regresaba de trabajar hasta las once de la noche, cuando él ya estaba durmiendo. Evita daba unas audiencias larguísimas, en las que averiguaba vida y milagros de los postulantes, les revisaba las dentaduras y se entretenía comentando las fotos de los hijos. Cada audiencia le llevaba por lo menos veinte minutos; a ese ritmo -calculó el Chino- pasarían siete horas y media hasta que le tocara el turno.

Antes del amanecer, el griterío de las criaturas se volvía intolerable. A intervalos se encendían hornitos a querosén, donde la gente calentaba la leche de las mamaderas y el agua para el mate. El Chino preguntó a las familias que aguardaban detrás si ya habían estado en vigilias parecidas.

– Es la tercera vez que venimos y todavía no hemos podido ver a Evita -dijo un hombre joven, de bigotes caídos, que hablaba sosteniendo con el índice una dentadura postiza demasiado holgada-. Viajamos más de diez horas en tren desde San Francisco. Llegamos a medianoche y nos tocó el número doce pero, cuando iban por el diez, el general llamó a la Señora con urgencia y nos dieron cita para el día siguiente. Dormimos en la calle.

Nos reportamos como a las tres de la mañana. Esa vez nos dieron el número ciento cuatro. Con Evita no se sabe. Ella es como Dios. O llega o desaparece.

– A mí me prometió una casa -dijo el Chino-. Ustedes, ¿a qué vienen?

Una muchachita escuálida, con piernas de pájaro, se ocultó detrás del joven de los bigotes, tapándose la boca. Ella tampoco tenía dientes.

– Queremos un ajuar de novia -contestó el hombre, adelantándose-. Ya hemos comprado el juego de dormitorio y yo tengo el traje con el que iban a enterrar a mi papá. Pero si ella no consigue vestido de novia, no hay forma de que el cura quiera casarnos.