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– Se nos acaban los disgustos, mayor -dijo-. Vamos a llevar el ataúd a un cine. Ya hice los arreglos. Nos esperan.

– ¿Un cine? -se sorprendió Arancibia-. Al presidente le va a molestar la noticia.

– El presidente no va a saber nada. Cree que ya la hemos enterrado en Monte Grande.

– ¿Cuándo la llevamos?

– Ahora mismo. Hay que actuar rápido. Dígales a Galarza y a Fesquet que se apronten. Esta vez, vamos a trabajar solos.

– ¿Solos? -preguntó el Loco. La situación entera parecía un delirio en el que ninguna pieza encajaba con la otra. -En un cine, mi coronel, un lugar público. ¿Dónde la vamos a poner?

– A la vista de todo el mundo dijo Moori, con arrogancia-, detrás de la pantalla. ¿No era eso lo que Ella quería? Vino a Buenos Aires buscando un papelito en una película, ¿no? Ahora va a estar en todas.

– Detrás de la pantalla -repitió Arancibia-. Nadie se lo va a imaginar ¿Cuál es el cine?

El Coronel tardó en contestar. Miraba el cielo púrpura.

– El Rialto -dijo-, en Palermo. El dueño es un oficial de Inteligencia, retirado. Le pregunté qué había detrás de la pantalla. Ratones, -me dijo-. Sólo ratones y arañas.

De tanto mirar los carbones encendidos de los proyectores, los ojos se le habían vuelto amarillos y oblicuos. Estaban velados por una membrana sucia, como de vidrio, y las lágrimas se le deslizaban por las mejillas al menor descuido. Sin Yolanda, la hija, tal vez se hubiera matado. Pero el afecto esquivo de la nena y las películas que proyectaba en la sala del Rialto dos en la sección nocturna, -tres en la de damas o vermut- lo fueron distrayendo del suicidio.

En un colegio de frailes le enseñaron que la vida está dividida por un pliegue -un antes y un después-, que convierte a los hombres en lo que serán para siempre. Los frailes llamaban a ese momento «la epifanía» o «el encuentro con Cristo».

Para José Nemesio Astorga, alias el Chino, la primera ondulación del pliegue comenzaba la tarde en que conoció a Evita.

Recordaba con precisión el día y la hora. A las doce y diez del domingo 5 de septiembre de 1948, el dueño del Rialto le había ordenado que se presentara en la residencia presidencial de la calle Austria, donde debía proyectar un par de películas. «Hay un microcine ahí», le dijo. «Son equipos nuevos, de lujo». Los gremios cinematográficos estaban en huelga y las salas llevaban tres días cerradas, pero el Chino Astorga no podía negarse a trabajar. Estaba sometido a la voluntad del dueño los siete días de la semana. Era su compensación por las dos piezas descascaradas donde vivía, en los fondos del cine, con Lidia, su esposa, y la hija de año y medio.

Un automóvil del gobierno pasó a buscarlo a las tres. Quince minutos más tarde lo dejaron en el palacio de la calle Austria y lo introdujeron en la cabina estrecha del microcine, donde se alzaban ya dos altas columnas con los rollos de las películas. El aire era sofocante y el dulce olor del celuloide se arrastraba por las alfombras como un viejo criado. Ocho de los rollos correspondían a una película de la que Astorga no había oído hablar; tres eran ediciones de «Sucesos Argentinos». Por la mirilla observó la sala vacía, con veinte butacas. José Nemesio Astorga era un hombre metódico, que confiaba en la sabiduría de las cifras.

Un mayordomo le indicó que apagara las luces y empezara la proyección sin esperar a nadie. Entre los balbuceos de los títulos vio deslizarse una sombra, que tomó asiento en un extremo, junto a la salida. La película desconocida se llamaba La pródiga y sus estrellas eran Juan José Míguez y Eva Duarte.

Entre la Evita del film y la que todos conocían había un mundo de diferencias. Aquélla era una matrona hierática, de pelo oscuro e intensos ojos negros, que vestía siempre de luto, con altas mantillas bordadas. En los confines de lo que la matrona llamaba «mi cortijo» estaban construyendo una represa. Un incesante río de aldeanos se inclinaba a su paso, besándole los anillos y llamándola «madrecita de los pobres». La mujer retribuía tanta veneración regalando joyas, frazadas, husos para hilar, tropillas de ganado. Declamaba con voz ronca frases imposibles como: «Dadme una flecha y la clavaré en el corazón del universo», o: «Perdonad a los arzobispos, Dios y señor mío, porque no saben lo que hacen». Tanto por el tema como por el lenguaje, La pródiga era una película filmada en otro siglo, antes de la invención del cine.

Durante la proyección, la sombra no se movió de la butaca. Astorga la observaba a través de la mirilla, pero no podía discernir sus rasgos. La oía toser a veces o acompañar el derrumbe de la protagonista con suspiros y quejas. La confusa imagen de un suicidio apareció en la pantalla: la matrona se despedía del mundo, con un puñal o un frasco de veneno. Una voz quebrada se alzó entonces desde la platea:

– No prendás la luz, che. Seguí con los noticieros.

La reconoció. Era el mismo tono áspero de los discursos, la misma dicción indecisa entre el arrabal y la cursilería. A la luz despiadada de los «Sucesos Argentinos» pudo verla, por fin, tal como era en una realidad que se les escapaba a las películas: con el pelo alborotado y sujeto por la simpleza de una vincha, las manos ágiles y afiladas sobre la falda, el torso esmirriado bajo el vestido de entrecasa, la nariz larga y recta sobre el promontorio de los labios. Era Ella. La imagen a la que su esposa le rezaba cada noche antes de acostarse. Estaba ahí, a unos pasos.

El Chino conocía de memoria todas las entregas semanales de «Sucesos Argentinos» y jamás había visto la que ahora estaba proyectando. No tenía número de edición ni fecha de salida y las tomas estaban cortadas irregularmente: a veces eran muy largas y reproducían conversaciones enteras, o eran fogonazos rápidos sobre multitudes, rostros, detalles de vestidos. En los primeros tramos del noticiero, Evita estaba sola ante un escritorio, con papeles que desordenaba y volvía a ordenar. Un enorme bucle le caía sobre la frente. «Compañeras y amigas», recitaba. La voz era chillona y engolada. «Vengo a hablaros en defensa del sufragio femenino con el corazón de una muchacha provinciana, educada en la ruda virtud del trabajo…». La Evita de la sala movía los labios, repitiendo las palabras de la película, mientras sus dedos se adelantaban y retrocedían con un énfasis distinto al del libreto: la mímica transfiguraba el sentido de las palabras. Si la Evita de la pantalla decía: «Quiero contribuir con mi grano de arena a esta gran obra que está llevando a cabo el general Perón», la Evita de la platea inclinaba la cabeza, se llevaba las manos al pecho o las extendía hacia el auditorio invisible con tanta elocuencia que la palabra Perón se apartaba del camino y sólo se oía el sonido de la palabra Evita. Parecía como si, repasando los discursos del pasado, Ella ensayara los del futuro delante del extraño espejo de la pantalla, donde se reflejaba no ya lo que podía hacer sino lo que nunca más sería.

Las imágenes saltaban en desorden de una ceremonia oficial a otra. A veces, los diputados opositores aparecían en escenas fugaces protestando contra «esa mujer que mete las narices en todas partes, sin que nadie la haya elegido». Desde la platea, Evita apartaba las palabras con un vaivén desdeñoso de las manos. Se la vio al fin en la plaza de Mayo, un día soleado, agitando papeles ante la multitud y asomándose dudosa a un libreto cuya retórica la incomodaba como un corsé. «Mujeres de mi patria», decía. «Recibo en este instante, de manos del gobierno de la nación, la ley que consagra el derecho al voto de todas las mujeres argentinas». La otra Evita, desde la butaca, seguía repitiendo la misma frase con otra mímica, como en los ensayos del teatro.

Casi en seguida empezaron las imágenes del viaje a Europa. Evita caminaba por las playas de Rapallo, vistiendo una larga capa, zapatos de plataforma y anteojos oscuros de puntas levantadas, como los de Joan Crawford. Avanzaba sola bajo un cielo plomizo en el que chisporroteaban las gaviotas. La seguía un tropel de guardaespaldas. La cámara se alejó de pronto y atrapó su imagen lejana desde una terraza dominada por un letrero que tal vez anunciaba el nombre del hotel: Excelsior. Ella dejó la capa en la arena y se zambulló en el mar. Sus piernas aparecían a ratos entre las olas crespas. Un gorro blanco le desfiguraba la cabeza. En la playa no se veía un alma pero, al otro lado de las dunas, el horizonte estaba henchido de sombrillas.

Qué sola está, pensó el Chino. De qué le sirve todo lo que tiene.

El noticiero siguiente repetía las imágenes que se habían difundido a raudales durante el viaje a Roma: la entrada majestuosa de la Primera Dama por la via della Conciliazione en un coche tirado por cuatro caballos blancos, los ojos asombrados del cortejo ante las columnas de San Pedro y el obelisco de Calígula en la plaza central del Vaticano, la recepción de los cortesanos papales en el patio de San Dámaso, la marcha hacia el museo Pío Clementino entre guardias con jubones y lanzas, mientras un anciano caballero de calzones negros, con un parche en el ojo, señalaba al pasar los tapices de Rafael, el sarcófago de Baco, los zoológicos de mármol. Envuelta en una mantilla, Evita sonreía sin entender una palabra. El cortejo se detuvo ante una puerta altísima, de madera labrada. Detrás de los personajes asomaba la vaga geometría de unos jardines con fuentes. Todos, de pronto, guardaron silencio. Pío XII apareció bajo un arco de tinieblas y se presentó con la mano extendida. Evita se arrodilló y besó la jiba del anillo que la cámara, osada, dibujaba en primer plano. Con esa toma solían terminar todos los noticieros.

Esta vez, el cortejo se internó en la biblioteca del Papa y se detuvo ante manuscritos coptos, libros de horas, biblias de Gutenberg. La Primera Dama caminaba con la cabeza baja y, a diferencia de lo que había hecho en todas las demás escalas de la gira europea, no abría la boca. En el centro de la biblioteca se erguía una mesa ajedrezada con dos sillas rectas. A un ademán del Pontífice, ambos tomaron asiento: Ella tímida, con las rodillas juntas, sin apoyar la espalda.

«Parla, figlia mía. ti ascolto », dijo Pío XII.

Evita recitó, como en los radioteatros:

«Vengo del otro lado del mar con humildad, Santo Padre. Permitidme que os diga cómo son las bases de la sociedad cristiana que el general Perón está construyendo en la Argentina por inspiración de nuestro redentor y divino maestro».

«Nuestro Señor bendecirá esa obra», respondió Pío XII en castellano. «Todos los días rezo por mi amadísima Argentina,.