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– Mi querida señora -dijo serenamente, con una helada cortesía-. Esa estocada por la que tanto se interesa, tiene el precio exacto del valor que le atribuyo; ni un ochavo más. Por otra parte, sólo decido enseñarla a quien lo estimo conveniente, derecho éste que pienso seguir conservando con sumo celo. Jamás me pasó por la cabeza especular con ella, y mucho menos discutir ese precio como un vulgar mercader. Buenas tardes.

Recogió chistera, guantes y bastón de manos de la doncella y bajó las escaleras con aire taciturno. Desde el segundo piso llegaban hasta él las notas de la Polonesa de Chopin, arrancadas al piano por unas manos que golpeaban el teclado con furiosa determinación.

Parada en cuarta. Bien. Parada en tercia. Bien. Semicírculo. Otra vez, por favor. Así. En marcha y avance. Bien. En retirada y rompiendo distancia. A mí. Enganche en cuarta, eso es. Tiempo en cuarta. Bien. Parada en cuarta baja. Excelente, don Fulano. Paguito tiene condiciones. Tiempo y disciplina, ya sabe.

Pasaron varios días. Prim seguía al caer y la reina doña Isabel iniciaba viaje para tomar baños de mar en Lequeitio, muy recomendados por los médicos para atenuar la enfermedad de la piel que padecía desde niña. La acompañaban su confesor y el rey consorte, con nutrido bagaje de moscones, duquesas, correveidiles, personal de servicio y la habitual cuerda de elementos de la Real Casa. Don Francisco de Asís humedecía las puntillas haciendo mohínes de pasta flora sobre el hombro de su fiel secretario Meneses, y Marfori, ministro de Ultramar, chuleaba a todo el mundo luciendo orgullosamente sus espolones, ganados a pulso con proezas de alcoba, de pollo real a la moda.

A uno y otro lado de los Pirineos, emigrados y generales conspiraban sin el menor rebozo, enarbolando unos y otros sus nunca colmadas aspiraciones. Los diputados -viajeros en un tren de tercera- habían aprobado el último presupuesto del Ministerio de la Guerra, a sabiendas de que la mayor parte de éste se destinaba al inútil intento de calmar la ambición de espadones de cuartel, que tasaban su lealtad a la Corona en ascensos y prebendas, acostándose moderados y despertándose liberales según las vicisitudes del escalafón. Mientras tanto, Madrid pasaba las tardes sentado a la sombra, hojeando periódicos clandestinos con el botijo al alcance de la mano. Por las esquinas, los vendedores voceaban sus mercancías. Horchata de chufa. A la rica horchata de chufa.

El marqués de los Alumbres se negaba a irse de veraneo y seguía manteniendo con Jaime Astarloa el ya viejo rito del florete y la copa de jerez. En el café Progreso se proclamaban por boca de Agapito Cárceles las excelencias de la república federal, mientras Antonio Carreño, más templado, hacía signos masónicos y se tiraba a fondo por la unitaria, aunque sin descartar una monarquía constitucional como Dios manda. Don Lucas clamaba al cielo cada tarde y el profesor de música acariciaba el mármol del velador, mirando por la ventana con ojos dulces y tristes. En cuanto al maestro de esgrima, no podía apartar de su mente la imagen de Adela de Otero.

Fue al tercer día cuando llamaron a la puerta. Jaime Astarloa había regresado del paseo matinal, y se aseaba un poco antes de bajar a comer a su fonda de la calle Mayor.

En mangas de camisa, mientras se frotaba el rostro y las manos con agua de colonia para aliviar el calor, escuchó la campanilla y se detuvo, sorprendido; no esperaba a nadie. Pasó rápidamente un peine por sus cabellos y se puso un viejo batín de seda, recuerdo de tiempos mejores, cuya manga izquierda hacia tiempo que necesitaba un buen zurcido. Salió del dormitorio, cruzó el pequeño salón que también le servía de despacho, y al abrir la puerta se encontró frente a Adela de Otero.

– Buenos días, señor Astarloa. ¿Puedo entrar?

Había un punto de humildad en su voz. Llevaba un vestido de paseo color azul celeste, ampliamente escotado, con encajes blancos en puños, cuello y ruedo de la falda. Se cubría con una parcela de paja fina, adornada con un ramillete de violetas a juego con sus ojos. En las manos, cubiertas por guantes calados del mismo encaje que los adornos del vestido, sostenía una diminuta sombrilla azul. Estaba mucho más hermosa que en su elegante salón de la calle Riaño.

Titubeó un instante el maestro de esgrima, desconcertado por la inesperada aparición.

– Naturalmente, señora -dijo, todavía sin reponerse de su asombro-. Quiero decir que… Por supuesto, claro. Hágame el honor.

Hizo un gesto invitándola a entrar, aunque la presencia de la joven, tras el áspero desenlace de la conversación mantenida días atrás, le causaba cierto embarazo. Como si adivinase su estado de ánimo, ella le dedicó una prudente sonrisa.

– Gracias por recibirme, don Jaime -los ojos violeta lo miraron desde el fondo de sus largas pestañas, acrecentando la inquietud del maestro de esgrima-. Temía que… Sin embargo, no esperaba menos de usted. Celebro no haberme equivocado.

Jaime Astarloa tardó unos segundos en comprender que ella había temido que le cerrase la puerta en las narices, y ese pensamiento lo sobresaltó; él era, ante todo, un caballero. Por otra parte, la joven había pronunciado su nombre de pila por primera vez, y eso no contribuyó a serenar el estado de ánimo del viejo maestro, que recurrió a su habitual cortesía para ocultar la turbación.

– Permítame, señora.

La invitó con un gesto galante a cruzar el pequeño vestíbulo y dirigirse al salón. Adela de Otero se detuvo en el centro de la habitación abigarrada y oscura, observando con curiosidad los objetos que constituían la historia de Jaime Astarloa. Con la mayor desenvoltura pasó un dedo sobre el lomo de algunos de los muchos libros alineados en las polvorientas estanterías de roble: una docena de viejos tratados de esgrima, folletines encuadernados de Dumas, Víctor Hugo, Balzac… Había también unas Vidas paralelas, un Hornero muy usado, el Enrique de Ofterdingen de Novalis, varios títulos de Chateaubriand y Vigny, así como diversos tomos de Memorias y tratados técnicos de análisis sobre las campañas militares del Primer Imperio; en su mayor parte estaban escritos en francés. Don Jaime se disculpó un instante y, pasando al dormitorio, cambió el batín por una levita, anudándose con toda la rapidez de que fue capaz una corbata en torno al cuello de la camisa. Cuando retornó al salón, la joven contemplaba un viejo óleo oscurecido por los años, colgado de la pared entre antiguas espadas y dagas herrumbrosas.

– ¿Algún familiar? -preguntó ella, señalando el rostro joven, delgado y severo que los contemplaba desde el marco. El personaje vestía a la usanza de principios de siglo, y sus ojos claros contemplaban el mundo como si hubiese algo en él que no terminaba por convencerlo del todo. La frente amplia y el aire de digna austeridad que se desprendía de sus facciones le daban un acusado parecido con Jaime Astarloa.

– Era mi padre.

Adela de Otero dirigió alternativamente la mirada desde el retrato a don Jaime, y de él nuevamente al retrato, como si desease confirmar la veracidad de sus palabras. Pareció satisfecha.

– Un hombre guapo -dijo con su agradable modulación ligeramente ronca-. ¿Qué edad tenía cuando se hizo la pintura?

– Lo ignoro. Murió a los treinta y un años, dos meses antes de que yo naciera, peleando contra las tropas de Napoleón.

– ¿Fue militar? -la joven parecía sinceramente interesada por la historia.

– No. Era un hidalgo aragonés, uno de esos hombres de nuca erguida a quienes irritaba sobremanera que se les dijera haz esto o aquello… Se echó al monte con una partida de jacetanos y estuvo matando franceses hasta que lo mataron a él -la voz del maestro de esgrima se conmovió con un lejano estremecimiento de orgullo-. Cuentan que murió solo, acosado como un perro, insultando en excelente francés a los soldados que lo cercaban con sus bayonetas.

Ella permaneció todavía un momento con los ojos clavados en el retrato, del que no los había apartado mientras escuchaba. Se mordía un poco el labio inferior, pensativa, mientras en la comisura de la boca seguía indeleble la enigmática sonrisa de su pequeña cicatriz. Después se volvió lentamente hacia el viejo maestro de armas.

– Sé que mi presencia aquí lo incomoda, don Jaime.

Rehuyó él sus ojos, sin saber qué responder. Adela de Otero se quitó la pamela, dejándola con la sombrilla sobre la mesa de despacho cubierta de papeles en desorden. Llevaba el cabello recogido en la nuca, como durante su primer encuentro. Jaime Astarloa pensó que el vestido azul ponía una insólita nota de color en la austera decoración del estudio.

– ¿Puedo sentarme? -encanto y seducción. Era evidente que no se trataba de la primera vez que ella recurría a aquellas armas-. Vine dando un paseo, y este calor me tiene sofocada.

Murmuró el maestro una atropellada excusa por su torpeza, invitándola a descansar en un sillón de cuero gastado y cuarteado por el uso. Acercó para sí un escabel, colocándose a distancia razonable, envarado y circunspecto. Carraspeó, resuelto a no dejarse arrastrar a un terreno cuyos peligros intuía.

– Usted dirá, señora de Otero.

El tono frío y cortés acentuó la sonrisa de la bella desconocida. Porque, aunque sabía su nombre, pensó don Jaime, todo cuanto rodeaba a aquella mujer parecía velado por el misterio. Muy a su pesar, sintió como lo que en principio había sido tan sólo un chispazo de curiosidad crecía ahora en su interior, ganando terreno con rapidez. Hizo un esfuerzo por dominar sus sentimientos, aguardando una respuesta. Ella no habló de inmediato, sino que tomó su tiempo con una tranquilidad que al maestro de esgrima le parecía exasperante. Los ojos violeta vagaban por la habitación, como si esperasen descubrir en ella indicios para valorar al hombre que tenían ante sí. Aprovechó don Jaime para estudiar aquellas facciones que tanto le habían ocupado el pensamiento en los últimos días. La boca era carnosa y bien dibujada, como corte de cuchillo en una fruta de pulpa roja y apetecible. Pensó una vez más que la cicatriz de la comisura, lejos de afearla, le daba un especial atractivo, sugiriendo ecos de oscura violencia.

Desde que ella apareció en la puerta, Jaime Astarloa se había preparado para, fueran cuales fuesen sus argumentos, reafirmarse en la negativa inicial. Nunca una mujer. Esperaba ruegos, elocuencia femenina, intervención de sutiles ardides propios del bello sexo, apelación a determinados sentimientos… Nada de eso resultaría, se prometió a sí mismo. Con veinte años menos, quizás se habría mostrado más interesadamente flexible, subyugado tal vez por la incontestable fascinación que la dama suscitaba. Pero ya era demasiado viejo para que tales circunstancias alterasen su ánimo. Nada esperaba obtener de aquella hermosa solicitante; a sus años, las emociones que en él despertaba su proximidad podían ser en algún momento turbadoras, pero eran sin duda controlables. Jaime Astarloa había resuelto reiterarse educado pero inconmovible ante lo que le parecía un pueril capricho femenino; pero no esperaba en absoluto escuchar la pregunta que vino a continuación: