Jaime Astarloa no se había dejado convencer jamás. Seguía soñando con el golpe magistral, la estocada de Astarloa, su Grial. Aquella única ambición, descubrir el movimiento insospechado, infalible, le agitaba el alma desde los años de su primera juventud, en los lejanos tiempos de la escuela militar, cuando se disponía a ingresar en el Ejército.
El Ejército. ¡Qué distinta habría sido su vida! Joven oficial con plaza de gracia por ser huérfano de un héroe de la guerra de la Independencia, con su primer destino en la Guardia Real de Madrid, la misma en la que había servido Ramón María Narváez… Una carrera prometedora la del teniente Astarloa, truncada casi en su raíz por una locura de juventud. Porque hubo una vez una mantilla blonda bajo la que relucían dos ojos con brillo de azabache, y una mano blanca y fina que movía con gracia un abanico. Porque hubo una vez un joven oficial enamorado hasta la médula y hubo, como solfa ocurrir en este tipo de historias, un tercero, un oponente que vino a cruzarse con insolencia en el camino. Hubo un amanecer frío y brumoso, chasquido de sables, un gemido y una mancha roja, sobre una camisa empapada en sudor, que se extendía sin que nadie fuese capaz de restañar la fuente. Hubo un joven pálido, aturdido, contemplando incrédulo esa escena, rodeado por graves rostros de compañeros que le aconsejaban huir, para conservar la libertad que aquella tragedia ponía en peligro. Después fue la frontera una tarde de lluvia, un ferrocarril que corría hacia el nordeste a través de campos verdes, bajo un cielo color de plomo. Y hubo una miserable pensión junto al Sena, en una ciudad gris y desconocida a la que llamaban París.
Un amigo casual, un exiliado que gozaba allí de buena posición, lo recomendó como alumno-aprendiz a Lucien de Montespan, a la sazón el más prestigioso maestro de armas de Francia. Interesado por la historia del joven duelista, monsieur de Montespan lo tomó a su servicio tras descubrir en él notables dotes para el arte de la esgrima. Empleado como preboste, Jaime Astarloa tuvo al principio por única misión ofrecer toallas a los clientes, cuidar el mantenimiento de las armas y atender pequeños asuntos que le confiaba el maestro. Más tarde, a medida que efectuaba progresos, le fueron siendo asignadas tareas secundarias, pero ya directamente relacionadas con el oficio. Dos años más tarde, cuando Montespan se trasladó a Austria e Italia, su joven preboste lo acompañó en el viaje. Acababa de cumplir los veinticuatro años y quedó fascinado por Viena, Milán, Nápoles y, sobre todo, Roma, donde ambos pasaron una larga temporada en uno de los más afamados salones de la ciudad del Tíber. El prestigio de Montespan no tardó en afianzarse en aquella ciudad extranjera, donde su estilo clásico y sobrio, en la más pura línea de la vieja escuela de esgrima francesa, contrastaba con la fantasía y libertad de movimientos, un tanto anárquicas, a que tan aficionados eran los maestros de armas italianos.
Fue allí donde, merced a sus dotes personales, Jaime Astarloa maduró en sociedad como perfecto caballero y consumado esgrimista junto a su maestro, con quien ya lo unían afectuosos lazos, y para quien ejerció las funciones de ayudante y secretario. Monsieur de Montespan le confiaba aquellos alumnos de menor rango, o los que debían iniciarse en los movimientos básicos antes de que el prestigioso profesor pasara a ocuparse de ellos.
En Roma se enamoró Jaime Astarloa por segunda vez, y allí tuvo también su segundo duelo a punta desnuda. Esta vez no hubo relación entre una cosa y otra; el amor fue apasionado y sin consecuencias, extinguiéndose más tarde por vía natural. Respecto al duelo, se llevó a cabo según las más estrictas reglas del código social en boga, con un aristócrata romano que había puesto públicamente en duda los méritos profesionales de Lucien de Montespan. Antes de que el viejo maestro enviase sus padrinos, el joven Astarloa ya se había adelantado, enviándole los suyos al ofensor, un tal Leonardo Capoferrato. El asunto se solventó dignamente y a florete, en un frondoso pinar del Lacio y con un clasicismo formal perfecto. Capoferrato, reputado como temible esgrimista, hubo de reconocer que, si bien había expresado determinado juicio sobre la valía de monsieur de Montespan, su ayudante y alumno el signore Astarloa habla sido sobradamente capaz de meterle dos pulgadas de acero en un costado, interesándole el pulmón con herida no mortal pero de gravedad razonable.
Transcurrieron así tres años que Jaime Astarloa recordarla siempre con singular placer. Pero en el invierno de 1839, Montespan descubrió los primeros síntomas de una dolencia que pocos años más tarde lo llevaría a la tumba, y resolvió regresar a París. Jaime Astarloa no quiso abandonar a su mentor, y ambos emprendieron el retorno a la capital de Francia. Una vez allí, fue el propio maestro quien aconsejó a su pupilo que se estableciese por cuenta propia, comprometiéndose a apadrinarlo para su ingreso en la cerrada sociedad de los maestros de armas. Pasado un tiempo prudencial, Jaime Astarloa, apenas cumplidos los veintisiete años, pasó satisfactoriamente el examen de la Academia de Armas de París, la más reputada de la época, y obtuvo el diploma que le permitiría, en adelante, ejercer sin trabas la profesión que había elegido. Se convirtió de esta forma en uno de los más jóvenes maestros de Europa, y aunque esa misma juventud causaba cierto recelo entre los clientes de categoría, inclinados a recurrir a profesores cuya edad parecía garantizar mayor conocimiento, su buen hacer y las cordiales recomendaciones de monsieur de Montespan le permitieron hacerse pronto con un buen número de distinguidos alumnos. En su salón colgó el antiguo escudo del solar de los Astarloa: un yunque de plata en campo de sinople, con la divisa A mí. Era español, ostentaba un sonoro apellido de hidalgo, y tenía razonable derecho a lucir un escudo de armas. Además, manejaba el florete con diabólica destreza. Teniendo a su favor todas esas circunstancias, el éxito del nuevo maestro de esgrima estaba más que medianamente asegurado en el París de la época. Ganó dinero y experiencia. También, por aquel tiempo, llegó a perfeccionar, siempre en busca del golpe genial, un tiro de su invención cuyo secreto guardó celosamente, hasta el día en que la insistencia de amigos y clientes lo forzó a incluirlo en el repertorio de estocadas maestras que ofrecía a sus alumnos. Era éste el famoso golpe de los doscientos escudos, y alcanzó notorio éxito entre los duelistas de la alta sociedad, que pagaban gustosamente esa suma cuando precisaban algo definitivo con. que solventar lances de honor frente a adversarios experimentados.
Mientras permaneció en París, Jaime Astarloa mantuvo estrecha amistad con su antiguo maestro, a quien visitaba con frecuencia. Ambos tiraban a menudo, aunque ya la enfermedad se asentaba sólidamente en el cuerpo de aquél. Llegó así el día en que, por seis veces consecutivas, Lucien de Montespan resultó tocado, sin que el botón de su florete llegase tan sólo a rozar el peto de su discípulo. Al sexto botonazo, Jaime Astarloa se detuvo como herido por un rayo, y arrojó el florete al suelo mientras murmuraba una apenada disculpa. Pero el anciano profesor se limitó a sonreír con tristeza.
– He aquí -dijo- que el alumno logra superar al maestro. Ya no te queda nada por aprender. Enhorabuena.
Jamás volvió a mencionarse aquello, pero fue la última vez que ambos cruzaron el acero. Pocos meses más tarde, al hacerle el joven una visita, Montespan lo recibió sentado junto a la chimenea, con las piernas metidas bajo el faldón de una mesa camilla. Tres días antes había cerrado su academia de esgrima, recomendando a Jaime Astarloa la totalidad de sus clientes. El láudano ya no bastaba para aliviarle el dolor, y presentía su propia muerte. Acababa de llegar a sus oídos que el antiguo discípulo tenía pendiente un nuevo desafío, un duelo a florete con cierto individuo que ejercía como maestro de armas sin poseer el diploma de la Academia. Atreverse a ello sin los requisitos correspondientes suponía incurrir en el desagrado de los maestros que lo eran por derecho, exponiéndose a penosos lances. Tal era el caso, y la Academia, muy puntillosa en este tipo de asuntos, había resuelto poner coto a la cuestión. El honor corporativo había recaído sobre el más joven de sus miembros, Jaime Astarloa.
Profesor y antiguo alumno conversaron largamente sobre el tema. Montespan había conseguido valiosas referencias sobre el sujeto origen de la querella, que se hacía llamar Jean de Rolandi, y puso al paladín de la Academia al corriente de los usos de su contrincante. Era buen tirádor, sin ser extraordinario, pero adolecía de algunos defectos técnicos que podían ser utilizados en su perjuicio. Era zurdo, y aunque ello suponía cierto riesgo para un oponente que, como Jaime Astarloa, estaba habituado a hombres que se batían con la diestra, a Montespan no le cabía duda de que el joven saldría airoso del duelo.
– Debes tener en cuenta, hijo mío, que un zurdo no es tan hábil en tomar el tiempo cierto; ni tampoco en ejecutar la flanconada, por la dificultad que encuentra en formar una recta oposición… Con ese tal Rolandi, la guardia debe ser cuarta a fuera, sin ningún género de dudas. ¿De acuerdo?
– De acuerdo, maestro.
– Respecto a estocadas, recuerda que, según mis referencias, al manejar la izquierda no perfila muy bien su guardia. Aunque al principio suele levantar el puño dos o tres pulgadas más que el adversario, en el calor del asalto termina por bajar la mano. En cuanto veas que baja el puño, no vaciles en asestarle una estocada de tiempo.
Jaime Astarloa fruncía el ceño. A pesar del desdén de su anciano profesor, Rolandi era hombre diestro:
– Me han dicho que es un buen parador a corta distancia…
Montespan sacudió la cabeza.
– Pamplinas. Quienes afirman eso son peores que Rolandi. Y que tú. ¡No me dirás que te preocupa ese farsante!
El joven enrojeció ante la insinuación.
– Usted me ha enseñado a no subestimar a ningún adversario. Sonrió levemente el anciano:
– Muy cierto. Y también te enseñé a no sobrevalorarlos. Rolandi es zurdo, nada más. Eso, que supone un riesgo para ti, es también una ventaja que debes aprovechar. A ese individuo le falta precisión. Tú ocúpate de darle un golpe de tiempo en cuanto veas que baja el puño, ya esté moviéndose para cubrirse, parar, sorprender o retirarse. En cualquiera de esos casos, anticípate a sus movimientos durante el gesto del puño o cuando levante el pie. Si aprovechas la oportunidad con una estocada sobre la suya, lo habrás tocado antes de que termine de moverse; porque tú habrás hecho un solo movimiento mientras él hace dos.