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– Por los cuernos de Lucifer, maestro, que me ha dejado usted hecho un Nazareno… ¡Y pensar que le pago por esto!

Jaime Astarloa se secó el rostro y miró al marqués con benevolencia. Luis de Ayala se remojaba el pecho, resoplando.

– Claro que -añadió- más estocadas da la política. ¿Sabe que González Bravo me ha propuesto recobrar mi escaño? Con vistas a un nuevo cargo, dice: Debe de estar con el agua al cuello, cuando se ve obligado a recurrir a un perdis como yo.

El maestro de esgrima compuso un gesto de cordial interés. En realidad la política le traía sin cuidado.

– ¿Y qué piensa hacer Vuestra Excelencia?

El de los Alumbres se encogió de hombros, desdeñoso.

– ¿Hacer? Nada en absoluto. Le he dicho a mi ilustre tocayo que a ese tren se suba su señor padre. Con otras palabras, claro. Lo mío es la disipación, un tapete en cualquier casino y unos ojos hermosos a mano. De lo otro ya tengo bastante.

Luis de Ayala había sido diputado en Cortes, ocupando también por un breve período cierta importante secretaría en el Ministerio de la Gobernación durante uno de los últimos gabinetes de Narváez. Su cese, a los tres meses de ocupar el cargo, coincidió con el fallecimiento del titular de la cartera, su tío materno Vallespín Andreu. Poco después, Ayala dimitía también, voluntariamente esta vez, de su escaño en el Congreso, y abandonaba las filas del partido moderado, en el que había militado tibiamente hasta entonces. La frase «ya tengo bastante», pronunciada por el marqués en su tertulia del Ateneo, había hecho fortuna, pasando al lenguaje político cuando se quería expresar un profundo desencanto respecto a la fúnebre realidad nacional. A partir de entonces, el marqués de los Alumbres se había mantenido al margen de cualquier actividad pública, negándose a participar en las componendas cívico-militares que se sucedieron bajo los diversos gabinetes de la monarquía, y se limitaba a observar el discurrir de la agitación política del momento con una sonrisa de dilettante. Vivía con un alto tren de vida y perdía, sin pestañear, sumas enormes sobre los tapetes de juego. Los murmuradores comentaban que estaba de continuo al filo de la ruina, pero Luis de Ayala terminaba siempre por rehacer su economía, que al parecer contaba con recursos insospechados.

– ¿Cómo va su búsqueda del Grial, don Jaime?

El maestro de esgrima se estaba abotonando la camisa, e interrumpió la operación para mirar a su interlocutor con gesto apenado.

– No muy bien. Mal, supongo que es la palabra exacta… A menudo me pregunto si la tarea no rebasa mis facultades. Hay momentos en que, se lo confieso a usted honradamente, renunciaría a ella con gusto.

Luis de Ayala terminó sus abluciones, se pasó una toalla por el pecho y cogió la copa de jerez que había dejado sobre la mesa.

Hizo vibrar con las uñas el cristal, acercándolo a su oído con gesto satisfecho.

– Tonterías, maestro. Tonterías. Usted es capaz de sacar adelante tan ambiciosa empresa.

Una triste sonrisa aleteó en los labios del maestro de esgrima.

– Me gustaría compartir su fe, Excelencia. Pero a mis años hay demasiadas cosas que se desmoronan… Incluso dentro de uno mismo. Empiezo a sospechar que mi Grial no existe.

– Tonterías.

Hacía muchos años que Jaime Astarloa trabajaba en la redacción de un Tratado sobre el arte de la esgrima que, a decir de quienes conocían sus extraordinarias dotes y su experiencia, constituiría sin duda una de las obras capitales sobre el tema cuando viese la luz, sólo comparable a los estudios de grandes maestros como Gomard, Grisier y Lafaugére. Pero el propio autor había comenzado a plantearse en los últimos tiempos serias dudas sobre su propia capacidad para sintetizar en hojas manuscritas aquello a lo que había dedicado su vida. Se daba, por otra parte, una circunstancia que contribuía a aumentar su desazón. Para que la obra fuese el non plus ultra sobre la materia que la inspiraba, era necesario que en ella figurase el golpe maestro, la estocada perfecta, imparable, la más depurada creación alumbrada por el talento humano, modelo de inspiración y eficacia. A su búsqueda se había dedicado don Jaime desde el primer día en que cruzó el florete con un adversario. Su persecución del Grial, como él mismo la denominaba, había resultado estéril hasta entonces. Y, ya iniciada la pendiente de su decadencia física e intelectual, el viejo maestro de armas sentía cómo el vigor comenzaba a escapar de sus todavía templados brazos, y cómo el talento que inspiraba sus movimientos profesionales se iba desvaneciendo bajo el peso de los años. Casi a diario, en la soledad de su modesto estudio, inclinado a la luz de un quinqué sobre las cuartillas que el tiempo ya amarilleaba, Jaime Astarloa intentaba inútilmente arrancar a los recovecos de su mente aquella clave que él sabía, por inexplicable intuición, oculta en algún lugar del que se empeñaba en no ser desvelada. Pasaba así muchas noches despierto hasta el amanecer. Otras, arrancado al sueño por alguna inspiración súbita, se levantaba en camisa para, empuñando con desesperada violencia uno de sus floretes, situarse frente a los espejos que cubrían las paredes de su pequeña galería. Allí, intentando concretar lo que minutos antes sólo había sido una fugaz chispa de lucidez en su mente dormida, se enfrascaba en la agónica e inútil persecución, midiendo sus movimientos e inteligencia en silencioso duelo con la propia imagen, cuyo reflejo parecía sonreírle con sarcasmo desde las sombras.

Jaime Astarloa salió a la calle con la funda de sus floretes bajo el brazo. La mañana era muy calurosa; Madrid languidecía bajo un sol de justicia. En las tertulias, todas las conversaciones giraban en torno al calor y a la política: se hablaba de la elevada temperatura a modo de introducción y se entraba en materia enumerando una tras otra las conspiraciones en curso, buena parte de las cuales solfa ser del dominio público. Todo el mundo conspiraba en aquel verano de 1868. El viejo Narváez había muerto en marzo, y González Bravo se creía lo bastante fuerte como para gobernar con mano dura. En el palacio de Oriente, la reina dirigía ardientes miradas a los jóvenes oficiales de su guardia y rezaba con fervor el rosario, preparando ya su próximo veraneo en el Norte. Otros no tenían más remedio que veranear en el exilio; la mayor parte de los personajes de relieve como Prim, Serrano, Sagasta o Ruiz Zorrilla, se hallaban en el destierro, confinados o bajo discreta vigilancia, mientras dedicaban sus esfuerzos al gran movimiento clandestino denominado La España con honra. Todos coincidían en afirmar que Isabel II tenía los días contados, y mientras el sector más templado especulaba con la abdicación de la reina en su hijo Alfonsito, los radicales acariciaban sin rebozo el sueño republicano. Se decía que don Juan Prim llegaría de Londres de un momento a otro; pero el legendario héroe de los Castillejos ya había venido en un par de ocasiones, viéndose obligado a poner pies en polvorosa. Como cantaba una copla de moda, la breva no estaba madura. Otros opinaban, sin embargo, que la breva empezaba a pudrirse de tanto seguir colgada del árbol. Todo era cuestión de opiniones.

Sus modestos ingresos no le permitían lujos excesivos, así que Jaime Astarloa hizo con la cabeza un signo negativo al cochero que le ofrecía los servicios de un destartalado simón. Anduvo por el paseo del Prado, entre desocupados paseantes que buscaban la sombra de los árboles. De vez en cuando encontraba un rostro conocido al que saludaba cortésmente, según su costumbre, quitándose la chistera gris. Había ayas uniformadas que charlaban en corrillos sentadas en los bancos de madera, vigilando de lejos a niños vestidos de marinero que correteaban alrededor de las fuentes. Algunas damas paseaban en coches descubiertos, protegiéndose del sol con sombrillas orilladas de encajes.

Aunque vestía una ligera levita de verano, don Jaime estaba sofocado por el calor. Tenía que atender a otros dos alumnos por la mañana, en sus respectivos domicilios. Todos eran jovencitos de buena familia, cuyos padres consideraban la esgrima como un saludable ejercicio higiénico, de los pocos que un caballero podía realizar sin que la dignidad familiar sufriese menoscabo. Con esos honorarios, y los de otros tres o cuatro clientes que iban a su galería por las tardes, el maestro de armas subsistía de modo razonable. Al fin y al cabo, los gastos personales eran mínimos: alquiler de su vivienda en la calle Bordadores, comida y cena en una fonda próxima, café y media tostada en el Progreso… Era la orden de pago firmada por el marqués de los Alumbres, puntualmente recibida el primer día de cada mes, la que le permitía regalarse con algunas comodidades suplementarias y, también, ahorrar una pequeña suma, cuya renta le evitaría terminar en un asilo cuando los años le impidiesen seguir desempeñando su oficio. Cosa que, como a menudo cavilaba con tristeza, no se haría esperar demasiado.

El conde de Sueca, diputado en Cortes, cuyo hijo mayor era uno de los escasos alumnos de don Jaime, paseaba a caballo luciendo unas magníficas botas de montar inglesas.

– Buenos días, maestro -el de Sueca había sido uno de sus discípulos, seis o siete años atrás. A causa de un desafío en el que anduvo envuelto, se vio obligado a solicitar entonces los servicios de Jaime Astarloa para perfeccionar su estilo en vísperas del duelo. El resultado fue satisfactorio, el adversario se encontró con una pulgada de acero dentro del cuerpo, y desde entonces el conde había mantenido con el profesor de esgrima una cordial relación, que ahora se extendía a su hijo-. Veo que lleva usted sus utensilios profesionales bajo el brazo… Haciendo el recorrido matutino, supongo.

Don Jaime sonrió mientras acariciaba con ternura el estuche de los floretes. Su interlocutor le había dirigido el saludo tocándose el ala del sombrero, amablemente pero sin desmontar. Pensó una vez más que, salvo raras excepciones como Luis de Ayala, el trato que le dispensaban los clientes era siempre así; cortés, pero guardando sutilmente las distancias. Al fin y al cabo, se le pagaba por sus servicios. Sin embargo, el maestro de armas tenía edad suficiente para no sentirse ya mortificado por ello.

– Pues ya ve, don Manuel… En efecto, me encuentra usted en plena ronda mañanera, prisionero de esté Madrid asfixiante. Pero el trabajo es el trabajo.

El de Sueca, que no había trabajado en su vida, hizo un gesto para dar a entender que se hacía cargo, mientras reprimía un movimiento impaciente de su cabalgadura, una bonita yegua isabelina. Miraba distraído a su alrededor, atusándose la barba con el meñique, pendiente de unas damas que paseaban junto a la verja del jardín Botánico.