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– ¿Está muerto? -preguntó don Jaime. La cuestión era tan estúpida que el otro enarcó una ceja con ironía.

– Completamente.

El maestro de esgrima tragó saliva. -¿Suicidio? '

– Compruébelo usted mismo. La verdad es que me gustaría escuchar su opinión al respecto.

Jenaro Campillo exhaló una bocanada de humo y se inclinó sobre el cadáver para descubrirlo hasta la cintura, echándose después atrás a fin de observar el efecto que la escena producía en Jaime Astarloa. Luis de Ayala conservaba la expresión con que lo había sorprendido la muerte: estaba boca arriba, la pierna derecha doblada en ángulo bajo la izquierda; los ojos semiabiertos tenían un tono opaco y el labio inferior parecía descolgado, impresa en la boca lo que sin duda había sido postrera mueca de agonía. Se hallaba en camisa, con la corbata deshecha. En el lado derecho del cuello tenía un orificio redondo y perfecto, que salía por la nuca. De allí se había escapado el reguero de sangre que cruzaba el suelo de la habitación.

Sintiéndose como en una pesadilla de la que esperaba despertar de un momento a otro, Jaime Astarloa contempló el cadáver, incapaz de hilvanar un sólo pensamiento coherente. La habitación, el cuerpo rígido, las manchas de sangre, todo daba vueltas a su alrededor. Sintió que las piernas le flaqueaban y aspiró profundamente el aire, sin atreverse a soltar el respaldo del sillón sobre el que se apoyabá. Después, cuando por fin impuso disciplina a su organismo y logró ordenar los pensamientos, la realidad de lo que allí había ocurrido llegó hasta él de forma súbita y dolorosa, como si le hubiesen asestado un golpe en mitad del alma. Miró a su acompañante con ojos espantados; frunció éste el ceño, devolviéndole la mirada con un leve gesto de asentimiento; parecía adivinar lo que don Jaime pensaba, animándolo a expresarlo. Entonces el maestro de esgrima se inclinó sobre el cadáver y alargó una mano hacia la herida como si pretendiese tocarla con los dedos; pero la detuvo a pocas pulgadas de ésta. Cuando se incorporó, tenía el rostro desencajado y los ojos desmesuradamente abiertos, porque acababa de toparse con el horror desnudo. Su mirada experta no podía engañarse ante una herida como aquella. A Luis de Ayala lo habían matado con un florete, de una sola y limpia estocada en la yugular: la estocada de los doscientos escudos.

– Sería muy útil para mí, señor Astarloa, saber cuándo vio usted al marqués de los Alumbres por última vez.

Estaban sentados en una sala contigua a la del cadáver, rodeados de tapices flamencos y hermosos espejos venecianos con molduras doradas. El maestro de esgrima parecía haber envejecido diez años: se inclinaba hacia adelante hasta apoyar los codos en las rodillas, con el rostro entre las manos. Sus ojos grises contemplaban obstinadamente el suelo, fijos e inexpresivos. Las palabras del jefe de policía le llegaban lejanas, entre las brumas de un mal sueño.

– El viernes por la mañana -hasta el sonido de su propia voz le resultaba extraño a Jaime Astarloa-. Nos despedimos poco después de las once, al terminar la sesión de esgrima…

Jenaro Campillo contempló unos instantes la ceniza del habano, como si en aquel momento valorase más la correcta combustión de éste que el penoso asunto que los ocupaba.

– ¿Detectó usted algún indicio? ¿Algo que permitiese predecir tan funesto desenlace?

– En absoluto. Todo transcurrió con normalidad, y nos despedimos como cada día.

La ceniza estaba a punto de caer. Sosteniendo cuidadosamente el habano entre los dedos, el jefe de policía miró a su alrededor en busca de un cenicero, sin encontrarlo. Entonces dirigió una mirada furtiva hacia la puerta de la habitación donde yacía el cadáver, y optó por dejar caer disimuladamente la ceniza sobre la alfombra.

– Usted visitaba con frecuencia al, ejem, finado. ¿Tiene alguna idea sobre el móvil del asesinato?

Se encogió de hombros don Jaime.

– No sé. Quizás el robo…

Su interlocutor hizo un gesto negativo mientras daba una profunda chupada al cigarro.

Ya han sido interrogados los dos criados de la casa, el cochero, la cocinera y el jardinero. En una primera inspección ocular no se ha echado en falta ningún objeto de valor -el policía hizo aquí una pausa, mientras Jaime Astarloa, poco interesado por sus palabras, intentaba ordenar sus propias ideas. Tenía la íntima certeza de poseer algunas claves del misterio; la cuestión era confiarlas a aquel hombre o, antes de dar semejante paso, atar algunos cabos que permanecían sueltos.

– ¿Me escucha usted, señor Astarloa?

Se sobresaltó el maestro de esgrima, ruborizándose como si el jefe de policía hubiera penetrado sus pensamientos.

– Naturalmente -respondió con cierta precipitación-. Eso descarta, entonces, el robo como móvil del crimen…

El otro hizo un gesto de cautela mientras introducía el índice bajo el peluquín para rascarse disimuladamente sobre la oreja izquierda.

– En parte, señor Astarloa. Sólo en parte. Al menos, en lo que se refiere a un latrocinio convencional -precisó-. La inspección ocular… ¿Sabe a qué me refiero?

– Supongo que es una inspección que se hace con los ojos.

– Muy gracioso, de verdad Jenaro Campillo lo miró con resentimiento-. Celebro comprobar que conserva su sentido del humor. La gente muere asesinada y usted hace chistes. -También usted los hace. -Sí, pero yo soy la autoridad competente.

Se miraron unos instantes en silencio.

– La inspección ocular -continuó por fin el policía- confirma que una persona, o personas desconocidas, entraron durante la noche en el gabinete privado del marqués y pasaron un rato violentando las cerraduras y revolviendo cajones. También abrieron, esta vez con llave, el cofre de seguridad. Una caja muy buena, por cierto, de Bossom e Hijo, Londres… ¿No va a preguntarme usted si se llevaron algo?

– Creí que las preguntas las hacía usted.

– Es la costumbre, pero no la regla.

– ¿Se llevaron algo?

Sonrió misteriosamente el jefe de policía, como si su interlocutor acabase de poner el dedo en la llaga.

– Eso es lo curioso. El asesino, o asesinos, resistieron estoicamente la tentación de llevarse cierta apetecible cantidad de dinero y joyas que allí había. Extraños criminales, convendrá conmigo. ¿No es cierto?… -le dio una larga chupada al puro antes de exhalar el humo, satisfecho del aroma y de su propio razonamiento-. En resumidas cuentas, resulta imposible averiguar si se llevaron algo, puesto que ignoramos lo que se guardaba allí. Ni siquiera tenemos la certeza de que hallasen lo que buscaban.

Se estremeció interiormente don Jaime, procurando no hacer visible su emoción. Él sí tenía sobrados motivos para pensar que los asesinos no habían dado con lo que buscaban: sin duda cierto sobre lacrado que estaba en su casa, oculto tras una fila de libros… La mente le trabajaba a toda prisa, para encajar en el lugar adecuado cada uno de los dispersos fragmentos de la tragedia. Situaciones, palabras, actitudes que en los últimos tiempos habían ido sucediéndose sin aparente conexión, ajustaban ahora lenta y doloro-samente, con tan atroz evidencia que le hizo sentir una punzada de angustia. Aunque todavía era incapaz de contemplarlo todo en su conjunto, los primeros indicios perfilaban ya el papel que él mismo había desempeñado en el suceso. Tomó conciencia de ello con una aguda sensación de zozobra, humillación y espanto.

– El jefe de policía lo estaba mirando, inquisitivo; esperaba la respuesta a una pregunta que don Jaime, absorto en sus pensamientos, no había oído.

– ¿Perdón?

Los ojos de su interlocutor, húmedos y saltones como los de un pez en un acuario, lo observaban tras el cristal azul de los quevedos. Asomaba a ellos una especie de amistosa benevolencia, aunque era difícil precisar si ésta respondía a causas naturales o, por el contrario, se trataba de una actitud profesional encaminada a inspirar confianza. Tras una breve consideración, don Jaime decidió que, a pesar de su estrafalario aspecto y sus modales, Jenaro Campillo no tenía nada de tonto.

– Le preguntaba, señor Astarloa, si pudo usted observar en el pasado algún detalle que pueda ayudarme a progresar en la investigación.

– Mucho me temo que no.

– ¿De veras?

– No suelo jugar con las palabras, señor Campillo. Hizo el otro un gesto conciliador. -¿Puedo hablarle con franqueza, señor Astarloa? -Se lo ruego.

– Para ser usted una de las personas que más regularmente se relacionaban con el difunto, no está siéndome de mucha utilidad.

– Hay otras personas que también mantenían una relación regular, y acaba de reconocer hace un momento que sus declaraciones han sido inútiles… Ignoro por qué pone tantas esperanzas en mi testimonio.

Campillo contempló el humo del cigarro y sonrió.

– La verdad es que no lo sé -dejó pasar un momento, pensativo-. Quizás porque tiene un aspecto… honorable. Sí, tal vez sea por eso. Hizo don Jaime un gesto evasivo.

– Sólo soy un maestro de esgrima -respondió, procurando dar a su voz un tono de adecuada indiferencia-. Nuestra relación era exclusivamente profesional; don Luis nunca me hizo el favor de convertirme en su confidente.

– Usted lo vio el pasado viernes. ¿Estaba nervioso, alterado?… ¿Observó en su comportamiento algo poco usual?

– Nada que me llamase la atención.

– ¿Y en días anteriores?

– Tal vez, no me fijé. No recuerdo bien. De todas formas, son muchos los que dan prueba de cierto nerviosismo en los tiempos que corren, así que tampoco habría reparado en

ello.

– ¿Alguna conversación sobre política?.

– En mi opinión, don Luis se mantenía al margen. Solía comentar que le gustaba observarla de lejos, a modo de pasatiempo. Hizo un gesto dubitativo el jefe de policía.

– ¿Pasatiempo? Hum, ya veo… Sin embargo, como usted no ignora, el finado marqués ocupó una importante secretaría en Gobernación. Nombrado por el ministro; claro, su tío materno don Joaquín Vallespín, que en paz descanse -Campillo sonrió con sarcasmo, dando a entender que tenía ideas propias sobre el nepotismo de la aristocracia española-. De eso hace tiempo, pero son cosas que suelen crear enemigos… Fíjese en mi caso, si no. Siendo ministro, Vallespín me tuvo bloqueado seis meses el ascenso a comisario… -chasqueó la lengua, evocador-. ¡Las vueltas que da la vida!

– Es posible. Pero no creo ser la persona indicada para ilustrarle sobre el tema.

Campillo había terminado con el habano y sostenía la colilla entre los dedos, sin saber dónde dejarla.