– Se me va la vida, Diego, tienes que ir a buscar ayuda -murmuró Regina al cabo de un rato.

El niño calculó que por las cuevas podía alcanzar la playa y de allí podía correr sin ser visto a pedir socorro, pero le tomaría tiempo. En un impulso, decidió que valía la pena correr el riesgo de asomarse por la trampa de la chimenea para averiguar cómo estaba la situación en la casa. La portezuela se hallaba bien disimulada detrás de la pila de troncos del fogón y podría echar una mirada sin ser visto, aunque hubiese gente en el salón.

Lo primero que percibió al abrir la trampa fue el olor acre de chamusquina y el coletazo de la humareda, que le hicieron retroceder, pero enseguida comprendió que eso le permitía ocultarse mejor. Silencioso como un gato pasó por la puerta secreta y se agazapó detrás de los troncos. Las sillas y la alfombra estaban tiznadas, el óleo de san Antonio se había quemado por completo, las paredes y las vigas del techo humeaban, pero las llamas se habían apagado.

Reinaba una quietud anormal en la casa; supuso que ya no quedaba nadie, y eso le dio ánimo para avanzar. Se deslizó cauteloso a lo largo de los muros, lagrimeando y tosiendo, y recorrió las piezas del piso principal una a una. No podía imaginar qué había pasado, si acaso estaban todos muertos o habían logrado escapar. En las ruinas del vestíbulo vio un desorden de naufragio y manchas de sangre, pero no estaban los cuerpos de los hombres que él mismo había visto caer en la madrugada.

Atolondrado por las dudas, imaginó que estaba sumido en una pesadilla espantosa, de la que despertaría con la voz cariñosa de Ana anunciando el desayuno. Siguió explorando en dirección a los cuartos de los sirvientes, sofocado por la bruma gris del incendio, que al abrir una puerta o voltear la esquina surgía en ramalazos. Recordó a su madre, muriéndose sin ayuda, decidió que no había más que perder y, olvidando toda cautela, echó a correr por los interminables corredores de la hacienda, casi a ciegas, hasta que se estrelló de súbito contra un cuerpo sólido y dos brazos poderosos lo apresaron. Gritó de susto y del dolor de las costillas rotas; sintió que le volvían las náuseas y estaba apunto de desmayarse.

«¡Diego! ¡Bendito sea Dios!», oyó el vozarrón del padre Mendoza y olió su vieja sotana y sintió sus mejillas mal afeitadas contra su frente y entonces se abandonó, como la criatura que aún era, llorando y vomitando sin consuelo.

El padre Mendoza había enviado a los sobrevivientes a la misión San Gabriel. La única explicación que se le ocurrió para la ausencia de Regina y su hijo fue que hubiesen sido raptados por los piratas, aunque nunca había oído de algo semejante por esos lados. Sabía que en otros mares cogían rehenes para obtener rescate o venderlos como esclavos, pero nada de eso sucedía en aquella costa remota de América.

No podía imaginar cómo le daría la terrible noticia a Alejandro de la Vega. Ayudado por los otros dos franciscanos que vivían en la misión, había hecho lo posible por aliviar a los heridos y consolar a las demás víctimas del asalto. Al día siguiente tendría que ir a Los Ángeles, donde le esperaba la pesada tarea de enterrar a los muertos y hacer un inventario de los destrozos. Estaba extenuado, pero se sentía tan inquieto, que no pudo irse con los demás a la misión y prefirió quedarse para revisar la casa una vez más. En eso estaba cuando Diego le cayó encima.

Regina sobrevivió gracias a que el padre Mendoza la envolvió en mantas, la puso en su destartalado carricoche y la llevó a la misión. No hubo tiempo de llamar a Lechuza Blanca, porque del corte profundo seguía brotando sangre y Regina se debilitaba a ojos vista. A la luz de unos candiles los misioneros procedieron primero a emborracharla con ron y luego a lavar la herida y extraer, con las tenazas de torcer alambre, la punta del puñal del pirata, incrustada en el hueso de la clavícula. Después cauterizaron la herida con un hierro incandescente, mientras Regina mordía un trozo de madera, como había hecho durante su parto.

Diego se tapaba los oídos para no oír sus gemidos sofocados, oprimido por la culpa y la vergüenza de haber malgastado en una jugarreta de mocoso la pócima del sueño, que podría haberle ahorrado a Regina ese tormento. El dolor de su madre fue su terrible castigo por haber robado la medicina mágica.

Al quitarle la camisa a Diego, comprobaron que la patada le había puesto la carne morada desde el cuello hasta la ingle. El padre Mendoza calculó que debía de tener varias costillas hundidas y él mismo le hizo un corsé de cuero de vaca reforzado con varillas de bejuco para inmovilizarlo. El niño no podía agacharse ni levantar los brazos, pero gracias al corsé recuperó en pocas semanas el uso completo de los pulmones. Bernardo, en cambio, no se curó de sus golpes, porque eran mucho más serios que los de Diego. Pasó varios días en el mismo estado pétreo en que lo encontró el padre Mendoza, con la vista fija y los dientes tan apretados que debieron recurrir al embudo para alimentarlo con papilla de maíz.

Asistió al funeral colectivo de las víctimas de los piratas y presenció sin una lágrima el descenso a un hoyo en la tierra del cajón que contenía el cuerpo de su madre. Cuando los demás vinieron a darse cuenta de que Bernardo no había hablado durante semanas, Diego, quien lo había acompañado de noche y de día sin dejarlo solo ni un instante, ya había asumido el hecho irrefutable de que tal vez no lo haría nunca más. Los indios dijeron que se había tragado la lengua.

El padre Mendoza empezó por obligarlo a hacer gárgaras con vino de misa y miel de abeja; luego le pintó la garganta con bórax, le puso emplastos calientes en el cuello y le dio a comer escarabajos molidos. Como ninguno de sus improvisados remedios contra la mudez dio resultado, optó por el recurso extremo de exorcizarlo. Jamás le había tocado expulsar demonios y, aunque conocía el método, no se sentía capacitado para tan ímproba tarea, pero no había nadie más que pudiera hacerlo por esos lados. Para encontrar un exorcista autorizado por la Inquisición había que viajar a México y, francamente, el misionero consideró que no valía la pena.

Estudió a fondo los textos pertinentes, ayunó por dos días a modo de preparación y luego se encerró con Bernardo en la iglesia a pelear mano a mano con Satanás. No sirvió de nada. Derrotado, el padre Mendoza concluyó que el trauma había embrutecido al pobre niño y dejó de prestarle atención. Delegó el incordio de alimentarlo con un embudo en una neófita y volvió a lo suyo.

Estaba entretenido en sus deberes de la misión, en la tarea espiritual de apoyar a la población de Los Ángeles a recuperarse de sus desgracias, y en las minucias burocráticas que le exigían sus superiores en México, siempre lo más pesado de su ministerio. La gente había ya descartado a Bernardo como idiota sin remedio, cuando apareció Lechuza Blanca en la misión para llevárselo a su villorrio. El misionero se lo entregó, porque no sabía qué hacer con él, aunque no esperaba que las magias de la india lograran la curación que él no consiguió con exorcismos.

Diego se moría por acompañar a su hermano de leche, pero no tuvo corazón para dejar a su madre, quien aún no se levantaba de su lecho de convaleciente, y además el padre Mendoza no le permitió montar a caballo con el corsé. Por primera vez desde sus nacimientos, los niños se separaron.

Lechuza Blanca comprobó que Bernardo no se había tragado la lengua -la tenía intacta en la boca- y diagnosticó que su mudez era una forma de duelo: no hablaba porque no quería. Calculó que bajo la ira sorda que devoraba al niño había un océano insondable de tristeza. No intentó consolarlo o sanarlo, porque en su opinión Bernardo tenía todo el derecho del mundo a quedarse callado, pero le enseñó a comunicarse con el espíritu de su madre mediante la observación de las estrellas, y con sus semejantes valiéndose del lenguaje de signos que usaban los indios de diferentes tribus para comerciar.

También le enseñó a tocar una delicada flauta de caña. Con el tiempo y la práctica el niño llegaría a sacarle a ese sencillo instrumento casi tantos sonidos como los de la voz humana.

Apenas lo dejaron en paz, Bernardo se despabiló. El primer síntoma fue un apetito voraz, ya no hubo necesidad de alimentarlo con métodos crueles, y el segundo fue la tímida amistad que estableció con Rayo en la Noche.

La niña era dos años mayor que él y llevaba ese nombre porque había nacido una noche de tormenta. Era diminuta para su edad y tenía la expresión amable de una ardilla. Acogió a Bernardo con naturalidad, sin darse por aludida de su impedimento para hablar, y se convirtió en su permanente compañera, reemplazando sin saberlo a Diego. No se separaban más que en la noche, cuando él debía irse a dormir a la choza de Lechuza Blanca y ella a la de su familia.

Rayo en la Noche lo llevaba al río, allí se desnudaba por completo y se lanzaba de cabeza al agua, mientras él buscaba en qué distraerse para no mirarla de frente, porque a los diez años ya le habían impresionado las enseñanzas del padre Mendoza sobre las tentaciones de la carne. Bernardo la seguía sin quitarse los pantalones, asombrado de que ella tuviera la misma resistencia que él para nadar como pez en el agua helada.

Rayo en la Noche conocía de memoria la historia mítica de su pueblo y no se cansaba de contársela, al igual que él no se cansaba de escucharla. La voz de la niña era un bálsamo para Bernardo, la oía deslumbrado, sin darse cuenta de que el amor por ella empezaba a derretir el glaciar de su corazón. Volvió a portarse como cualquier chiquillo de su edad, aunque ni hablaba ni lloraba. Juntos acompañaban a Lechuza Blanca, ayudándola en sus quehaceres de curandera y chamán, recogiendo plantas curativas, preparando pociones.

Cuando Bernardo volvió a sonreír, la abuela consideró que ya no podía hacer más por él y que había llegado el momento de enviarlo de regreso a la hacienda De la Vega. Ella debía ocuparse de los ritos y ceremonias que marcarían la primera menstruación de Rayo en la Noche, quien en esos días entró de sopetón en la adolescencia. Esa súbita transición no distanció a la niña de Bernardo, por el contrario, pareció acercarlos más. A modo de despedida, lo llevó una vez más al río y con su sangre menstrual pintó sobre una roca dos pájaros en vuelo. «Somos nosotros, siempre volaremos juntos», le dijo. En un impulso, Bernardo la besó en la cara y luego echó a correr, con el cuerpo en llamas.