Diego, todavía sin despabilarse por completo, se encontró ante una mujer desconocida que apenas tenía un vago aire familiar. Su madre se había transformado en pocos segundos en Hija de Lobo. Se le había erizado el cabello, un brillo feroz en los ojos le daba aspecto de alucinada y mostraba los dientes, echando espuma por la boca, como perro con rabia, mientras ladraba órdenes a los empleados en su lengua nativa.
Blandía un sable en una mano y una daga en la otra cuando cedieron las persianas que protegían las ventanas del piso principal y los primeros piratas irrumpieron en la casa. A pesar del estruendo del asalto, Diego alcanzó a oír un alarido, que más pareció de júbilo que de terror, salir de la tierra, recorrer el cuerpo de su madre y estremecer las paredes.
La vista de esa mujer apenas cubierta por la tela delgada de un camisón, que les salía al encuentro enarbolando dos aceros con un ímpetu imposible en alguien de su tamaño, sorprendió por unos segundos a los asaltantes. Eso dio tiempo a los empleados que disponían de armas para disparar. Dos filibusteros cayeron de bruces con los fogonazos y un tercero se tambaleó, pero no hubo tiempo de recargar, ya otra docena trepaba por las ventanas.
Diego cogió un pesado candelabro de hierro y salió a la defensa de su madre mientras ésta retrocedía hacia el salón. Había perdido el sable y sujetaba la daga a dos manos, dando mandobles a ciegas contra los vándalos que la cercaban. Diego metió el candelabro entre las piernas de uno, lanzándolo al suelo, pero no alcanzó a descargarle un garrotazo porque una brutal patada en el pecho lo proyectó contra la pared.
Nunca supo cuánto tiempo estuvo allí aturdido, porque las versiones del asalto que se dieron más tarde fueron contradictorias. Unos le atribuyeron horas, pero otros dijeron que en pocos minutos los piratas mataron o hirieron a cuantos se cruzaron en su camino, destrozaron lo que no pudieron robar y antes de encaminarse hacia Los Ángeles prendieron fuego a los muebles.
Cuando Diego recuperó el conocimiento todavía los malhechores recorrían la casa buscando qué llevarse y ya el humo del incendio se colaba por los resquicios. Se puso de pie con un dolor tremendo en el pecho, que lo obligaba a respirar a sorbitos, y avanzó a trastabillones, tosiendo y llamando a su madre. La encontró debajo de la mesa grande del salón, con la camisa de batista empapada en sangre, pero lúcida y con los ojos abiertos.
«¡Escóndete, hijo!», le ordenó ella con la voz entera, y enseguida se desmayó. Diego la tomó por los brazos y con un esfuerzo titánico, porque tenía las costillas aplastadas por la patada recibida, la haló a tirones en dirección a la chimenea. Logró abrir la puerta secreta, cuya existencia sólo él y Bernardo conocían, y la arrastró hacia el túnel. Cerró la trampa desde el otro lado y se quedó allí, en la oscuridad, con la cabeza de su madre sobre las rodillas, mamá, mamá, llorando y rogando a Dios y a los espíritus de su tribu que no la dejaran morir.
Bernardo también estaba en la cama cuando se inició el asalto. Dormía con su madre en uno de los cuartos destinados a la servidumbre, en el otro extremo de la mansión. El de ellos era más amplio que las celdas sin ventanas de los demás criados, porque también se usaba para planchar, tarea que Ana no delegaba. Alejandro de la Vega exigía que las alforzas de sus camisas quedaran perfectas y ella tenía orgullo en plancharlas personalmente. Aparte de una cama angosta con colchón de paja y un destartalado arcón, donde guardaban sus magras pertenencias, la pieza contenía una mesa larga para el trabajo y un recipiente de hierro para las brasas de las planchas, también un par de enormes canastos con ropa limpia que Ana pensaba planchar al día siguiente. El suelo era de tierra; un sarape de lana colgado del dintel servía de puerta; la luz y el aire entraban por dos ventanucos.
Bernardo no despertó con los alaridos de los piratas ni los disparos al otro lado de la casa, sino con el sacudón que le dio Ana. Pensó que la tierra estaba temblando, como otras veces, pero ella no le dio tiempo de especular, lo tomó por un brazo, lo levantó con la fuerza de un vendaval y de una zancada lo condujo al otro lado de la pieza. Lo zambulló de un empujón brutal dentro de uno de los grandes canastos. «Pase lo que pase, no te muevas. ¿Me has entendido?» Su tono era tan terminante, que a Bernardo le pareció que le hablaba con un odio recóndito. Jamás la había visto alterada.
Su madre era de una dulzura legendaria, siempre dócil y contenta, a pesar de que no le sobraban motivos para la felicidad. Estaba entregada sin reparos a la tarea de adorar a su hijo y servir a sus patrones, conforme con su existencia humilde y sin inquietudes en el alma; sin embargo, en ese momento, el último que compartiría con Bernardo, se endureció con la solidez del hielo. Tomó un atado de ropa y cubrió al niño, aplastándolo al fondo del canasto. Desde allí, envuelto en las blancas tinieblas de los trapos, sofocado por el olor a almidón y el terror, Bernardo escuchó los gritos, palabrotas y carcajadas de los hombres que entraron al cuarto, donde Ana los esperaba, con la muerte ya escrita en la frente, dispuesta a distraerlos por el tiempo necesario para que no encontraran a su hijo.
Los piratas tenían prisa y les bastó una ojeada para darse cuenta de que en ese cuarto de sirvienta nada había de valor. Tal vez se habrían asomado al umbral y dado media vuelta, pero allí estaba esa joven indígena desafiándolos con los brazos en jarra y una determinación suicida, con su rostro redondo, con el manto nocturno de su cabello, con sus caderas generosas y sus senos firmes. Durante un año y cuatro meses habían recorrido el océano sin punto fijo y sin el consuelo de poner los ojos sobre una mujer.
Por un instante creyeron hallarse ante un espejismo, como tantos que los atormentaban en alta mar, pero entonces les llegó el olor azucarado de Ana y olvidaron la prisa. De un manotón arrancaron la tosca camisa de lienzo que cubría su cuerpo y se abalanzaron sobre ella. Ana no forcejeó. Soportó en un silencio de tumba todo lo que se les antojó hacer con ella.
Al caer al suelo, avasallada por los hombres, su cabeza quedó tan cerca del canasto de Bernardo, que éste pudo contar uno a uno los tenues quejidos de su madre, opacados por el resuello brutal de sus atacantes.
El niño no se movió bajo el cerro de trapos que lo cubría, allí vivió el suplicio completo de su madre, paralizado de horror. Estaba ovillado en el canasto, con la mente en blanco, sudando bilis, estremecido por las náuseas.
Después de un tiempo infinito se dio cuenta del silencio absoluto y del olor a humo. Dejó pasar un rato, hasta que ya no pudo más, porque se estaba ahogando, y llamó quedamente a Ana. Nadie respondió. Volvió a llamarla en vano un par de veces y por fin se atrevió a asomar la cabeza. Por el hueco de la puerta entraban ráfagas de humo, pero hasta allí no llegaba el incendio de la casa.
Entumecido por la tensión y la inmovilidad, Bernardo debió hacer un esfuerzo para salir de la cesta. Vio a su madre donde mismo la habían aplastado los hombres, desnuda, con el largo cabello negro abierto como abanico en el suelo y el cuello cercenado de oreja a oreja. El niño se sentó a su lado y le tomó la mano, quieto y callado. No volvería a decir ni una palabra por muchos años.
Así lo encontraron, mudo y manchado con la sangre de su madre, horas más tarde, cuando ya los piratas navegaban lejos. La población de Los Ángeles estaba contando sus muertos y apagando sus incendios, a nadie se le ocurrió ir a ver qué había pasado en la hacienda De la Vega, hasta que el padre Mendoza, alertado por una premonición tan vivida que no pudo ignorar, acudió con media docena de neófitos a hacerse cargo del lugar.
Las llamas habían quemado el mobiliario y lamido algunas de las vigas, pero la casa era sólida y cuando él llegó el fuego se estaba apagando solo. El asalto dejó un saldo de varios heridos y cinco muertos, incluyendo a Ana, a quien hallaron tal como la abandonaron sus asesinos.
– Que Dios nos ampare -exclamó el padre Mendoza al enfrentarse con aquella tragedia.
Cubrió el cuerpo de Ana con una manta y levantó en sus fornidos brazos a Bernardo. El niño estaba petrificado, con la vista fija y un espasmo en la cara, que le trababa las mandíbulas.
– ¿Dónde están doña Regina y Diego? -preguntó el misionero, pero Bernardo no dio muestras de oírle.
Le dejó en manos de una india del servicio, quien le acunó en su regazo meciéndolo como a un bebé al son de una triste letanía en su lengua, mientras él recorría de nuevo la casa llamando a los que faltaban.
El tiempo transcurrió sin cambios en el túnel, porque hasta allí no entraba la luz del día, era imposible calcular la hora en esas tinieblas eternas. Diego no pudo adivinar lo que ocurría en la casa, porque hasta allí tampoco llegaban los sonidos del exterior ni el humo del incendio. Esperó sin saber qué esperaba, mientras Regina entraba y salía del desmayo, extenuada.
Inmóvil para no perturbar a su madre, a pesar del martirio de la patada, que le clavaba dagas en el pecho con cada aliento, y el cosquilleo atroz en las piernas dormidas, el niño aguardaba. En algunos momentos lo vencía la fatiga, pero despertaba enseguida, rodeado de sombras, mareado de sufrimiento. Sintió que se iba helando y varias veces trató de sacudir los miembros, pero lo invadía una pereza sin remedio y volvía a cabecear, sumiéndose en algodonosa niebla.
En ese letargo transcurrió buena parte del día, hasta que por fin Regina lanzó un quejido y se movió, entonces él despertó sobresaltado. Al comprobar que su madre estaba viva, recuperó el ánimo de un solo golpe y una oleada de felicidad lo bañó de la cabeza a los pies mientras se inclinaba para cubrirle la cara de besos delirantes. Diego tomó con infinito cuidado la cabeza de ella, que se había vuelto de mármol, y la acomodó en el suelo.
Le costó varios minutos recuperar el movimiento de las piernas, hasta que logró gatear en busca de las velas que Bernardo y él escondían para sus invocaciones del Okahué. La voz de su abuela le preguntó en la lengua de los indios cuáles eran las cinco virtudes esenciales y no pudo recordar ninguna, sólo el valor.
A la luz de la candela Regina abrió los ojos y se encontró sepultada en una caverna con su hijo. No le dieron las fuerzas para preguntarle qué había pasado ni para consolarlo con palabras de mentira, sólo pudo indicarle que le rompiera el camisón y con eso le vendara la herida del pecho. Diego lo hizo con dedos temblorosos y vio que su madre tenía una cuchillada profunda debajo del hombro. No supo qué más hacer y siguió esperando.