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El que paga, manda. Se lo aprendí tan bien a mi papá que hasta la fecha no he dejado de aplicarlo. Si entiendes eso, todo se hace más fácil. No es cosa de dinero, sino de inversión. El que más invierte tiene la palabra. Por eso a mí no me bastaba con que viniera un hombre y me diera su dinero, yo tenía que tratar de invertir más que él. Hacerlo de algún modo sentir que no era él, que era yo la que estaba pagando el ride. Yo no quería que Eric me ayudara porque sí. Tenía que subirlo a mi tren, y ya ves que para eso el dinero se pinta. Por más que quieras resistirte a él, que te niegues a oír cuando dice tu nombre, que saques tus principios y tus convicciones, que le azotes la puerta en media cara, el dinero siempre va a hallar algún callejoncito para seducirte. Y tú hubieras jurado que a Eric el dinero le tenía totalmente sin cuidado. Con su escuela y su scooter y su equipo de béisbol podía sentirse dueño de su mundo, ¿ajá? Pero habrás de saber que a Eric le faltaba lo mismo que a mí: conocer New York. Igual nunca lo había deseado de verdad, a lo mejor porque nunca antes se había topado con una pobre chica mexicana desamparada y desesperada y cargada de dólares para llevarlo. Y eso yo lo sabía desde que regresó. No tenía ni idea de cómo lo iba a convencer, pero de sólo verlo cómo me miraba me sentía segura de que ya lo había comprado, y que lo iba a seguir comprando pasara lo que pasara, porque cualquier otro panorama me parecía infernal, y yo no iba a aceptar irme al Infierno. Entonces todavía pensaba que nadie puede obligarte a hacer lo que no quieres, lo que ya decidiste que no ibas a hacer. Y estar con mis papás o con los locos era exactamente lo que yo no iba a aceptar. Eric igual podía hacerme ojitos de éxtasis en abonos, pero eso a mi no me bastaba para controlar la situación. No podía desviarme del plan, ¿ajá? Después de la primera vez que me agarraron yo no iba a soportar una segunda, y no me sentía así que dijeras muy a salvo a un lado de la frontera, y si me insistes ni siquiera en Texas. Pensaba que sólo en una ciudad de veras grande no me iban a encontrar. Un lugar de lo más pinche lejos, para que ni con la imaginación me alcanzaran. Y además yo quería conocer New York. Para eso me había llevado el botín de mis papás, no para irme a esconder al primer rancho que se me apareciera en el camino.

O sea que igual por esa noche necesitaba a Eric, y no tenía más que esa noche para que él me necesitara a mí. Que aceptara mis condiciones, mis órdenes, mis dólares. Que estuviera dispuesto a descubrir conmigo lo que se sentía ser inmensamente independiente. O como dices tú: ofensivamente libre. ¿Qué iba a pasar después? Cómo iba yo a saber. Cuando andas escapándote de esa manera no hay después, ni antes. Tu único plan es que nadie te agarre hoy, que a la noche haya dónde dormir, que no te alcancen las culpas y los miedos, por más que todo el tiempo los traigas ahí detrás. Y te digo que yo de New York sabía muy pocas cosas, pero las suficientes para estar segura de que allí sí no me iba a alcanzar nadie.

Siempre tuve la sensación de que yo iba más rápido que los demás. Mis papás, mis maestros, mis compañeras, todos igual de lentos. A veces me decían que tenía prisa por vivir, y a mi me parecía que ellos eran los que tenían prisa por morirse. No te voy a decir que Eric era como yo, pero mínimo le atraía la idea de salir de ese pueblo. Además, era beisbolista. No hay beisbolista que no pele los ojos cuando le habías de New York.

Daddy wanted to be, you knows my boyfrien. El you know es buenísimo, te permite decir lo que quieres pero no quieres decir y obliga a los demás a tratar de entenderte. Y así te vuelves de un sutil que bueno, you know, ¿verdad? Porque es como si le hubiera dicho: Mi papá me quería de amante, pero digo: Quería ser mi novio, con el you know en medio que lo explica todo. Del modo en que yo quiero, además. Porque por muy ladrona que yo fuera, me daba no sé qué cosa usar palabras como lover con el primer extraño que se me aparecía. Puede que en realidad me diera igual, pero igual él tenía que pensar que yo no me atrevía a llamar a esas cosas por su nombre, no porque fuera que tú digas mojigata, sino porque se suponía que me había escapado de mi casa porque mi papacito era un degenerado, y eso tenía que ponerme no sé, algo así como adolorida pero comprensiva. Por eso le seguía diciendo daddy, ¿ajá? Porque lo que planeaba, lo que no me podía fallar, era volverme de inmediato su, you know, novia. Si Eric iba a ser mi primer lover, yo tenía que ir poniendo carita de girlfriend.

No es que me hubiera propuesto así, engañarlo. Al contrarío. Necesitaba que se diera cuenta de cuánto lo necesitaba. Que me viera desprotegida, que sintiera ternurita, que de verdad fuera Clark Kent y que se convirtiera en Supermán cada que yo se lo pidiera. No era así que tú digas demasiado pedir. Y él se iba a sentir bien, ¿me entiendes? Pero antes de que siga explicándote cómo hice para que Eric se portara como Clark, no estaría mal contarte cómo iba vestida. Una cosa patética, eso si.

El taxista de la frontera me había dejado media hora en una tiendita, mientras él iba y conectaba al bueno. Era un viejito casi casi que adorable. Aunque supongo que cualquier taxista al que le das quinientos dólares sólo para que te haga cruzar un pinche río tendría que portarse como tu mayordomo. Total que mientras llegaba mi salvoconducto yo tenía que comprarme ropa. Igual traía un par de jeans en la maleta, pero el taxista me había aconsejado vestirme de colegiala. Nomás te cruzas y corres para la escuela me dijo, como veinte veces. Pero igual no me supo decir si en la escuela llevaban uniforme, o si un color era mejor que los demás. Azul, gris, moradito, no sé. Y ni modo de adivinar. Lo peor que podía hacer era entrar a un colegio con el uniforme de otro. ¿Sabes de qué me disfracé? De tenista. La tienda mexicana no estaba muy surtida, el vestidito era una cosa vomitable y la blusa me quedaba demasiado ajustada. Pero había hasta raquetas. Las mochilas en cambio eran chiquitas. Y la naca de mi quería a fuerzas una mochila gringa. 0 sea que me crucé el río vestidita de tenista, con la raqueta en una mano y el veliz en la otra. Next stop, Wimbledon. Una de las primeras cosas que le pregunté a Eric fue cómo me había visto. Pues fácil. Facilísimo, digo. En su jodida escuela no había cancha de tenis. Me sentí poco menos que insultada cuando me dijo que me vio brillar como una foca en el desierto. Aunque ya si lo piensas suena un poquito a cuento de hadas. Eric se acercó a mí para estar bien seguro de que yo no era un espejismo. Eso fue lo que me explicó en la cafetería y pero yo todavía no sabía lo que era un mirage. Mírate en el espejo, decía. Eso es un mirage. Mirror, mirage, mirar. Yo lo pensaba todo en español y sufría muchísimo para desenmarañar su tejano. You don’t speak any english, you speak texan, le decía y él se carcajeaba. Y a mi me daba por gritar: Superman speaks texan! Gritar, ¿ajá? No tenía ni tres horas en Estados Unidos y ya estaba gritando. Y Eric me decía: Shhh!, y movía los labios diciendo i-m-m-i-g-r-a-t-i-ó-n. Pero estábamos solos. Era uno de esos puestos de comida que van creciendo hasta que el dueño pone dos mesitas y estrena cafetería. Estábamos muy cerca de la carretera, ya eran como las ocho y Eric sin puta idea de qué hacer conmigo, pero como que no se atrevía a dejarme. I am your luck, le dije de repente. Y bingo, que se lo cree. Me miró de otro modo, como si hasta ese momento nomás hubiera estado buscando alguna pista para entenderme. O para aterrizar, que es lo que tanto él como yo queríamos. Porque desde que había inventado el cuento del Horny Dady todo se había puesto no sé, denso. Qué quieres que te diga, la estúpida de mi le dio en la madre al mooti Pero igual funcionó, como lo de la suerte. Si una le dice a un hombre: Soy tu suerte, lo más posible es que termine siéndolo. Y más si anda una con ganitas de comprarse un novio. Con faldita de tenis y los senos saltando de la blusa. Con dinero de sobra en el veliz. Con una canción que dice claramente que necesito amor, que soy una pelota sin control. Y otra cosa importante: que soy rápida.

Figúrate la escena. Una calle vacía, un changarro en la esquina, una scooter parada, yo de tenista y él de beisbolista. Comiendo chilí con carne los dos. No sé si era porque Eric quería sentirse mexicano, o porque yo ya me creía grínga. Estaba nada menos que con Superman, ¿ajá? Estaba ocupadísima enganchando nuestros destinos, cerrándole salidas, volviéndome su suerte. Todo eso al mismo tiempo, con el mismo beso. Y un poquito más muá que smack, ¿ajá?, más saliva que tronido. Pero tampoco mucho. Bien que mal eran besos inaugurales. ¿Checas? Los primeritos. O sea que yo ya había bailado desnuda para un hombre pero seguía sin besar a ninguno. Algo muy parecido les pasa a las pirujas. Mucho sexo, pocos besos. A veces ningún beso. Y yo esa noche iba volando hacia los besos y el sexo, sin conocerlos casi para nada. Tampoco sabía un carajo de Eric, ni de Laredo, ni de Texas, y de New York apenas dominaba lo que todo el mundo: puras estupideces. Porque ni modo de aprender de besos, o de sexo, o de New York a distancia. Si Eric me enseñaba a besar, si me hacía el amor por primera vez en mi vida, yo podía enseñarle cantidad de cosas que sólo eran posibles con dinero en la bolsa. Le podía enseñar el Yankee Stadium. Le podía enseñar esos senos que crecían como milagros, y que entre más crecieran menos iban a quedar hombres capaces de decirme que no a lo que fuera. Por lo pronto una cosa era segura: yo no iba a permitir que Eric me negara nada. Empezando por el derecho a mantenerlo. Yo quería mandar, ¿ajá? Necesitaba un novio fuerte y obediente. Sólo los hombres fuertes saben obedecer las órdenes de una mujer. 0 sea, sin quebrarse, ¿si? Y algo en las manos de Eric me decía que si era Supermán. Suena tontísimo, pero nunca me falla. No es que fueran unas manos más grandes o más chicas, aunque de entrada las chicas no sirven. Ni para cocinarlas. Y tampoco es que sean flacas, gordas, huesudas, no es eso. Si ves las manos de una mujer igual te llevas una idea, pero lo más probable es que estén actuando algún papel. Las tres, sus manos y ella, ¿ajá? Las manos de los hombres no saben usar máscaras. Los hombres ponen duras las facciones hasta para sentirse guapos, pero las manos siempre los delatan. Cuando unas manos de hombre no te dicen nada, lo más probable es que el fulano sea un pendejito sin carácter. Prefiero ver a un hombre delineándose las cejas que en el manicurista. ¿Sabías que al asqueroso de Ferreiro le barnizan las uñas?

No te imaginas todo lo que pasa en una moto cuando vienen subidos un par de adolescentes. Yo sabía que Eric aceleraba todo el tiempo para fingir que no sentía mis pezones en su espalda, o que no se había dado cuenta que debajo de la blusa apretadísima yo no traía nada. Y yo le habría creído toda esa inocencia si no hubiera frenado tantas veces. Cada vez que sumía ese pedal yo me le untaba encima, me sacudía, me le abrazaba fuerte a mi veliz con una mano, mientras la otra me servía para abrazarlo a él. No mucho. Suavecito. Porque igual Eric me traía a brincos y jalones, pero yo no tenía ni tantito miedo. Yo era su suerte, ¿ajá? Yo lo había besado tres minutos antes, él no iba a darse el lujo de matarme en la primera vuelta. ¿Cuántas veces se supone que deberías confiar? ¿En qué personas? ¿Cuántas, de cada cien, traen un puñal guardado? Cada vez que confías en alguien estás tirando dados. Puedes saber cuáles son tus probabilidades con los dados, pero no con la gente. Tiras no sabes cuántos dados, con sepa La Chingada cuántas caras. Es una carretera sin señales, un Nintendo sin controles, bum-bum-bum-bum, y dead, game over. Pero había que confiar. Había que creer en Superman, ¿ajá? Y además lo que yo buscaba era que Eric confiara en mí, completamente. Necesitaba que creyera que yo confiaba en él, y eso no era tan fácil. No lo decíamos, él no lo preguntaba y yo ni en cuenta, ¿ajá?, pero era una indocumentada, y a Eric seguro lo iban a joder horrible si nos agarraban. Yo no soy pormirito, por ti seré. Me ponía en su lugar y me lo imaginaba colgando de un tren que va a descarrilarse, calculando si debería soltarse de una vez o seguir otro rato gozando del viaje. Yo era el tren, y nadie más que Superman me podía salvar del descarrilamiento.