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Asociar a mujeres con ecuaciones: he ahí una fórmula eficaz para vivir a salvo de su hechizo. Sólo que Pig no andaba tras esa eficacia: el juego con el Sapo servía para camuflarlo del ridículo, y en un momento dado certificar sus buenos gustos, pero no daba para Regar más lejos. Y Pig, que aun sin escribir sabía que estaba haciendo una novela, se miraba en la reluciente obligación de ir mucho más allá de lo que el Sapo habría imaginado. Porque el Sapo jamás lo vio andar por el Centro, asediando a la clase de mujeres por sí mismas capaces de quebrar toda ecuación. ¿Qué cien por ciento habría resistido un cincuenta de borolas, más otro tanto de periquita, más el doble de rarotonga y el triple de hermelinda? ¿ Cómo se hacen caber cuatrocientos en cien? Estaba exagerando, por supuesto, pero allí justamente se hallaba el placer íntimo: frente a la contención taimada de crítico verdugo y amigo matemático, Pig oponía, no bien se veía libre de ojos conocidos, el deleite morboso de la exageración.

Exageraba desde que las escogía, pues solía poner el ojo en mujeres que a primera vista le parecían desagradables, o incluso repelentes, y luego se empeñaba en hallar interesantes. Las seguía de lejos, las describía en sus libretas, anotaba sus rutinas, y cualquier día comenzaba a bombardearlas con anónimos: nada que aquellas almas solitarias y sombrías pudieran resistir con la incredulidad en pie. Exageraba cuando se inventaba una historia desdichada, y no bien accedían a tomar un café con él, se entregaba a narrarla con acentos medidamente melancólicos. Exageraba al compararlas en secreto con monstruos, y así creer a solas que al hacerlo cursaba las más inaccesibles asignaturas del liceo de la vida. Exagerar su vida inconfesable, mirarla de soslayo, perplejamente, bajo el fuego de una lujuria sobrenatural: ¿no era todo eso vivir La Novela? ¿De qué valían El Patíbulo, el Detector de Faulkner o la devastadora cultura general del Sapo frente al beso voraz de la cajera que cada noche lo esperaba a la salida de la farmacia, lista para colmarle ojos, manos y boca de imperfecciones nunca confesables? ¿Cómo darse completamente a la escritura, sin desafiar con ello al buen gusto imperante?

Cuando Pig se encerró en la casa de San Ángel -vacía, inmensa, con la alfombra guardando polvo de años- lo hizo para escapar del Pensamiento, más que para ocuparse de La Novela. Porque el hueco angustiante del Pensamiento llenaba totalmente La Novela. O mejor: la infestaba, como el cáncer a Mamita, y así a menudo Pig se despertaba tentado a no escribirla nunca. Por más que luego no le concediera espacio a semejante posibilidad, Pig la consideraba relajante como un final feliz. Una a una, sus novias imposibles -pero amantes seguras, se reía en silencio- lo escucharon hablar de su amor por la medicina, la arquitectura o la administración de empresas, pero ninguna supo nunca de libros o películas o asuntos personales de verdad. Cuando, en extraños casos, atinó a llevarlas a la casa de San Ángel, se refirió con falsa reverencia a la casa del patrón. Un día, alguna de ellas le hizo en cierto momento la pregunta de cajón:

· ¿En qué piensas, Amor?- salía del baño, desnuda y desenvuelta, lista para volver a acurrucarse a su lado.

· Pienso en El Pensamiento -precisó Pig, con la vista perdida en la textura del techo, tratando de rehuir con su insolencia el inminente abrazo.

· ¿Qué pensamiento, Amor? -ya se le abrazaba, le pasaba la mano por lo alto del muslo, un poco demasiado tarde o demasiado pronto para encontrar respuesta.

· Nada-cerró los párpados, los apretó, escuchó una vez más el eco del horrendo apelativo: Amor. Pensó en gritarle: Cállate, no me llamo Amor.

· ¿Se te fue, el pensamiento? -retrocedió, teatralizó, trató de ser simpática, remedó con las manos un vuelo de paloma.

· Me alcanzó, El Pensamiento -Pig la miró de frente, sin mirarla ni un poco porque sólo veía el cuerpo de Mamita, envuelto en una sábana, tendido junto a él, y entonces la abrazó con mucha fuerza, como habría hecho con el penúltimo sobreviviente de su especie, y se tendió a berrear entre sus brazos, para al final prenderse de sus piernas y seguir sollozando hasta rendirse, como niño atrapado por El Ogro.