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La segunda fila de jinetes, aprendida la lección del tipo de enemigo que tenían delante, hizo un quiebro, y mantuvo las distancias con el semicírculo de dragones.

Empezaron a cabalgar alrededor del árbol reseco, dirigiendo sus monturas sólo con las piernas, y con las manos libres tensaban sus arcos y disparaban.

Los dragones extendieron su fila hasta convertir el semicírculo defensivo en un círculo completo en torno al árbol y proteger así a los tres que no llevábamos armadura.

Una flecha rebotó inútil contra la coraza roja de uno de los dragones. Como respuesta, otro de los dragones apuntó con su pyreion e hizo fuego. Un gog cayó entonces de su montura, y rebotó aparatosamente contra el suelo.

El tanteo concluyó así. Los gog habían aprendido que desde aquella distancia no podían atravesar las armaduras de los dragones, y que ellos, en cambio, sí que podían alcanzarles con sus armas de pólvora. Si realizaban otra carga, se expondrían a morir achicharrados por el fuego griego, igual que sus compañeros.

¿Qué iban a hacer a continuación?

Tuve la respuesta al instante; con un aullido bestial, todos los jinetes gog se lanzaron a la vez, ciegamente, al ataque.

Chorros de líquido ardiente volvieron a surgir de la fila de dragones para ir a estrellarse contra la vanguardia de los gog, que rodó por el suelo envuelta en llamas. Pero la segunda fila de jinetes saltó sobre los cadáveres llameantes de sus compañeros y recibió su propia ración de fuego griego.

Pero ya estaban muy cerca de los dragones. Contemplé horrorizado cómo un gog y su caballo, convertidos en una bola de fuego, se estrellaron contra el centro de la fila de dragones, derribando y envolviendo en llamas a varios de éstos. Los dragones alcanzados se pusieron de pie aturdidos, convertidos en antorchas humanas.

Aunque sus armaduras les protegían del fuego, braceaban incapaces de librarse de las llamas.

Entonces la reserva de pólvora de uno de los dragones estalló violentamente.

La explosión casi partió al hombre en dos y destrozó los dos cilindros que llevaba a la espalda. Una segunda explosión sucedió casi instantáneamente a la primera, esparció una lluvia de líquido llameante y trozos de armadura roja a más de cincuenta varas de distancia. Los almogávares y yo nos vimos rodeados por una cortina de fuego, aislados visualmente de los dragones supervivientes.

El árbol reseco a nuestra espalda nos había protegido de recibir de lleno el chorro de fuego, pero ahora se había convertido en una gigantesca antorcha. Ricard y Sausi me arrastraron lejos de él. A nuestro alrededor llovían sin cesar fragmentos ardientes, y nos protegíamos como podíamos el pelo de la cabeza con los brazos.

El velo llameante que se alzaba ante nosotros fue entonces atravesado por tres jinetes gog. Su aspecto era horroroso; sus pobres monturas relinchaban de dolor con los extremos de sus patas abrasadas y el pelo de sus abdómenes chamuscado. Ellos, envueltos en humo y rodeados de llamas, parecían más que nunca criaturas recién salidas del infierno. Cargaron a la vez lanzando aullidos demenciales y blandiendo sus lanzas con aspecto de tridente. Sausi y Ricard les salieron al paso.

Ricard esquivó las puntas del tridente de uno de los gog, y rodó por el suelo pasando por entre las patas de su montura, desgarrando con su espada las entrañas del animal. Al derrumbarse el caballo atrapó una de las piernas de su jinete bajo él.

Sausi fue atacado por los otros dos demonios. El búlgaro apenas logró esquivar el tridente del primero, que le arañó el pecho marcándole tres profundos surcos rojos y le arrancó la gonela de piel, y se vio enfrentado a la carga del segundo gog. Esta vez, Sausi fue más rápido de reflejos y atrapó el tridente con sus enormes manos. Sin esfuerzo, arrancó al gog de su cabalgadura y lo mandó rodando por el suelo, hacia la cortina de llamas. Mientras intentaba levantarse, con sus ropas y su pelo prendido, el búlgaro se plantó frente a él y lo clavó al suelo con su espada.

Ricard había saltado por encima del caballo agonizante, partiendo de un machetazo el cráneo del gog mientras éste intentaba liberarse del peso del animal. El almogávar giró rápidamente buscando otra presa, y vio con horror que el único gog que seguía sobre su montura se había lanzado contra mi indefensa persona.

Ricard gritó impotente; yo estaba demasiado lejos y no parecía capaz de hacer nada para evitar que el gog me ensartara con su tridente. Sonó un estampido, y el gog cayó hacia atrás como si hubiera chocado contra una rama invisible.

Mirina arrojó a un lado su pyreion recién disparado y caminó hacia nosotros acompañada por tres dragones.

– ¿Habéis acabado con todos? -le preguntó Ricard.

– Reagrupémonos -dijo Mirina con expresión cansada, sin hablar a nadie en particular-, preparémonos para su próxima carga.

A nuestro alrededor, las llamas empezaban a extinguirse, mostrando las filas de todavía numerosos demonios oscuros avanzando hacia nosotros.

Los cuatro dragones y los dos almogávares formaron un apretado círculo en torno a mí. Sausi deslizó su cuchillo hasta tocar mi nuca.

Le miré con los ojos turbios a causa del dolor del brazo.

– No te preocupes -me dijo Sausi.

Pero los gog no atacaron. En vez de eso, vimos asombrados cómo sus monturas reculaban poco a poco, mientras los ojos de los jinetes parecían fijos en algo situado a nuestra espalda. Algo enorme y de gran altura.

Me volví y vi un aeróstato llenando todo mi campo visual. Flotando a unas quince varas del suelo. Las hélices girando muy lentamente.

Aturdidos por las explosiones y el fragor de la batalla, ninguno de nosotros había detectado el característico sonido de las hélices mientras el aeróstato se acercaba.

Los dragones alzaron sus puños mientras gritaban triunfantes. Un par de bolas de fuego surgieron de la proa del leviatán, cruzaron por encima de nuestras cabezas y fueron a estrellarse en mitad de las filas gog; esparciendo llamas y muerte entre los oscuros jinetes que, sorprendidos y aterrorizados por la repentina aparición del aeróstato, se dispersaron rápidamente.

El leviatán se situó sobre el apretado grupo que formábamos los supervivientes, y uno de sus aeronautas nos lanzó una escalera de cuerda. Pero yo, con mi brazo herido, no pude subir por ella, y tuve que ser izado con ayuda de un arnés.

Mirina subió en último lugar, y al no ver a Vadinio ni al resto de sus hombres en la bodega, preguntó por ellos a uno de los aeronautas.

– Ellos nos indicaron vuestra posición; y que, muy probablemente, estaríais en dificultades, por lo que debíamos ir a recogeros en primer lugar.

– ¿Están muy lejos de aquí?

– A menos de una milla hacia la tramontana.

Aquella nave era la Delíaca y tras recoger a Vadinio y al resto de los aeronautas de la Salaminia , regresó a Apeiron.

5

La medicina era quizás el logro más maravilloso de la ciencia de Apeiron. Durante toda mi vida había visto infinidad de hombres mutilados, perdidos o condenados a una vida de miseria por la más pequeña herida infligida a sus cuerpos.

Una incisión con un cuchillo y unas triscadas con una sierra eran más que suficientes para librar a un hombre de una pierna o un brazo herido; y yo, que notaba cómo las astillas del hueso de mi antebrazo habían rasgado una y otra vez la carne mientras éramos atacados por los gog, sabía que no podía esperar más que eso.

Pero no fue así. Los cirujanos de la ciudad se empeñaron en salvar mi brazo, y para ello limpiaron de astillas la herida, y encararon cuidadosamente las dos partes del hueso roto. Puesto que mi avanzada edad dificultaba la soldadura del mismo, utilizaron una prótesis metálica atornillada a las dos mitades. Todo esto lo pude ver con mis propios ojos, sin sentir dolor alguno, gracias a una milagrosa substancia que los médicos me habían inyectado en el brazo y que lo insensibilizaba al dolor completamente.

Una vez más, me pregunté cuánto dolor y sufrimiento podría evitarse la humanidad si la ciencia de Apeiron fuera conocida por todos.

Después de la operación, el brazo me fue entablillado y cubierto de yeso para inmovilizarlo. Y mientras me recuperaba, fui visitado por la consejera Neléis.

– Lamento profundamente lo sucedido -dijo la mujer.

– Yo soy el único culpable -dije. Aún me sentía algo narcotizado-; tendría que haber sospechado hace mucho de Ibn-Abdalá, pero mis sentimientos de simpatía hacia el sarraceno me confundieron. ¿Dónde está ahora?

– No muy lejos de aquí. En un departamento de este mismo hospital. Encerrado.

Dije a la mujer que deseaba hablar con él, y ella respondió que cuando me encontrara en mejores condiciones. Y eso fue sólo dos días después. La consejera me acompañó a través de los pasillos del hospital hasta una habitación cerrada por una gruesa puerta de metal y vigilada por dos dragones. Miré por una ventanilla y vi a Ibn-Abdalá sentado en el suelo. Desnudo, y con su pecho rodeado por un vendaje.

– Se niega a hablar con nadie -me dijo Neléis-. Pero quizá…

– Lo intentaré -dije.

– Un dragón entrará contigo.

– No -me opuse-. Ibn-Abdalá ha tenido todas las ocasiones para hacerme daño, si ése hubiera sido su deseo. No entraré ahí con un hombre armado.

– De acuerdo -aceptó la consejera-. Pero estaremos pendientes de sus acciones.

Uno de los dragones abrió la puerta y me franqueó el paso al interior de la celda.

El lugar estaba muy limpio, las paredes eran blancas y todo el techo parecía irradiar luz, quizá del exterior. Ibn-Abdalá disponía incluso de una silla y una litera de aspecto cómodo; si se sentaba en el suelo era porque él así lo quería.

Pero, en lo esencial, aquella habitación no se diferenciaba de cualquier otra mazmorra; una puerta cerrada y guardias armados vigilándole desde el otro lado.

Ibn-Abdalá levantó los ojos del suelo y me miró.

No fui capaz de interpretar la expresión de su rostro. Parecía aburrido, triste o cansado. Arrastré la silla hasta colocarla frente a él y me senté. Yo sí que me sentía fatigado; llevaba el brazo apretado contra el pecho con una cinta de tela. Y me dolía a pesar de todas las drogas que me habían dado.

– Tengo la sensación de haberte encontrado varias veces en diferentes etapas de mi viaje -empecé-. Y en cada ocasión tu aspecto era distinto.

Una chispa de interés cruzó por los ojos de Ibn-Abdalá.