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Tragándome el miedo, ojeé a través de los ventanales. El suelo del desierto, y el techo curvo del tinglado, se alejaban a toda velocidad. Tragué saliva.

– Si Dios hubiese querido que el hombre volara… -empecé a decir.

– Nos habría dado alas -completó Vadinio con una sonrisa. Para el genovés todo aquello debía de ser muy divertido, consideré-. Pero nosotros somos ahora más ligeros que el aire, no te preocupes porque no podemos caer.

El genovés le ordenó al timonel que sobrevolara Apeiron, y la nave empezó a girar elegantemente en el cielo.

Vimos acercarse la ciudad desde lo lejos, como un puñado de joyas derramadas sobre las arenas del desierto. Los grandes toldos cónicos brillaban al temprano sol con una blancura deslumbrante, y sus sombras se alargaban sobre las dunas.

Distinguí el estrecho camino de hierro, delgado como una línea, que llevaba hasta el tinglado; y por él vi circular uno de los vehículos de vapor, arrastrando un flotador, que ahora parecía diminuto, de camino hacia la ciudad. Debía de ser el que había llevado a los dragones hasta el tinglado, que ya estaba de regreso.

Apeiron estaba rodeada por un cinturón de campos de cultivo que desde el aire destacaban como una diana de verde violento sobre las arenas amarillas. El verde no era uniforme, sino que formaba parches de diferente tonalidad dependiendo del tipo de cultivo que se desarrollaba en cada zona. Dispuestos en círculos concéntricos en torno a la ciudad, protegidos por aquellos enormes toldos y cuidados por una legión de campesinos que utilizaban carros, impulsados por vapor, para labrar la tierra; y que eran regados por un sistema maravilloso en el que miles de delgadas conducciones de cobre llevaban el agua, gota a gota, hasta las mismas raíces de las plantas, sin que se perdiera ni se desperdiciara nada; sin que crecieran malas hierbas entre ellas.

La Salaminia sobrevoló después el mar de toldos cónicos que formaban la cúpula de la ciudad, y se alineó con un estrecho camino de tonos verdes que trazaba una delgada línea sobre las pálidas arenas del desierto, alejándose cada vez más de Apeiron.

Observé la brújula, y comprobé que nuestra dirección era jaloque.

– ¿Qué es eso? – pregunté a Vadinio, señalando el sendero verde.

– Las conducciones del suministro de agua discurren por ahí -me explicó el viejo navegante-. Esos hierbajos crecen gracias a la humedad que escapa de las tuberías. Son hierbajos muy resistentes, capaces de medrar en esas arenas salinas.

Pregunté de dónde venían esas conducciones, pues era evidente que en Apeiron se consumía una enorme cantidad de agua, no sólo para el uso personal de los ciudadanos, sino para mantener en marcha todas aquellas máquinas de vapor. Pero yo había pensado, desde un primer momento, que el agua provendría de algún pozo subterráneo situado bajo la ciudad, y nunca me había vuelto a plantear aquella cuestión.

– De la Represa , por supuesto -respondió Vadinio-. ¿La consejera Neléis no te habló de la Represa del río Oxón?

– No -negué.

– En ese caso te asombrará verla. Es la obra de ingeniería de la que los apeironitas se sienten más orgullosos.

Y por el tono que Vadinio había empleado pensé que, quizá, después de todo, el viaje iba a valer la pena.

2

La Represa empezó a dibujarse a lo lejos, como una delgada línea que iba de un extremo a otro del horizonte.

Contemplé boquiabierto aquella nueva demostración del poder y del ingenio de los apeironitas, mientras la Salaminia se aproximaba a ella como a una muralla que cerrara el mundo entero, dividiéndolo en dos realidades opuestas; la arena reseca y salina del desierto y el agua.

Las arenas se estrellaban contra el pie de aquella muralla que se alejaba del punto donde la Salaminia se encontraba, por babor y estribor, hasta empequeñecer y desaparecer en la distancia. Sin embargo, hierbajos y matorrales crecían al pie de las murallas, alimentados por la humedad que escapaba a través de los enormes bloques de piedra que formaban el gigantesco muro.

Porque lo que había al otro lado de las piedras era un inmenso y reluciente mar.

– Los apeironitas desecaron esta zona -comprendí-. ¡Todo este desierto estaba sumergido hasta que ellos construyeron esa muralla! Pero, ¿cómo es posible? ¿Cómo pudieron dominar y contener toda esa enorme cantidad de agua?

Para Vadinio aquella obra era tan asombrosa como para mí, a pesar de que el genovés llevaba doce años en Apeiron, asimilando sus muchas maravillas, aún no se había acostumbrado a la Represa. Pero, según me dijo, los apeironitas actuales también se maravillaban con su contemplación, pues aquella ingente obra había sido realizada hacía más de mil años, cuando Apeiron era joven y llena de vitalidad.

Vadinio dudó que hoy en día pudiera ser realizada una obra de ese calibre.

La Salaminia sobrevoló la muralla. Era una gruesa masa de piedra, sin adornos ni detalles, casi vertical por el lado del desierto, y que se curvaba suavemente por el lado del mar. Continuas secuencias de olas se formaban y rompían incesantemente contra el muro, que en algunos sitios parecía muy desgastado. Mirando hacia atrás, y al ver cómo la inmensidad azul de aquel mar se cortaba bruscamente para dar paso a las polvorientas llanuras del desierto, sentí acelerarse mi corazón. El vértigo de aquella inmensa obra, el mismo concepto de dominio de la naturaleza que conllevaba, me aturdía.

– La Represa se extiende entre las desembocaduras de los ríos Oxus e Iaxartes -me explicaba el genovés-. Es un enorme espacio embalsado, y cuesta mucho mantener la Represa en perfectas condiciones, pero puede cubrir todas las necesidades de agua de Apeiron hasta el final de los tiempos. Este territorio es muy extraño, parece plano, pero en realidad se hunde suavemente, como un cuenco, hasta la ciudad, cuyo nivel está situado incluso por debajo del Mediterráneo.

– ¿Y toda el agua de la ciudad proviene de aquí?

– Prácticamente toda. Tenemos algunos pozos subterráneos, pero están casi agotados. Hay otras muchas conducciones como la que has visto, pero situadas mucho más a tramontana.

Durante las siguientes horas sobrevolamos aquel enorme mar encerrado por los apeironitas; pero, poco a poco el nivel del agua fue bajando, y el mar se transformó en un pantano por el que se arrastraban los innumerables meandros del río Oxus.

El Oxus serpenteaba perezosamente en aquella inmensa llanura empapada de agua, anegaba los campos y rodeaba las colinas. El terreno estaba sembrado de pequeños lagos, y una vegetación exuberante cubría las suaves colinas con un ondulado manto esmeralda, que se extendía hasta las blancas nubes que cubrían el cielo frente a nosotros. Supuse que en algún lugar, allí donde las nubes se fundían con el horizonte, estaba Samarcanda. A nuestros pies se veían zonas brillantes que eran recodos del río Oxus.

Las pequeñas manchas blancas que se divisaban, pegadas al cauce del río, debían de ser casas de los lugareños.

Las casas siguieron apareciendo cada vez más frecuentes, creando pequeñas agrupaciones y ocasionales poblachos. Aquella zona, sin duda gracias al continuo suministro de agua del río Oxus, estaba muy poblada. Vimos también algunos barcos pescando en el río, y barcazas transportando mercancías por él. Era extraño cruzar sobre las cabezas de aquellas gentes, contemplar sus vidas y su actividad sin conocer sus rostros, como si fuéramos espíritus del cielo sin contacto alguno con las debilidades humanas.

Aquellas casitas fueron cada vez más numerosas, hasta que descubrimos que se fundían con los suburbios de Samarcanda.

Samarcanda estaba asentada en mitad de aquella gran llanura, no muy lejos del cauce del río Oxus, y enmarcada por una cordillera montañosa azulada por la distancia. La ciudad estaba rodeada por un muro de barro prensado, y no parecía muy grande; pero fuera de aquellas murallas, Samarcanda se extendía por una gran superficie de terreno gracias a innumerables casitas blancas, semejantes a las que habíamos visto junto al río, que rebosaban a partir de ella. Estas casitas estaban rodeadas de huertas, y rodeaban la ciudad hasta una distancia de unas dos leguas. Entre las huertas había calles y plazas muy pobladas, formando pequeños núcleos de actividad como si fueran otras tantas ciudades independientes. Por la ciudad, y por entre estas huertas, discurrían innumerables acequias plateadas.

Todo esto lo sobrevoló la Salaminia , lentamente, mientras los hombrecillos que habitaban aquellas casitas blancas, salían a sus portales y señalaban el aeróstato llenos de terror supersticioso. Algunos se arrojaban al suelo tapándose la cabeza con las manos, y otros se arrodillaban y rezaban.

A una orden de Vadinio, el piloto hizo girar el timón maniobrando la Salaminia en un estrecho círculo que rodeó las terrazas de Samarcanda, y se dirigió hacia occidente.

Me sujeté a una barra de metal, para no caer al suelo del puente mientras la nave viraba. La segundo, que oteaba el horizonte con un catalejo doble, exclamó:

– ¡Por el perro! Acabo de descubrir el campamento de los tártaros. -Giró sobre sí misma, y miró en otra dirección-. Están por todas partes, Capitán.

Le entregó el catalejo a Vadinio que, tras observar lo que Calionira le indicaba, ordenó al piloto dirigirse hacia aquel lugar.

Más allá de la última de las casitas blancas, y de los últimos campos cultivados, se abría una inmensa explanada situada a jaloque de la ciudad de Samarcanda. Aquel lugar parecía ahora un inmenso mar de yurtas, las tiendas cónicas de los gog.

Sentí cómo el pelo de mi nuca se erizaba al recordar las horas pasadas en aquel inmundo campamento de los gog. Pero lo que ahora teníamos bajo nosotros era un inmenso hormiguero humano; tártaros de piel blanca o amarillenta, aunque su estilo de vida no parecía diferir mucho de los peludos y malévolos gog.

– Deben de ser más de un millón -dijo Vadinio, casi para sí-; me pregunto cómo habrán podido reunirse tantos en tan escaso margen de tiempo.

Los tártaros y los gog se hacinaban ocupando el espacio entre las tiendas, junto con los bueyes, los camellos y los caballos. Y descubrimos algo aún más sorprendente: una empalizada hecha con gruesos troncos de palmera, encerrando a toda una manada de elefantes de color gris sucio y largas trompas agitándose hacia nosotros.

Algunos tártaros habían montado rápidamente en sus diminutos y nerviosos caballos, y corrían tras la Salaminia , dirigiendo sus monturas sólo con las piernas mientras empleaban sus brazos para disparar flechas contra el aeróstato.