I. MIRADAS MASCULINAS

Aunque sea una constatación que a nadie debe enorgullecer, es cierto que cuando uno se para a examinar el trato históricamente dispensado a la mujer en los libros escritos por hombres, no resulta nada difícil encontrar múltiples casos de actitudes poco presentables, y no sólo desde esa óptica mojigata de la corrección política, sino incluso desde el estricto punto de vista de la dignidad humana.

Como sería muy fácil traer a colación a uno de esos escritores a quienes todos detestamos, para perpetrar un linchamiento ventajista aprovechando la obviedad de la materia, prefiero recoger aquí, a título de ejemplo, algunas miserias de uno de los escritores en lengua castellana a quienes más admiro: Juan Carlos Onetti.

Primera miseria: siempre pudo presumirse que la principal heroína del ciclo narrativo de Santa María, localidad imaginaria en la que transcurre gran parte de la obra de Onetti, es la tarada Angélica Inés, con la que el turbio Larsen planea un sórdido matrimonio por interés en El astillero. No obstante, y para que no quedara ninguna duda, al autor, antes de morirse, le dio tiempo a convertir a esta retrasada y plausiblemente ninfómana en consorte de su indudable héroe máximo, el doctor Díaz Grey. Lo hizo en su por otra parte estremecedora novela última, Cuando ya no importe.

Segunda miseria: es patente el tono despectivo hacia las hembras que impregna múltiples pasajes de la obra onettiana. Acude a mi memoria uno de La vida breve, donde el narrador, a propósito de una mujer con la que viene sosteniendo algo semejante a un romance, se despacha de repente con esta brutalidad: "La vi retorcerse, pequeña, imbécil hasta el tuétano, la cara sostenida con las manos".

Pero en ningún lugar la canallada llega más lejos que en El pozo, uno de los libros más sucintos y desgarrados del autor, donde se contiene este párrafo:

"He leído que la inteligencia de las mujeres termina de crecer a los veinte o veinticinco años. No sé nada de la inteligencia de las mujeres y tampoco me interesa. Pero el espíritu de las muchachas muere a esa edad, más o menos. Pero muere siempre; terminan siendo todas iguales, con un sentido práctico hediondo, con sus necesidades materiales y un deseo ciego y oscuro de parir un hijo. Piénsese en esto y se sabrá por qué no hay grandes artistas mujeres. Y si uno se casa con una muchacha y un día se despierta al lado de una mujer, es posible que comprenda, sin asco, el alma de los violadores de niñas y el cariño baboso de los viejos que esperan con chocolatines en las esquinas de los liceos".

Quizá haya que reconocerle a Onetti, no obstante, el mérito de aceptar hacerse odioso por derecho y sin tapujos. Es difícil encontrar a quien se atreva a confesar de esa forma sentimientos tan arraigados y a la vez execrables. En este momento consigo recordar solamente a otro conspicuo misógino, el poeta catalán José María Fonollosa, que pudo escribir aquellos candorosos versos:

Es mala esta mujer. De verdad mala.
Tan mala como linda. Si la dejo
me matará, lo sé. Lo sé de veras.
Mis amigos se ríen. Yo estoy triste
pues no logro apartarla de mi lado.
Ojalá no me amase o se muriese.

La cuestión, sin embargo, es que al lado de estos pocos pilotos kamikazes de la palabra, existe en el mundo de las letras toda una legión de despreciadores sutiles y oblicuos de la mujer como ser de carne y hueso. Lo son, al menos en potencia, los que en alguna ocasión se han deleitado desmedidamente con princesas lánguidas, los que han acreditado una afición malsana por las vampiresas y los que se han burlado vilmente de las viejas solteronas. Sólo con esto ya abarcaríamos una buena porción de la nómina de escritores de la literatura universal, pero aún queda otra categoría de emboscados, los que eligen menospreciar a la mujer ensalzando a cierta clase de mujeres. Entre ellos puede también mencionarse un caso ilustre, y que de nuevo para evitar suspicacias es el de un escritor por el que declaro sentir cierta reverencia: Alejo Carpentier.

En una de sus obras mayores, Los pasos perdidos, el protagonista, un tipo más bien desorientado, se interna en la selva amazónica en pos de algún tipo de redención. Y la encuentra: una mujer en la que cree encarnada la esencia misma de la mujer, una mujer exenta de falsedades que le alivia de su aburrido matrimonio y de una amante cuya inteligencia empezaba a hastiarle (sic). La presunta mujer esencial es una criatura de sentimientos elementales, una habitante de la selva que se llama a sí misma Tu mujer, cuando habla con el protagonista. No puede haber más proclamaciones de amor a esta mujer a lo largo del texto, que desemboca en un emocionado final, pero cabe intuir que la pasión se asienta no en lo que ella es, sino más bien en todo aquello que no es.

Un repaso como el que queda hecho, y podrían emplearse otros muchos ejemplos y extraerse conclusiones aún más contundentes, hace planear alguna duda sobre la aptitud de un escritor varón para abordar, como no sea desde el desdén o la ignorancia, el asunto de la relación entre mujer y literatura. Sin embargo, y para empezar a impedir desde ya que prospere ese tópico, pueden esgrimirse algunos argumentos en descargo de los escritores. Y en mi parecer, ninguno es mejor que el inventario de colosales personajes femeninos creados por los no pocos hombres que supieron acercarse con agudeza a la realidad de la mujer; personajes que poseen toda la hondura, la fuerza y la consistencia que al lector le cabe demandar. No son pocas, estas heroínas, y algunas están en la mente de todos. Podría señalarse entre ellas a la complejísima Celestina, o a la poderosa y a la vez adorable Madame Rênal de El rojo y el negro (personalmente, una de las criaturas de la literatura universal que más me cautivan). Podría citarse, también, a la disolvente y estoica Molly Bloom que cierra el Ulysses, en ese fragmento que quizá sea uno de los más deslumbrantes estallidos de la literatura de este siglo.

Para componer esas mujeres, quienes escribieron los libros en los que ellas aparecen no pudieron limitarse a esa mirada adocenada y burda que quiere el prejuicio. Esos hombres, y muchos otros a lo largo de la historia de la literatura, asumieron el deber de conocer la sensibilidad femenina, o lo que es lo mismo, se interesaron verdaderamente por la mujer como ser real, sin hacer de ella un muñeco más o menos tosco, sólo susceptible de ser utilizado para el regodeo o el desahogo, o como chivo expiatorio con el que dar salida a bajas pasiones y frustraciones masculinas diversas. Y no creo que ninguno de ellos se avergonzara de su interés por lo femenino, porque acercarse a ese otro lado de la frontera entre los sexos es tanto como ensanchar el territorio de la imaginación y de la inteligencia, que son la primera materia del arte.

Pero es el momento de regresar a la literatura femenina. Y quizá nada mejor que hacerlo con una interrogación.