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– ¿A qué viene este zafio escándalo, mi lord? -inquirió Betriz, con voz fría-. Es improcedente e inoportuno.

Los labios de de Jironal hendieron su barba; saltaba a la vista que estaba confuso. Al cabo, cerró la boca chasqueando los dientes.

– Entonces, ¿dónde está la rósea? Debo ver a la rósea.

– Está durmiendo, por primera vez en días. No consentiré que se la moleste. Ya tendrá que cambiar los sueños por pesadillas dentro de poco.

Las aletas de su nariz dejaron paso a un bufido de hostilidad.

De Jironal enderezó la espalda; inhaló con un siseo.

– ¿Queréis despertarla? ¿Podéis despertarla?

Santos dioses. Iselle, ¿habrá…? Pero antes de que este nuevo pánico atenazara la garganta de Cazaril, apareció Iselle en persona, se abrió paso entre sus damas y entró en la antecámara, serena, para encararse con de Jironal.

– No estoy dormida. ¿Qué queréis, mi lord?

Sus ojos se fijaron en su hermano Orico, a un lado del gentío, y lo ignoró con desprecio, concentrándose en de Jironal. El cansancio tensaba su ceño. No cabía duda de que comprendía cuál era el poder que la obligaba a contraer aquel matrimonio indeseado.

De Jironal miró a todas las mujeres, de una en una, indiscutiblemente vivas ante él. Giró en redondo y volvió a mirar a Cazaril, que parpadeaba mirando a su vez a Iselle. Un aura centellaba en torno a ella, como ocurriera con Orico, pero la suya era más confusa, una vorágine de negras tinieblas y luminosidad azul pálido, como la aurora que había presenciado una vez en el firmamento nocturno del lejano sur.

– Sea quien sea -masculló de Jironal-. Donde quiera que sea. Encontraré el cadáver del sucio cobarde aunque tenga que rastrear toda Chalion.

– ¿Y luego qué? -inquirió Orico, frotándose los mofletes sin afeitar-. ¿Lo ahorcaréis? -Respondió con una irónica ceja arqueada a la fulminante mirada de de Jironal, que se alejó de allí con paso furibundo. Cazaril se hizo a un lado para que lo siguiera su séquito, alternando la mirada discretamente entre Orico e Iselle, comparando las dos… ¿alucinaciones? Ningún otro de los presentes palpitaba de ese modo. A lo mejor estoy enfermo. A lo mejor me he vuelto loco .

– Cazaril -dijo Iselle, con urgencia y desconcierto en la voz en cuanto los hombres hubieron traspuesto la puerta exterior. Nan se apresuró a cerrarla tras los invasores-, ¿qué ha sucedido?

– Alguien ha asesinado anoche a Dondo de Jironal. Magia de la muerte.

Iselle entreabrió los labios, y juntó las manos igual que una niña a la que acabaran de concederle lo que más ansiaba en el mundo.

– ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh, ésta sí que es una buena noticia! Oh, gracias a la Dama, gracias al Bastardo… Tengo que enviar una ofrenda a su altar… oh, Cazaril, ¿quién…?

Ante la mirada de conjetura que lanzó Betriz en su dirección, Cazaril torció el gesto.

– Yo no. Evidentemente. -Aunque no será porque no lo he intentado .

– ¿Has…? -comenzó Betriz, antes de apretar los labios. El rictus de Cazaril se suavizó en señal de aprecio por su delicadeza al no preguntar, en voz alta y ante dos testigos, si había planeado perpetrar un crimen capital. Apenas si hacía falta que hablara; los ojos de la muchacha llameaban de especulación.

Iselle paseó adelante y atrás, conteniéndose para no dar saltos de alivio.

– Creo que lo sentí -dijo, con voz maravillada-. Por lo menos, sentí algo… a medianoche, ¿alrededor de medianoche, dices? -Nadie había dicho nada parecido en esa sala-. Un sosiego en mi corazón, como si una parte de mí supiera que mis plegarias habían sido escuchadas. Pero no esperaba esto . Había rogado a la Dama mi muerte… -Hizo una pausa, y se llevó la mano a su blanca frente despejada-. O lo que Ella quisiera. -Habló más despacio-: Cazaril… ¿he…? ¿Podría haber hecho yo esto? ¿Me ha respondido la diosa?

– No… no lo sé, rósea. Rezasteis a la Dama de la Primavera, ¿no es así?

– Sí, y a Su Madre del Verano, a ambas. Pero sobre todo a la Primavera.

– Las Grandes Damas conceden milagros de vida, y de curación. No de muerte. -Generalmente. Y todos los milagros eran raros y caprichosos. Dioses. ¿Quién conocía sus límites, sus propósitos?

– No parecía muerte -confesó Iselle-. Pero me sentí aliviada. Comí algo y no vomité, y dormí un rato.

Nan de Vrit lo confirmó con un asentimiento de cabeza.

– Y yo me alegré, mi lady.

Cazaril inhaló hondo.

– Bueno, de Jironal resolverá el misterio por nosotros, estoy seguro. Buscará a todas las personas que murieran anoche en Cardegoss, en toda Chalion, sin duda, hasta dar con el asesino de su hermano.

– Bendita sea la pobre alma que ha frustrado sus viles planes. -Iselle se tocó la frente, el labio, el ombligo, la ingle y el corazón, con los cinco dedos abiertos-. Y a tan alto precio. Que los demonios del Bastardo le concedan la piedad que conozcan.

– Amén -dijo Cazaril-. Esperemos que de Jironal no encuentre camaradas cercanos ni parientes sobre los que descargar su venganza.

Se sujetó el estómago con ambas manos, intentando contener los calambres.

Betriz se acercó a él y lo miró a la cara, a punto de levantar la mano hacia él, aunque al final la retiró, vacilante.

– Lord Caz, tenéis mal aspecto. Vuestra piel tiene el color de las gachas de avena.

– Me siento… mal. Algo que comí. -Inhaló-. Así que preparémonos para celebrar, no una boda sombría, sino un funeral jubiloso. Espero que vosotras dos, señoritas, sepáis reprimir vuestro alborozo en público.

Nan de Vrit soltó un bufido. Iselle le indicó que guardara silencio, y dijo firmemente:

– Solemne piedad, te lo prometo. Sólo los dioses sabrán que en mi corazón habita la dicha y no el pesar.

Cazaril asintió, y se frotó el cuello dolorido.

– Por lo general, las víctimas de la magia de la muerte son quemadas antes de que caiga la noche, para impedir, según dicen los divinos, que entren en el cuerpo seres sobrenaturales. Aparentemente, las muertes de este tipo los invitan. Será un funeral terriblemente apresurado para tan alto señor. Tendrán que reunirse antes de que anochezca.

El chispeante halo de Iselle casi le provocaba nauseas. Tragó saliva, y apartó la vista de ella.

– Así pues, Cazaril -dijo Betriz-, por piedad os ruego que vayáis a echaros hasta entonces. Estamos a salvo, inesperadamente. Ya no es necesario que hagáis nada más.

Le cogió las manos frías, se las sujetó brevemente, y sonrió con una mezcla de ironía y preocupación. Cazaril consiguió devolverle una tenue sonrisa, antes de retirarse.

Se arrastró hasta la cama. Llevaba allí tumbado quizá una hora, desconcertado y temblando todavía, cuando se abrió su puerta y entró Betriz de puntillas para comprobar cómo se encontraba. Le puso una mano en la frente pegajosa.

– Temía que acusaras fiebre, pero estás helado.

– He, um… he debido de coger frío, sí. Habré tirado las mantas por la noche.

Betriz le tocó el hombro.

– Tienes la ropa empapada. -Entornó los ojos-. ¿Cuándo comiste por última vez?

Cazaril no lograba recordarlo.

– Ayer por la mañana. Me parece.

– Ya veo. -Lo miró con el ceño fruncido otro momento, antes de marcharse.

Diez minutos después, llegaba una doncella con una batea cargada de carbones calientes y una manta de plumas; minutos más tarde, un criado con una tina de agua caliente y firmes instrucciones de ocuparse de que se bañara y volviera a la cama tras ponerse un camisón seco. Esto, en un castillo enloquecido con el desbaratamiento de cada dama y cada cortesano intentando prepararse a la vez para una aparición pública no planificada de suma formalidad. Cazaril no hizo preguntas. El sirviente acababa de envolverlo en el cálido y seco sobre de sus mantas cuando reapareció Betriz con un tazón en una bandeja. Dejó la puerta abierta y se sentó al filo de la cama.

– Tómate esto.

Era pan mojado en leche humeante, azucarada con miel. Aceptó la primera cucharada, entre divertido y sorprendido, pero luego se incorporó sobre las almohadas.

– No estoy tan enfermo. -En un intento por recuperar su dignidad, cogió el tazón de manos de Betriz, que no objetó nada, siempre y cuando él siguiera comiendo. Descubrió que estaba famélico. Para cuando hubo dado cuenta del plato, había dejado de temblar.

Betriz sonrió, satisfecha.

– Ya tenéis mucho mejor color. Bien.

– ¿Cómo está la rósea?

– Muchísimo mejor. Se siente… abrumada, iba a decir, pero no me refiero a que esté desconsolada. Se siente liberada, como cuando te quitan un gran peso de encima. Da gusto verla ahora.

– Sí. Lo comprendo.

Betriz asintió.

– Ahora está descansando, hasta que llegue la hora de vestirse. -Retiró el tazón vacío, y bajó la voz-. Cazaril, ¿qué hiciste anoche?

– Nada. Evidentemente.

Los labios de Betriz se tensaron de exasperación. Pero ¿de qué serviría cargarla ahora con el peso de su secreto? Quizá la confesión aliviara su alma, pero pondría la de ella en peligro ante cualquier investigación en la que tuviera que declarar bajo juramento.

– Lord de Rinal dice que anoche pagasteis a un paje para que os buscara una rata. Ésa fue la noticia que envió al canciller de Jironal como un rayo a vuestro dormitorio, me lo ha dicho de Rinal en persona. El paje dice que afirmaste que te la querías cenar.

– Bueno, así es. Comerse una rata no es ningún delito. Era un pequeño festín conmemorativo, en recuerdo del asedio de Gotorget.

– ¿Oh? Pero si acabas de decir que no probabas bocado desde ayer por la mañana. -Vaciló, con la ansiedad reflejada en los ojos-. La criada también ha dicho que esta mañana había sangre en tu bacín cuando lo cambió.

– ¡Demonios del Bastardo! -Cazaril, que se había arrebujado en sus mantas, se enderezó de nuevo-. ¿Es que no hay nada sagrado en este castillo? ¿Es que un hombre ni siquiera puede confiar ya en la confidencialidad del contenido de su bacín?

Betriz levantó una mano.

– Lord Caz, no bromees. ¿Cuán enfermo estás?

– Me dolía la barriga. Ya me siento mejor. Algo pasajero. Por así decirlo. -Hizo una mueca, y decidió no mencionar las alucinaciones-. La sangre del bacín pertenecía a la rata, claro. Y el dolor de tripa es lo que me merezco, por comer porquerías. ¿Eh?

– Es una buena historia -dijo Betriz, despacio-. Se sostiene.

– Ya lo ves.

– Pero Caz… la gente va a pensar que eres raro .