Reiko gritó y le rajó la cara a la dama Miyagi con el cuchillo. La mujer del daimio aulló. Sano le arrancó el arma de las manos. Al mismo tiempo, ella dio una sacudida y lo dejó libre. Entonces Reiko le asestó un tremendo empujón. Como una acróbata en un número callejero, la dama Miyagi salió disparada con los tobillos sobre la cabeza. Dando salvajes zarpazos hacia Reiko, voló por el aire sobre el precipicio y pareció quedarse allí suspendida durante un momento. Sano se arrojó encima de Reiko para sujetarla. Entonces la dama Miyagi desapareció de su vista precipicio abajo. La siguió un agudo chillido. Se oyeron golpes cada vez más lejanos a medida que su cuerpo topaba con las rocas. Después, el silencio.
Sano ayudó a Reiko a ponerse de pie. Contemplaron el abismo abrazados con fuerza. La luna resplandecía débilmente sobre las vestiduras de la dama Miyagi. Estaba inmóvil.
Hirata corrió hacia ellos con la lanza del teniente Kushida y su propia espada en las manos. Sangraba de cortes en las manos, los brazos y la cara.
– Kushida está herido, pero sobrevivirá. ¿Qué ha pasado aquí? ¿Estáis bien?
Sano se lo explicó. De repente él, Reiko e Hirata estaban enlazados en un fortísimo abrazo, con las caras pegadas. Los sacudió una catarsis de llanto. Cuando su sangre y sus lágrimas se entremezclaron, Sano experimentó una satisfacción más profunda que la que jamás había sentido tras la resolución de un caso. Su mujer estaba a salvo y su camarada más querido había recobrado el honor. Todos habían desempeñado un papel crucial en la investigación. Su victoria compartida era infinitamente más dulce que las hazañas en solitario de su pasado.
– Despertemos a nuestros hombres y volvamos a casa -dijo, mientras se enjugaba las lágrimas de las mejillas. Todavía abrazados, con Sano en el centro, emprendieron el camino colina abajo.