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Se obligó a mirar más allá de la daga de la dama Miyagi, que estaba de rodillas sobre ella, con la cara tan cerca de la suya que Reiko distinguía los bordes mellados de sus dientes rotos y las venas rojas que inyectaban en sangre sus ojos cargados de odio.

– Por favor, no me hagáis daño. -A pesar de sus esfuerzos por sonar valiente, la voz de Reiko brotó en un susurro lloroso-. No le diré a nadie lo que hicisteis, lo prometo.

El caballero Miyagi lloraba.

– ¿Ves?, quiere cooperar. Suéltala. Podemos irnos todos a casa y olvidarnos de lo sucedido.

– No creas sus mentiras, queridísimo primo. -La ternura suavizó por un momento la voz de la dama Miyagi al dirigirse a su marido-. Confía en mí, que yo me encargo de todo, como siempre.

Indinó el cuchillo hacia abajo, hasta tenerlo sobre la garganta de Reiko.

– Por favor, suéltala. Tengo miedo -gimió el daimio. O bien su fascinación por la muerte había sido una pose, o no había presenciado nunca el espectáculo de la violencia real-. No quiero problemas.

– Le he dicho a mi marido adónde iba -dijo Reiko, desesperada por echar mano de su arma inaccesible-. Tal vez os libréis de haber matado a Harume y a Choyei, pero conmigo no os resultará tan fácil.

La dama Miyagi soltó una carcajada.

– Ah, pero si no pienso mataros, dama Sano. -Se apartó a un lado de Reiko sin retirar el cuchillo-. Vos lo haréis por mí.

Se enrolló un grueso mechón del pelo de Reiko en la mano libre y se puso en pie. Reiko sintió el tirón hacia arriba y gritó por el dolor que se extendía por todo su cuero cabelludo. Se puso de pie, tambaleándose. La dama Miyagi la tenía bien sujeta; el cuchillo le raspaba la garganta.

– Estabais tan fascinada por la luna -dijo la esposa del daimio-, que decidisteis dar un paseo por el precipicio. Jadeando, obligó a Reiko a avanzar por encima de la comida y los poemas, por delante del encogido caballero Miyagi-. Tropezasteis y caísteis a vuestra muerte.

– ¡No! -Un nuevo horror debilitó a Reiko-. Mi marido nunca se lo creerá.

– Oh, sí que se lo creerá. -La voz de la dama Miyagi reflejaba una implacable determinación. Empujó a Reiko por los escalones del pabellón y salieron a la inmensa noche batida por el viento-. Es una tragedia, pero estas cosas pasan. ¡Moveos!