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Sano cubrió el cuerpo de Harume con la mortaja, se puso de pie y se apartó el pañuelo de la cara; sus acompañantes lo imitaron. Recordaba la epidemia y temía una repetición más desastrosa si cabe allí, en el corazón del gobierno de Japón. Pero, a raíz de sus observaciones, se le ocurría una alternativa no menos inquietante.

– ¿Había mostrado antes la dama Harume algún indicio de enfermedad? -preguntó al doctor Kitano.

– Ayer yo mismo me encargué de su reconocimiento mensual, como hago con todas las concubinas. Harume estaba sana como una manzana.

A medida que el miedo de Sano a una epidemia se desvanecía, se abría paso una terrible inquietud.

– ¿Ha caído enferma alguna otra mujer?

– Todavía no las he examinado a todas, pero la funcionaria mayor me ha dicho que, aunque están alteradas, no presentan ningún problema físico.

– Ya veo. -Aunque se trataba de la primera visita de Sano al Interior Grande, sabía de sus condiciones de abarrotamiento-. ¿Las mujeres viven, duermen y se bañan juntas, comen la misma comida y beben de la misma agua? ¿Y ellas y el personal están en contacto constante las unas con las otras?

– Así es, sosakan-sama -afirmó el médico.

– Pero ninguna comparte los síntomas de la dama Harume. -Sano intercambió una mirada con Hirata que, consternado, daba señales de empezar a entender-. Doctor Kitano, creo que debemos tener en cuenta la posibilidad de que la envenenaran.

La expresión de preocupación del doctor se trocó por una de horror.

– ¡Baje la voz, se lo suplico! -exclamó, aunque Sano había hablado en tono quedo. Después de un furtivo vistazo al pasillo, susurró-: En los tiempos que corren, el veneno es a menudo una posibilidad en caso de muerte repentina e inexplicable. -Sano sabía que en tiempos de paz la gente solía utilizarlo para atacar a sus enemigos sin declarar una guerra abierta-. Pero ¿sois consciente de los peligros que entraña una afirmación como ésa?

Lo era. La noticia de un envenenamiento -verdadero o supuesto- crearía un clima de suspicacia no menos pernicioso que una epidemia. Las legendarias hostilidades del Interior Grande experimentarían una escalada y podrían llegar a adoptar un cariz violento. Ya había sucedido en el pasado. Poco antes de la llegada de Sano al castillo, dos concubinas habían acabado una discusión con una pelea en la que la ganadora apuñaló a la vencida con un pasador del pelo. Hacía once años, una sirvienta había estrangulado a una funcionaria de palacio en la bañera. El pánico se extendería al resto del castillo, intensificaría las rivalidades y provocaría duelos mortales entre funcionarios samurái y soldados.

¿Y qué pasaría si el sogún, siempre susceptible a los desafíos a su autoridad, veía el asesinato de una concubina como un ataque a su persona? Sano preveía una purga sangrienta de culpables potenciales. En busca de una posible conspiración, el bakufu -el gobierno militar de Japón- investigaría a todos los funcionarios, desde el Consejo de Ancianos hasta los más humildes oficinistas; a todos los sirvientes, a todos los daimio -señores provinciales- y sus criados, incluso a los modestísimos ronin. Los sedientos de poder tratarían de escalar posiciones poniendo en entredicho a sus rivales. Se amañarían pruebas, circularían rumores y se calumniarían comportamientos hasta que se ejecutara a uno o muchos «criminales»…

– No tenemos pruebas de que asesinaran a la dama Harume -dijo el doctor Kitano.

Al ver lo pálido que estaba, Sano adivinó que, como médico mayor y entendido en fármacos, temía ser el principal sospechoso en un crimen que comportara veneno. El tampoco quería someterse al riguroso examen del bakufu, puesto que tenía un poderoso enemigo que ansiaba su ruina: el chambelán Yanagisawa. Ahora tenía esposa y familia política, vulnerables también a los ataques. En Nagasaki había aprendido las nefastas consecuencias de ceder a la curiosidad investigando asuntos delicados…

Aun así, como siempre que empezaba una investigación, Sano entraba en un terreno donde las cuestiones elevadas pesaban más que las personales y prácticas. El deber, la lealtad y el valor eran las virtudes cardinales del bushido -el camino del guerrero-, fundamento del honor de un samurái. Pero el particular concepto del honor de Sano incluía una cuarta piedra angular no menos importante: la búsqueda de la verdad y la justicia, lo que daba sentido a su vida. A pesar de los riesgos, tenía que saber cómo y por qué había muerto la dama Harume.

Además, si la habían asesinado y no se emprendían acciones al respecto, podrían producirse más muertes. En esta ocasión sus deseos personales coincidían con los intereses de seguridad y de paz en el castillo, para bien o para mal.

– Estoy de acuerdo en que aún es pronto para descartar la enfermedad -concedió Sano-. Todavía existe la posibilidad de una epidemia. Concluid vuestro examen a las mujeres, mantenedlas en cuarentena e informadme de inmediato de cualquier caso de muerte o enfermedad. Y haced el favor de encargaros de que alguien se lleve el cuerpo de la dama Harume al depósito de cadáveres de Edo.

– ¿Al depósito de cadáveres? -masculló el doctor-. Pero, sosakan-sama, los habitantes del castillo de alto rango no van allí cuando mueren; los enviamos al templo de Zojo para que los incineren. A buen seguro que ya lo sabéis. Además, aún no podemos retirar el cuerpo de la dama Harume. Hay que redactar un informe que dé fe de las circunstancias de su muerte. Los sacerdotes han de preparar el cuerpo para el funeral, y sus compañeras tienen que velarla durante una noche. Es lo que se hace siempre.

En el transcurso de aquellos rituales el cadáver se deterioraría, y era posible que se perdieran pruebas.

– Encargaos de que lleven a la dama Harume al depósito de cadáveres -repitió Sano-. Es una orden.

Poco deseoso de aclarar por qué quería que llevaran a la concubina al sitio adonde iban a parar los plebeyos y forajidos muertos y las víctimas de grandes catástrofes como inundaciones o terremotos, Sano sabía que una demostración de autoridad a menudo obtenía mejores resultados que una explicación.

El doctor salió, y Sano e Hirata inspeccionaron la habitación.

– ¿La fuente del veneno? -preguntó Hirata, señalando un punto del suelo cercano al cadáver amortajado. Dos finos cuencos de porcelana descansaban sobre el tatami; su contenido había oscurecido la estera al derramarse-. A lo mejor estaba con alguien que le puso el veneno en la bebida.

Sano cogió de la mesa una botella a juego con los cuencos, miró en el interior y vio que quedaba algo de liquido.

– Nos la llevaremos como prueba, y los cuencos, también -dijo-. Pero existe más de una manera de administrar un veneno. Tal vez lo inhaló. -Sano recogió las lámparas y los incensarios-. ¿Y qué piensas del tatuaje?

– El carácter ai . «Amor.» -dijo Hirata con una mueca de asco-. Las cortesanas de Yoshiwara se señalan de este modo como muestra de amor a sus clientes, aunque todos saben que en realidad lo hacen para sacarles más dinero. Pero tenía la impresión de que las concubinas del sogún eran demasiado elegantes y refinadas para rebajarse a una costumbre tan ordinaria.¿Creéis que el tatuaje puede tener algo que ver con la muerte de la dama Harume?

– Quizá. -Sano contempló la navaja, el cuchillo con la punta ensangrentada y el vello pubiano del suelo-. Parece que acababa de terminar el tatuaje cuando murió.

Recogió los utensilios, descubrió el tintero en una esquina y lo colocó con el resto de los objetos. Acto seguido, registraron la habitación.

Los armarios y cofres contenían edredones y futones doblados, quimonos y fajas, artículos de tocador, adornos para el pelo, maquillaje, un samisén y un pincel y una piedra de tinta, la miscelánea vital de las mujeres; pero no había comida ni bebida, ni nada que tuviese aspecto de sustancia venenosa. Envuelto en un quimono interior blanco, Sano encontró un libro del tamaño de su mano, encuadernado en seda impresa con un motivo de tréboles de color verde pálido entrelazados sobre un fondo malva, y atado con un cordón dorado. Hojeó las páginas de suave papel de arroz, cubiertas de minúsculos caracteres de caligrafía femenina. En la primera página estaba escrito: «Diario íntimo de la dama Harume.»

– ¿Un diario? -inquirió Hirata.

– Eso parece.

Desde el reinado de los emperadores Heian, hacía quinientos años, a menudo las damas de la corte ponían por escrito sus experiencias y pensamientos en libros de ese tipo. Sano se metió el diario bajo la faja para examinarlo más adelante y le dijo a Hirata con voz calma:

– Llevaré al depósito el sake, el aceite de la lámpara, el incienso, los utensilios y la tinta para que el doctor Ito los analice; a lo mejor es capaz de identificar el veneno, si es que lo hay. -Envolvió con cuidado los artículos en la prenda que había contenido el diario-. Mientras esté ausente, haz el favor de supervisar el traslado del cuerpo de la dama Harume; asegúrate de que nadie toque nada.

Sano oía los murmullos de los sacerdotes en el exterior de la habitación y el parloteo y el llanto de las mujeres en los aposentos vecinos. Bajó aún más la voz.

– Por ahora, la causa oficial de la muerte es la enfermedad, y existe todavía la posibilidad de una epidemia. Haz que nuestros hombres difundan la noticia entre los habitantes del castillo y ordénales que se queden en sus dependencias o en sus puestos hasta que pase el peligro. -Durante el último año el número de subordinados personales de Sano había aumentado hasta alcanzar un centenar entre detectives, soldados y oficinistas, los suficientes para dar cuenta de aquel asunto-. Así evitaremos que se extiendan los rumores.

– Si la dama Harume murió de una enfermedad contagiosa -asintió Hirata-, tendremos que saber lo que hizo, dónde fue y a quién vio justo antes de morir, de modo que podamos rastrear la enfermedad y poner en cuarentena a aquellos con quienes entró en contacto. Concertaré una cita con la funcionaria mayor de palacio y con la honorable madre de su excelencia.

La esposa del sogún era una inválida que estaba recluida en la cama, por cuya intimidad y salud velaban unos pocos médicos y asistentes de confianza. En consecuencia, la madre de Tokugawa Tsunayoshi, la dama Keisho-in, era su constante compañera y frecuente asesora y quien gobernaba el Interior Grande.

– Pero, si fue un asesinato -prosiguió Hirata-, necesitaremos información sobre las relaciones de la dama Harume con la gente que la rodeaba. Haré discretas averiguaciones.

– Bien.