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Las dependencias de las mujeres del castillo de Edo ocupaban una recogida sección interna del cuerpo central del palacio conocida como Interior Grande. La ruta de acceso llevó a Sano y a Hirata por las áreas externas y públicas del palacio: salones de audiencias, oficinas gubernamentales y salas de conferencias, conectadas por una enrevesada red de pasillos. Un silencio ominoso había caído sobre el habitual bullicio del castillo. Los funcionarios se apiñaban en grupos de los que surgían inquietos murmullos a medida que se extendía la noticia de la sorprendente muerte de la concubina. Guardias armados patrullaban los pasillos en previsión de más disturbios. La gran burocracia Tokugawa se había frenado en seco. A la vista de las graves repercusiones que podría tener para la nación una epidemia en la capital de Japón, Sano esperaba que la enfermedad de la dama Harume se revelase como un incidente aislado.
Una descomunal puerta de roble decorada con herrajes de hierro y grabados florales sellaba la entrada a las dependencias de las mujeres: hogar de la madre, de la esposa y de las concubinas del sogún; de sus criadas, cocineras de palacio, doncellas y otras sirvientas femeninas. Dos centinelas custodiaban la puerta.
– Venimos por orden de su excelencia para investigar la muerte de la dama Harume -dijo Sano. Hirata y él se identificaron.
Los centinelas hicieron una reverencia y abrieron la puerta, que conducía a un estrecho pasillo iluminado por faroles. La puerta se cerró detrás de ellos con un leve chasquido reverberante.
– Nunca había estado aquí -anunció Hirata con voz queda y sobrecogida-. ¿Y vos?
– Nunca -respondió Sano; en su interior se agitaba una mezcla de interés e inquietud.
– ¿Conocéis a alguien que viva en el Interior Grande?
En su calidad de sosakan del sogún, Sano disponía de acceso libre a la mayor parte del castillo. Conocía bien sus pasajes y jardines cerrados, la torre, la capilla de los ancestros, el campo de entrenamiento de artes marciales, el bosque donde cazaba la nobleza, las dependencias funcionariales donde vivía, la sección externa del palacio e incluso los aposentos privados del sogún. Pero las dependencias de las mujeres estaban vedadas para todos los hombres con excepción de unos pocos guardias, médicos y funcionarios cuidadosamente escogidos. Entre ellos no se contaba Sano.
– Conozco de vista a algunas de las doncellas y a funcionarias de poco rango -dijo-, y una vez dirigí una escolta militar que acompañó a la madre y a las concubinas del sogún en un peregrinaje al templo de Zojo. Pero nunca he tenido un contacto directo con nadie que viva aquí.
Sano experimentó una sensación de desconcierto al adentrarse en territorio desconocido.
– Bueno, empecemos -dijo, cargando su voz de confianza al recordar el aplazamiento de sus festividades nupciales. ¿Cuánto tiempo haría falta para que Reiko y él pudiesen estar juntos? Se puso en camino por el pasillo, resistiéndose a la tentación de andar de puntillas.
El encerado suelo de ciprés relucía y reflejaba vagamente las imágenes distorsionadas de Sano e Hirata. El artesonado del techo estaba adornado con flores pintadas. Las habitaciones desocupadas estaban repletas de cofres, armarios y biombos laqueados, braseros de carbón, espejos, ropas desperdigadas y tocadores atestados de peines, pasadores y frascos. Las paredes interiores estaban cubiertas de murales dorados. En los baños abandonados humeaban las tinas redondas de madera. El pasillo estaba desierto, pero, tras las celosías de madera y las paredes de papel, se agitaba un sinfín de figuras imprecisas. Al paso de Sano e Hirata, las puertas se entornaban y de ellas asomaban ojos asustados. En algún lugar sonaba la melodía melancólica de un samisén. Un agudo murmullo de voces femeninas flotaba en el aire, que parecía más cálido y olía diferente que en el resto del palacio, endulzado por el aroma de las esencias y los ungüentos perfumados. A Sano le parecía detectar también los olores más sutiles de los cuerpos de las mujeres: ¿sudor, secreciones sexuales, sangre?
En aquella poblada colmena, las mismas paredes parecían expandirse y contraerse con aliento femenino. A Sano le habían llegado rumores de ciertos entretenimientos extravagantes que se celebraban allí, de intrigas secretas y fugas. Pero ¿qué experiencia práctica podía aportar él a un misterioso caso de enfermedad mortal en aquel santuario privado? Miró a Hirata.
La cara ancha e infantil del vasallo revelaba un aire de determinación agitada. Caminaba con timidez, con los hombros encorvados, plantando un pie delante del otro con exagerada atención, como si temiese hacer ruido u ocupar demasiado espacio. Pese a su propia incomodidad, Sano sonrió; los dos andaban perdidos allí.
Hubo un tiempo en que Sano, hijo de un ronin -un samurái sin maestro-, se ganaba la vida como instructor en la academia de artes marciales de su padre y como tutor de jóvenes que estudiaban historia en sus ratos libres. Los contactos de su familia le habían garantizado el cargo de comandante de policía. Había resuelto su primer caso de asesinato y le había salvado la vida al sogún, lo cual le había llevado a su actual posición.
Hirata tenía veintiún años, y su padre había sido doshin , un simple policía de Edo, de los encargados de las patrullas. Él había heredado este cargo a los quince años y había mantenido el orden en las calles de la ciudad hasta pasar a ser el vasallo mayor de Sano, un año y medio atrás cuando habían investigado el famoso caso del asesinato de los Bundori. Sus orígenes humildes, inclinaciones personales y experiencia les eran de poca ayuda para la tarea que tenían entre manos, si bien, como se recordó Sano, habían salido airosos de otras situaciones difíciles.
– ¿Qué haremos primero? -preguntó Hirata. Su tono cauto era un eco de los recelos de Sano.
– Encontrar a alguien que nos lleve al lugar de la muerte de la dama Harume.
Pero no fue necesario. Un gran alboroto los atrajo hacia las profundidades del sombrío laberinto de habitaciones ocupadas por incontables mujeres invisibles que susurraban y sollozaban tras las puertas cerradas. Se cruzaron con médicos de azules ropajes que correteaban con sus cofres de medicinas a cuestas; les seguían las sirvientas con bandejas de té y remedios de hierbas. Se oían voces que cantaban o gritaban; repiquetear de campanas, tañer de tambores y crujir de papeles. En los pasillos flotaba el olor dulce y alquitranado del incienso. Sano e Hirata localizaron con facilidad el centro del ajetreo, una pequeña cámara al final del pasillo. Entraron.
En el interior, cinco monjes budistas de túnica azafrán tañían campanas, entonaban plegarias, tocaban tambores y agitaban bastones con tiras de papel para ahuyentar a los espíritus de la enfermedad. Las doncellas echaban sal en el alféizar de las ventanas y alrededor de la estancia para purificar unos limites que la contaminación de la muerte no pudiera atravesar. Dos funcionarias de palacio de mediana edad, ataviadas con los ropajes grises característicos de su cargo, ondeaban incensarios. A través de aquella neblina asfixiante, Sano a duras penas podía ver el cuerpo amortajado que yacía en el suelo.
– Por favor, esperad fuera un momento -les dijo a los monjes, a las doncellas y a las funcionarias. Lo obedecieron, y entonces se dirigió a Hirata-: Ve a buscar al médico mayor.
Después abrió la ventana para que entrase la luz del sol y se despejara el humo. Sacó un pañuelo doblado de debajo de la faja y se cubrió la nariz y la boca. Tras envolverse la mano con el extremo de la faja para protegerse de la enfermedad física y la contaminación espiritual, se acuclilló junto al cuerpo y retiró la mortaja blanca.
El cadáver correspondía a una mujer joven, maciza y robusta de cuerpo, con las faldas separadas de forma que quedaban a la vista sus caderas y las piernas desnudas. La tersa piel y los rasgos redondeados de su óvalo facial pudieran haber sido bellos en alguna ocasión, pero en ese momento estaban cubiertos de la sangre y el vómito que manchaban también su quimono rojo de seda y el tatami sobre el que yacía. Sano tragó saliva con dificultad. Por la mañana había estado demasiado nervioso para comer; en ese momento, la sensación de náusea con el estómago vacío era casi abrumadora. Sacudió la cabeza, apiadado. La dama Harume había muerto en la flor de la vida. De pronto, al darse cuenta del extraño estado del cadáver, frunció el entrecejo.
Su cuerpo presentaba la rigidez propia de alguien que llevara muerto muchas horas, en lugar de minutos: la columna arqueada, los puños apretados, los brazos y las piernas extendidos y rígidos, y las mandíbulas en tensión. Con la mano cubierta, Sano le palpó el brazo. Estaba duro al tacto, y no cedía, con los músculos congelados en un espasmo permanente. Y los ojos desorbitados de Harume parecían demasiado oscuros. Al acercarse más, Sano observó que las pupilas estaban dilatadas al máximo. Su pubis rasurado presentaba lo que parecía ser un símbolo recién tatuado, aún enrojecido e hinchado en torno a las incisiones entintadas: el carácter ai .
Al oír pasos por el corredor, Sano alzó la cabeza a tiempo de ver entrar en la habitación a Hirata y al médico del castillo. Se agacharon a su lado con pañuelos sobre la boca y la nariz para inspeccionar el cadáver.
– ¿De qué enfermedad se trata, doctor Kitano? -preguntó Sano a través de su propio pañuelo, que ya estaba húmedo de saliva.
El médico sacudió la cabeza. Tenía la cara surcada de arrugas y el pelo, ralo y gris, recogido en la nuca.
– No lo sé. Soy médico desde hace treinta años pero jamás había visto u oído algo semejante. El súbito arranque, el delirio violento y las convulsiones, las pupilas dilatadas, el fulminante fallecimiento… Para mí es un misterio; no conozco remedio que lo cure. Que los dioses nos asistan si se extiende esta enfermedad.
– Durante mi primer año en la policía -dijo Hirata-, una fiebre mató a trescientas personas en Nihonbashi. No con estos síntomas, ni tan rápido, pero causó graves problemas. Las tiendas quedaron abandonadas porque los dueños habían muerto o huido a las colinas. Se declararon incendios porque la gente encendía velas e incienso para purificar sus casas y mantener alejado al demonio de la fiebre. Las calles estaban llenas de cadáveres porque no daban abasto para retirarlos. El humo de tantos funerales formó un nubarrón negro que flotaba sobre la ciudad.