El mensaje

La verdad sea dicha: cada vez entiendo menos a la gente. Ahí está mi primo Severiano: ocho años largos hacía que no nos veíamos -nada menos que ocho años-; llego a su casa, y aquella única noche que, al cabo de tantísimo tiempo, íbamos a pasar juntos, la emplea el muy majadero -¿en qué?- ¡pues en contarme la historia del manuscrito!, una historia sin pies ni cabeza que hubiera debido hacerme dormir y roncar, pero que terminó por desvelarme. Y es que estos pueblerinos atiborran de estopa el vacío de su existencia rutinaria, convirtiendo en acontecimiento cualquier nimiedad, sin el menor-sentido de las proporciones. La visita de su primo, con quien él se había criado, y en cuya vida y milagros tanta cosa de interés hubiera podido hallar, no era nada a sus ojos, parece, en comparación de la bobada increíble que había tenido preocupado al pueblo entero, y a Severiano en primer término, durante meses y años. Me convencí entonces de que ya no restaba nada de común entre nosotros: mi primo se había quedado empantanado ahí, resignado y, conforme. ¡Quién lo hubiera dicho veinte años atrás, o veinticinco, cuando Severiano era todavía Severiano, cuando aún no estaba atrapado tan sin remedio en la ratonera de aquel almacén de herramientas agrícolas donde ha de consumir sus días -aurea mediocritas!-, envejeciendo junto a sus dos hermanas (hebras de plata: la plata de la vejez y el oro de la mediocridad), cuando soñaba con largos, fastuosos viajes, negocios colosales!… Sí, negocios sí que los ha hecho entretanto, aunque no colosales ni mucho menos; pero ¡lo que es viajes!… No, no ha tenido que molestarse en viajar: los negocios vinieron siempre a buscarlo ahí, a su ratonera, al almacén, sin que él necesitara mover un dedo. En cambio, los viajes se han quedado para mí. ¡Menuda diversión: viajante!

– Parece mentira, hombre -me había dicho aquella noche-, tú que tanto viajas, parece mentira que en ocho años no se te haya ocurrido venir a pasar unos días con nosotros. Y para colmo, llegas hoy, y te quieres ir mañana.

¡Que yo viajo mucho: vaya una razón!

– Pues precisamente por eso -le contesté- eres tú quien debiera haberse movilizado… Haber ido a verme en Madrid, o en Barcelona… Te hubieras limpiado el moho de este pueblo aburrido, y me hubieras proporcionado con ello el gustazo de enseñarte…

– No creas -me interrumpió él-, no creas que no lo he pensado a veces. Pensaba: "Le escribo al primo Roque una carta, o le pongo un telegrama diciendo: "¡Allá voy!", o hasta me presento sin previo aviso…" Más de una vez lo he pensado; pero ¿cómo? Date cuenta, Roquete -él siempre me ha obsequiado con este diminutivo, o más bien ridículo mote, que, desde niño, tanto me encocoraba-, date cuenta: yo no puedo dejar abandonado el negocio -hizo una pausa importante-. Mis hermanas, -qué te voy a decir?, ya las conoces. Agueda… -y ¡qué vieja, pensé yo al oírsela mentar, qué avejentada está Agueda, con su color amarillo verdibilioso hasta en el blanco de los ojos!; esos ojos suyos, tan brillantes, brillando como lamparillas; y la cabeza… ¿por qué demonios se aceitará la cabeza, con tantas canas como tiene?, ¡canas grasientas!-; Agueda -prosiguió-, con sus eternas dolamas y sus rabieteos domésticos, que algunos días ni ella misma se soporta. Y en cuanto a Juanita -otro diminutivo grotesco: ¡Juanita!, ¡vaya por Dios!-, ésa, siempre con sus novelones y sus novenas; pues, ¡hombre, ya lo has visto!, los años le han dado por hacerse beata.

Tantos, tantos, la verdad es que no los tiene -reflexioné-: "Juanita era tan sólo un año y siete meses mayor que yo. Claro está que para las mujeres la medida del tiempo es otra; les cuenta más… Pero, con todo…" Bueno; Severiano continuaba explicándome cómo tampoco podía dejar el negocio en manos de los empleados. Eran de confianza, por supuesto; y para la cosa diaria se desempeñaban bien. Pero luego hay los cien mil imprevistos, encargos especiales, cuentas, las consultas, los viajantes que llegan (sí, los viajantes como yo, como el primo Roque; esos tipos odiosos e impertinentes que le traen a uno los negocios a su casa). Y seguía enumerando inconvenientes, dificultades, impedimentos.

– ¿Creerás -se quejaba- que si alguna vez me resfrío y decido quedarme en cama no cesan de incomodarme?: una cuestión tras otra, que si esto, que si aquello, hasta que yo, que tampoco tengo mucha paciencia, termino por levantarme… Pero ¡vaya si me hubiera gustado echar una cana al aire!

"Una cana al aire", decía; y yo pensé: "Tiene la cabeza casi blanca, está canoso y arrugado, mucho más que yo, pensé, pese a que le llevo año y medio"; decía: "…una cana al aire; conocer, en fin, algo de mundo".

Viajes, conocer mundo, su viejo tema. Nunca ya lo vas a conocer; morirás en este agujero, ¡infeliz!, aquí, en esta misma cama en que ahora estoy yo acostado. Buen favor te hizo el tío Ruperto cuando te asoció a su tienda de azadones y almocafres para que trabajases como un burro mientras él viviera, y luego dejarte el negocio. ¡Ahí, atado al pesebre! Dinero, cada vez más; pero… aurea mediocritas! Si tal era su protección al sobrino predilecto, ¡muchas gracias!, ¡para él solito! Claro que mi vida ajetreada está lejos de ser tan brillante como acaso éste se figura. Doublé! No, no es oro todo lo que reluce, y los alicientes que pudiera tener, el uso los ha gastado hasta el aborrecimiento. ¡Viajes! ¡Conocer mundo! Ya los huesos me duelen, ¡ay de mí!, con el traqueteo de los trenes, y los comedores de fonda me han arruinado el estómago. Son años y más años sin descanso, sin darme lo que se dice un respiro, y quien me envidie no sabe bien… Supieras tú, Severianillo… Pero ¡no!, no voy a lamentarme; no creas que voy a lamentarme; te pensarías en seguida que quería pedirte algo, que era una indirecta de mi parte. No, ¡guárdate tu dinero! Además, ¿por qué había de lamentarme? Cada cual, su suerte. Yo, por lo menos, no soy un palurdo empedernido; conozco el mundo, conozco la vida.

– Es lástima -le repliqué-; nos hubiéramos divertido mucho juntos; yo te hubiera enseñado los cabarets de Madrid, o de Barcelona. O los de París. ¿Por qué no los de París?

– ¿Cómo? -saltó al oírme-. Pero ¿es que también viajas tú por el extranjero?

Estábamos ambos acostados; esta conversación era de cama a cama (él me había cedido la suya y se había tendido en un catre de tijera, armado al otro lado de la alcoba) y, aunque ya habíamos apagado la luz y charlábamos a oscuras, casi diría que vi en su voz la sorpresa de su cara, el asombro, la admiración… ¿No era cosa de reírse? A mí me resultó divertido. Y el caso es que yo no había dicho nada semejante; hablaba en hipótesis, y ni siquiera sé cómo fue el ocurrírseme aludir a París en ese momento. ¡Qué absurdo! Él había quedado atónito, y yo -se comprenderá- no iba a defraudarlo ahora. Resultaba divertido; y, total, ¿qué importancia tenía? Seguí con la broma adelante.

– Pues ¡claro está, hombre! -le dije-. Los años pasan para todos. La última vez que nos vimos, tú no vendías todavía maquinaria sino tan sólo herramientas; ahora, tienes el almacén lleno de trilladoras mecánicas. Entre tanto, yo también he tenido que ampliar mis asuntos, y con esa ocasión ¡es natural!, he salido al extranjero.

– ¡Caramba, Roquete! ¿Cómo no me habías dicho nada? Conque el primo Roque viajando por extranjis…

Estaba de veras impresionado el muy simplón: "¡Caramba, caramba!", repetía. Aquello no le cabía en la cabeza.

– Pero, dime una cosa: ¿cómo puedes entenderte por ahí, por esas tierras?

– Hombre, eso no es tan difícil. Hay mucha gente que sale al extranjero, y nadie hasta ahora se ha perdido.

– Pero tú; no sabías idiomas, que yo sepa.

– Nadie nace sabiendo sino el suyo, y aun ése tiene que aprenderlo.

– ¿Me vas a decir que has aprendido idiomas?

– Y eso ¿qué tiene? Es cuestión de ponerse a ello cuando la necesidad lo exige. Mira: por ejemplo, el italiano tú lo entiendes casi sin estudiar una palabra; es igual en un todo al español, con sólo terminar en ini. Acabas las palabras en ini, y ya te tienes hablando italiano. Si ni es idioma; es el español, hablado a lo marica. Inglés y alemán, eso ya sí, son palabras mayores. Ahí si, tienes que sudar…

Yo, desde luego, hablaba en broma, pero aquel tontaina de Severiano lo tomaba en serio y me cerraba cualquier salida; de manera que no hubo sino seguirle la corriente. Y así fue como surgió la estúpida historia del manuscrito, que nos entretuvo la noche entera. Estaba yo un poco irritado ya, y quería cambiar de conversación; pero él volvía como una mosca, zumbando, zumbando: "¡De modo que has aprendido idiomas!" Reflexionaba. Hasta que, después de un mediano silencio, agregó por fin:

– Pues mañana te voy a mostrar un papelito que nos ha dado muchos quebraderos de cabeza, justamente por no haber aquí nadie que supiera idiomas.

– ¿Un papel? -pregunté con desgano, y hasta fingiendo un bostezo.

Pero él comenzaba ya su relato:

– Verás cómo fue la cosa. Estaba yo una mañana en el almacén recibiendo un envío de hoces (de esto hará como dos o tres años, quizá un poco más: tres años y medio) cuando se me acercó Antonio (tú lo conoces: el dueño del hotel) y, después de algunas vueltas, me entrega un papelito doblado para ver si yo, que tantos catálogos y prospectos recibo -me dijo-, podía leer lo que allí estaba escrito. Es cierto que recibo con relativa frecuencia catálogos de las máquinas; pero, por lo general, esos folletitos vienen escritos en dos idiomas, y las instrucciones están siempre en español: esto es lo que a mí me interesa y lo que leo; si una cosa está en español y en inglés, no voy a ser tan necio que me rompa la cabeza tratando de descifrar lo que viene en gringo, cuando puedo leerlo en cristiano. Pero ¿a qué darle tantas explicaciones? Sin duda que, en caso de apuro, podría quizá enterarme haciendo un esfuerzo: muchas palabras son iguales o muy parecidos a las nuestras; alguna vez que me entretuve en repasar esa jerigonza pude comprobarlo. Tanto que (entre paréntesis) he llegado a convencerme de que no hay idioma tan rico como el español; y por eso, todos los demás tienen que echar mano de nuestros vocablos: los disfrazan un poquito, a veces hasta los dejan tal cual, y ¡listo! Yo no sé si ese saqueo debiera permitirse: ¡que hablen español, si quieren!; pero… Bueno, en fin: éstas son explicaciones que yo no tenía por qué dárselas al Antonio, y tampoco aquí vienen muy al caso. Lo que importa es que tomé el papelito, me puse los lentes, y… Amigo, aquello no era cosa que se entendiera: nueve renglones manuscritos con buena letra, a tinta azul… Pero, ¿querrás creerlo?, yo no pude entender una sola palabra. Recorrí las líneas, volví a repasarlas. Antonio esperaba sin decir nada. "¿Qué es esto?", le pregunté. "Precisamente es lo que yo quisiera saber. Apuesto a que no lo entiendes". Me miraba con socarronería; tú sabes cómo es: para él no hay respeto, no hay distancias. El hecho de haber sido compañeros de escuela… "Pero ¿de dónde has sacado este papel?", le pregunté de nuevo. "Conque no lo entiendes". Entonces, con los mil rodeos que acostumbra, me contó que varios días antes, ausente él de la casa, había llegado a la fonda un forastero; había comido un par de huevos fritos, guiso de carnero, dulce de membrillo, y luego se había encerrado en la pieza que le dieron sin abrir el pico. La mujer había sido quien le alojó y sirvió. Regresado a su casa, Antonio quiso, según solía hacerlo, echar un párrafo con el nuevo huésped. Golpeó a la puerta y le preguntó si necesitaba de algo. "¡Nada, gracias", le contestó una voz extraña. "¿Extraña?", le interrumpí yo. "¿Por qué, extraña?" No supo qué decirme, y yo me reí para mis adentros. Tú sabes, Roque, lo curiosa que es la gente: posaderos, fondistas y demás comparsa. Les llega un cliente y, no contentos con sacarle cuanto dinero pueden, le revuelven el equipaje, le averiguan la procedencia y destino, investigan la finalidad del viaje, dan vueltas y más vueltas, antes de entregárselas, a las cartas que reciben. Imagina, pues, el mal humor de nuestro hombre al encontrarse la puerta cerrada. Él dice que golpeó para preguntar; pero dice también que la puerta estaba atrancada por dentro con cerrojo: me dirás tú cómo lo supo. Pues empuñando la falleba para hacer lo que suele: abrir la puerta, meter la cabezota con un "¿Me da licencia?" y, después de haber paseado la vista por todo el cuarto, preguntar entonces si al señor se le antoja algo. Muy seca tendrá que ser la respuesta para que no encuentre modo de enhebrar conversación: comienza a charlar desde el quicio de la puerta, y termina sentado en la cama del huésped…¡Una voz extraña! El caso es que a la mañana voló el pájaro sin que él hubiera conseguido echarle la vista encima. Cuando salía, como todas las madrugadas, para esperar en la estación el tren de las seis y treinta y cinco, dirigió una mirada a la habitación, donde no se oía ruido alguno; y cuando regresó de nuevo a la fonda acompañado de dos huéspedes que había podido reclutar, ya el otro no estaba: a poco de salir él, llamó, pidió la cuenta, pagó y se fue; esto le dijo al Antonio su mujer: de seguro, había tomado el ómnibus que sale, frente al bar de Bellido Gómez, a las siete menos cinco. Antonio entró en el cuarto, desarreglado todavía, y ahí topó con el famoso papelito que tanta guerra nos había de dar… Pero ¿me estás escuchando o te has dormido ya? -se interrumpió Severiano, extrañado de mi silencio. Y es lo cierto que yo estaba a punto ya de dormirme: en mi cansancio, veía la plaza, el bar de Bellido Gómez, y la iglesia al otro lado, muy confuso todo, casi desvanecido…